Estaba oscureciendo y aún no había concluido la
escalada de aquel muro de roca caliza. Mantenía la mano derecha empotrada en el
interior de una grieta que recorría un tramo extraplomado de la pared, a más de
cien metros de altura sobre el cauce del arroyo. El pie derecho se apoyaba en
un milimétrico saliente mientras que el izquierdo buscaba adherirse a la pelada
aspereza de la roca desnuda. Su mano izquierda, con los dedos tirantes y
agarrados a la misma grieta en posición de bavaresa, unos palmos por debajo de
la derecha, hacía presión manteniendo el equilibrio. Sus brazos desnudos,
tensos y musculosos, recibían insensibles el viento frío que arrastraba
partículas heladas arrancadas a los neveros de las cercanas cumbres.
Era otro día más escalando en el cañón, el sexto.
Otra vía más abierta a la desesperada buscando el fallo técnico que le
precipitara al vacío, o el agarre falso que se desprendiera de la pared
ocasionando su caída. Pero la roca siempre fue firme y la técnica impecable. No
podía fallar a propósito. Y no podía caer si no fallaba. Un juego cruel que lo
mantenía vivo a pesar de su deseo de morir.
Decidió soltar la mano izquierda de su precario
agarre, apartar los pies de sus inseguros apoyos y permanecer suspendido sobre
el vacío aguantando la presa firme de su mano derecha, apretando el puño para
que la presión que ejercía sobre la grieta aumentara, sosteniéndole como un
péndulo por encima de aquellos cien metros de atmósfera transparente que lo
separaban del verde suelo.
El fuerte viento lo zarandeaba, como cuando un niño
enreda feliz con su nuevo juguete; el brazo suelto comenzaba a experimentar la
helada. Miró a su alrededor: Las últimas luces proyectaban sobre el suelo
sombras alargadas procedentes de los álamos de las praderas y los sauces de las
riberas del torrente. El rojo sol del crepúsculo se reflejaba brillante,
tiñendo de sangre los cercanos acantilados que despedían resplandecientes la
jornada. Un buitre enorme desplegó sus alas a unas decenas de metros de donde
él se encontraba y emitió un sonoro graznido reclamando la presencia de su pareja,
quien dudaba en abandonar el nido para investigar al intruso en las alturas. Al
fondo, muy abajo, junto a las pardas tejas que cubrían el techo de la ermita,
circundando el viejo Lada Niva donde conservaba sus últimas pertenencias, un
zorro desvergonzado husmeaba entre los restos de comida guardados en una
endeble bolsa de plástico, aprisionada entre pesadas rocas para impedir el
expolio.
Hacia arriba, el azul celeste comenzaba a adquirir
un tono cobalto más oscuro. Nubes algodonosas, visibles al fondo del valle,
donde el cañón perdía altura y se confundía con las praderas contiguas,
adquirían tonalidades doradas, naranjas y rojas, como los colores caprichosos
con que se teñían en las ferias los algodones de azúcar para deleite de los
pequeñuelos.
Volvió a colocar los pies en la pared, buscando que
la gomosa suela de su calzado de escalada encontrara una sujeción fiable sobre
la que impulsarse más arriba; encogió el codo del brazo derecho y lanzo la mano
izquierda todo lo alto que pudo, encajándola también en la grieta y presionando
el puño para empotrarla igual que la derecha. Cuando encontró la suficiente
estabilidad, desencajó la mano derecha y repitió la maniobra ascendente,
imitando el mismo gesto varias veces hasta superar el tramo y alcanzar una repisa
que le permitió descansar unos instantes.
La pared se tumbó un poco, permitiendo que pequeñas
muescas en la roca, unida a la adherencia de sus pies de gato, facilitaran unos
metros más de subida. Un último sector caótico, donde bloques sueltos se encajaban
en una chimenea vertical, fue sorteado con peligro pero con acierto, hasta
asomar a la plataforma superior del barranco, donde un bosque de sabinas añejas
le recibió junto con las estrellas resplandeciendo en el oscuro firmamento.
Sus ojos se fueron adaptando al descenso de luz,
permitiendo que la Vía Láctea fuera lucerna suficiente para indicarle el camino
de vuelta, recorriendo una olvidada trocha que, entre tomillos y enebros,
peñascos y carámbanos procedentes del deshielo diurno y congelados de nuevo en
las umbrías y los salientes rocosos de la vereda, le fueron conduciendo hacia
el fondo del valle.
Antiguos monjes guerreros debieron deambular antaño por
los vericuetos del paraje, dejando su impronta trascendente en el suelo que
pisaron y en el aire que respiraron. Creía percibir los fantasmas de los
Caballeros Templarios acechando en los recodos del camino, ocultos tras los
torturados troncos de las centenarias sabinas, o surcando los vientos en forma
de gélidas ráfagas sombrías que helaban el corazón.
Pero su corazón ya estaba frío. El dolor inmenso, el
sufrimiento profundo que arrastraba, la desesperación y la decepción por el
mundo, absurdo y sin sentido si la consecuencia de su realidad era el
sufrimiento, cruel y terrible si dicha realidad resultaba inevitable, le había
decidido a arrojarse en brazos del sueño eterno en el único lugar en el que la
existencia le resultaba bella: la mágica naturaleza que lo había cobijado en
momentos felices, la bóveda estrellada hacia la que dirigía el destino de su alma,
si es que ésta existía; las rocas y los prados que acogerían sus restos. Y, en
todo caso, la extinción definitiva del sufrimiento, el final de su ser, de su
esencia y de su conciencia, si nada más había al traspasar la frontera de la
muerte.
Los viejos fantasmas templarios no acechaban su
desgracia, sino que velaban por su entrega. Eran aliados que reconfortaban la
helada, no eliminando el frío glacial que experimentaba en su piel, sino
convirtiéndolo en una sensación vital que estimulaba los últimos momentos de
comunión con la tierra.
Los sonidos del arroyo se convertían en notas
musicales felices, cantando en cada salto sobre las pulidas rocas cubiertas de
verdín; los estanques, donde las
aterciopeladas hojas de los nenúfares flotaban agrupadas en delicada
compañía, dejaban zonas de espejo radiante donde las estrellas se asomaban
creando dos infinitos, dos eternidades profundas e inalcanzables salvo para
quienes osaban retar a la muerte.
Aguas abajo, las praderas acompañaban al torrente y
se adornaban con bosquetes de álamos, abedules y sauces, breves zonas de pinar,
además de abundantes enebros dispersos aquí y allá. Entre la hierba, los
amarillos picos de oscuros mirlos, que refulgían iluminados por la luz de las
estrellas, rebuscaban lombrices escavando aplicada y decididamente, hasta que
el sonido de pasos seguros los llevaron a interrumpir la tarea.
LA CONSPIRACIÓN DE LUCIFER
Una conspiración internacional, el Gobierno Mundial en la Sombra, agencias de espionaje, poderes financieros, crimen, venganza, amor, muerte y un pacto con Lucifer mientras el destino del planeta y la humanidad está en juego. Los protagonistas, Damian Castellano y Laura Golmayo en un viaje sin retorno a través de Europa y Estados Unidos donde se enfrentarán a los poderes muy reales que dominan el mundo. Tras esta experiencia nada volverá a ser igual en la vida de los protagonistas. Idioma: Español. 458 páginas. La puedes conseguir gratis en el programa de Kindleunlimited o por sólo 3,99 € en ebook. También disponible en papel tapa blanda por 19,76 €
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