miércoles, 18 de diciembre de 2019

EXTRACTO DE LA CONSPIRACIÓN DE LUCIFER, COMIENZO DEL CAPÍTULO 11

Miércoles catorce de abril de 2010
Estaba oscureciendo y aún no había concluido la escalada de aquel muro de roca caliza. Mantenía la mano derecha empotrada en el interior de una grieta que recorría un tramo extraplomado de la pared, a más de cien metros de altura sobre el cauce del arroyo. El pie derecho se apoyaba en un milimétrico saliente mientras que el izquierdo buscaba adherirse a la pelada aspereza de la roca desnuda. Su mano izquierda, con los dedos tirantes y agarrados a la misma grieta en posición de bavaresa, unos palmos por debajo de la derecha, hacía presión manteniendo el equilibrio. Sus brazos desnudos, tensos y musculosos, recibían insensibles el viento frío que arrastraba partículas heladas arrancadas a los neveros de las cercanas cumbres.
Era otro día más escalando en el cañón, el sexto. Otra vía más abierta a la desesperada buscando el fallo técnico que le precipitara al vacío, o el agarre falso que se desprendiera de la pared ocasionando su caída. Pero la roca siempre fue firme y la técnica impecable. No podía fallar a propósito. Y no podía caer si no fallaba. Un juego cruel que lo mantenía vivo a pesar de su deseo de morir.
Decidió soltar la mano izquierda de su precario agarre, apartar los pies de sus inseguros apoyos y permanecer suspendido sobre el vacío aguantando la presa firme de su mano derecha, apretando el puño para que la presión que ejercía sobre la grieta aumentara, sosteniéndole como un péndulo por encima de aquellos cien metros de atmósfera transparente que lo separaban del verde suelo.
El fuerte viento lo zarandeaba, como cuando un niño enreda feliz con su nuevo juguete; el brazo suelto comenzaba a experimentar la helada. Miró a su alrededor: Las últimas luces proyectaban sobre el suelo sombras alargadas procedentes de los álamos de las praderas y los sauces de las riberas del torrente. El rojo sol del crepúsculo se reflejaba brillante, tiñendo de sangre los cercanos acantilados que despedían resplandecientes la jornada. Un buitre enorme desplegó sus alas a unas decenas de metros de donde él se encontraba y emitió un sonoro graznido reclamando la presencia de su pareja, quien dudaba en abandonar el nido para investigar al intruso en las alturas. Al fondo, muy abajo, junto a las pardas tejas que cubrían el techo de la ermita, circundando el viejo Lada Niva donde conservaba sus últimas pertenencias, un zorro desvergonzado husmeaba entre los restos de comida guardados en una endeble bolsa de plástico, aprisionada entre pesadas rocas para impedir el expolio.

Hacia arriba, el azul celeste comenzaba a adquirir un tono cobalto más oscuro. Nubes algodonosas, visibles al fondo del valle, donde el cañón perdía altura y se confundía con las praderas contiguas, adquirían tonalidades doradas, naranjas y rojas, como los colores caprichosos con que se teñían en las ferias los algodones de azúcar para deleite de los pequeñuelos.
Volvió a colocar los pies en la pared, buscando que la gomosa suela de su calzado de escalada encontrara una sujeción fiable sobre la que impulsarse más arriba; encogió el codo del brazo derecho y lanzo la mano izquierda todo lo alto que pudo, encajándola también en la grieta y presionando el puño para empotrarla igual que la derecha. Cuando encontró la suficiente estabilidad, desencajó la mano derecha y repitió la maniobra ascendente, imitando el mismo gesto varias veces hasta superar el tramo y alcanzar una repisa que le permitió descansar unos instantes.
La pared se tumbó un poco, permitiendo que pequeñas muescas en la roca, unida a la adherencia de sus pies de gato, facilitaran unos metros más de subida. Un último sector caótico, donde bloques sueltos se encajaban en una chimenea vertical, fue sorteado con peligro pero con acierto, hasta asomar a la plataforma superior del barranco, donde un bosque de sabinas añejas le recibió junto con las estrellas resplandeciendo en el oscuro firmamento.
Sus ojos se fueron adaptando al descenso de luz, permitiendo que la Vía Láctea fuera lucerna suficiente para indicarle el camino de vuelta, recorriendo una olvidada trocha que, entre tomillos y enebros, peñascos y carámbanos procedentes del deshielo diurno y congelados de nuevo en las umbrías y los salientes rocosos de la vereda, le fueron conduciendo hacia el fondo del valle.
Antiguos monjes guerreros debieron deambular antaño por los vericuetos del paraje, dejando su impronta trascendente en el suelo que pisaron y en el aire que respiraron. Creía percibir los fantasmas de los Caballeros Templarios acechando en los recodos del camino, ocultos tras los torturados troncos de las centenarias sabinas, o surcando los vientos en forma de gélidas ráfagas sombrías que helaban el corazón.
Pero su corazón ya estaba frío. El dolor inmenso, el sufrimiento profundo que arrastraba, la desesperación y la decepción por el mundo, absurdo y sin sentido si la consecuencia de su realidad era el sufrimiento, cruel y terrible si dicha realidad resultaba inevitable, le había decidido a arrojarse en brazos del sueño eterno en el único lugar en el que la existencia le resultaba bella: la mágica naturaleza que lo había cobijado en momentos felices, la bóveda estrellada hacia la que dirigía el destino de su alma, si es que ésta existía; las rocas y los prados que acogerían sus restos. Y, en todo caso, la extinción definitiva del sufrimiento, el final de su ser, de su esencia y de su conciencia, si nada más había al traspasar la frontera de la muerte.
Los viejos fantasmas templarios no acechaban su desgracia, sino que velaban por su entrega. Eran aliados que reconfortaban la helada, no eliminando el frío glacial que experimentaba en su piel, sino convirtiéndolo en una sensación vital que estimulaba los últimos momentos de comunión con la tierra.
Los sonidos del arroyo se convertían en notas musicales felices, cantando en cada salto sobre las pulidas rocas cubiertas de verdín; los estanques, donde las  aterciopeladas hojas de los nenúfares flotaban agrupadas en delicada compañía, dejaban zonas de espejo radiante donde las estrellas se asomaban creando dos infinitos, dos eternidades profundas e inalcanzables salvo para quienes osaban retar a la muerte.
Aguas abajo, las praderas acompañaban al torrente y se adornaban con bosquetes de álamos, abedules y sauces, breves zonas de pinar, además de abundantes enebros dispersos aquí y allá. Entre la hierba, los amarillos picos de oscuros mirlos, que refulgían iluminados por la luz de las estrellas, rebuscaban lombrices escavando aplicada y decididamente, hasta que el sonido de pasos seguros los llevaron a interrumpir la tarea.

LA CONSPIRACIÓN DE LUCIFER
Una conspiración internacional, el Gobierno Mundial en la Sombra, agencias de espionaje, poderes financieros, crimen, venganza, amor, muerte y un pacto con Lucifer mientras el destino del planeta y la humanidad está en juego. Los protagonistas, Damian Castellano y Laura Golmayo en un viaje sin retorno a través de Europa y Estados Unidos donde se enfrentarán a los poderes muy reales que dominan el mundo. Tras esta experiencia nada volverá a ser igual en la vida de los protagonistas. Idioma: Español. 458 páginas. La puedes conseguir gratis en el programa de Kindleunlimited o por sólo 3,99 € en ebook. También disponible en papel tapa blanda por 19,76 €



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LA CONSPIRACIÓN DE LUCIFER. UNA NOVELA DE CONCIENCIACIÓN PLANETARIA