La riqueza de las naciones.
La economía, tratada como ciencia de
estudio sistemático, es de origen relativamente reciente. Convencionalmente se
admite como fecha de nacimiento de esta nueva disciplina, la publicación en
1776 de la obra de Adam Smith[1] “Indagación acerca de la naturaleza y las
causas de la riqueza de las naciones”. Sin embargo, en la búsqueda de
precedentes a este estudio, podemos remontarnos hasta Platón, encontrando
vestigios asimismo en Roma y la Edad Media; incluso Santo Tomás dedicó algunos
textos a precisar los términos de “justo precio” y “usura”.
La obra de Adam Smith fue clave para
ordenar el sistema económico, sumamente alterado tras el descubrimiento de
América y la afluencia de metales preciosos que desde allí llegaron a Europa.
La teoría mercantilista de Smith tendía a favorecer la entrada de dichos
metales, a los que consideraba como la auténtica riqueza de un país; dicho
planteamiento tuvo su contrapartida en la escuela fisiocrática, cuyo máximo
exponente fue el francés Quesnay, quien daba absoluta preferencia a la tierra,
además de afirmar que la economía estaba regida por leyes naturales;
desgraciadamente para Quesnay y su escuela, otras afirmaciones que propugnaban,
como el derecho natural inalienable a la propiedad privada, o la división de la
sociedad en clases agraria, productiva y estéril, les abocaron hacia el
mercantilismo que de estos últimos supuestos se desprendía.
En cualquier caso, tanto a Smith
como a Quesnay, se les considera fundadores de lo que a partir de entonces se
denominó “Economía Política” o “Economía Social”. Dicho concepto se define, en
palabras de Oskar Lange[2] como “la ciencia de las leyes sociales que rigen
la producción y la distribución de los medios materiales que sirven para
satisfacer las necesidades humanas”; definición que, como casi todas,
resulta incompleta, errónea o falseada, salvo que substituyamos las palabras
“necesidades humanas” por “necesidades capitalistas o del sistema”, pues ya
desde su origen, las obras de los economistas clásicos apuntan inexorablemente
en dicho sentido. Por ejemplo en la justificación que Adam Smith[3] hace sobre
la división del trabajo dice:
En
primer lugar, el progreso en la destreza del obrero incrementa la cantidad de
trabajo que puede efectuar, y la división del trabajo al reducir la tarea del
hombre a una operación sencilla, y hacer de ésta la única ocupación de su vida,
aumenta considerablemente la pericia del operario (...).
En
segundo lugar, la ventaja obtenida al ahorrar el tiempo que por lo regular se
pierde, al pasar de una clase de operación a otra, es mucho mayor de la que a
primera vista pudiera imaginarse. Es imposible pasar con mucha rapidez de una
labor a otra, cuando la segunda se hace en un sitio distinto y con instrumentos
completamente diferentes (...).
En
tercer lugar, y por último, todos comprenderán cuanto se facilita y se abrevia
el trabajo si se emplea maquinaria apropiada. Sobran los ejemplos, y así nos
limitaremos a decir que la invención de las máquinas que facilitan y abrevian
la tarea parece tener su origen en la propia división del trabajo. El hombre
adquiere una mayor aptitud para descubrir los métodos más idóneos y expeditos,
a fin de alcanzar un propósito cuando tiene puesta toda su atención en un
objeto, que no cuando se distrae en una gran variedad de cosas”.
Evidentemente, las necesidades humanas
que Smith considera en este texto, no entroncan en ningún momento con el
intelecto y el espíritu; la única necesidad que en su sistema se satisface es
el realizar un trabajo alienante en una cadena de producción para poder comer;
si el obrero tiene que dedicar su vida a apretar un mismo tornillo durante diez
horas diarias, debe estar contento por la rentabilidad de su trabajo, y si la
creciente mecanización de los medios de producción le abocan al paro forzoso,
debe comprender que también esto es lo más rentable para su empresa.
Otros autores de la época, entre los
que destaca D. Ricardo, establecen como ley natural la estabilidad del salario
obrero en el nivel mínimo de subsistencia, considerando que los salarios
nominales podrán subir de acuerdo con la inflación, pero en ningún caso la
capacidad real de compra, mostrando incluso una tendencia al descenso “puesto que el numero de obreros aumenta más
rápidamente que la demanda” .
Con estos datos, y otros que veremos
posteriormente, la anterior definición de economía demuestra su falsedad o
parcialidad, por lo que podemos adoptar como más exacta esta segunda concepción
del término expuesta por L. Robbins[4]: “La economía es una ciencia que estudia el
comportamiento humano como una relación entre fines y medios escasos que tienen
usos alternativos”; completada por el siguiente párrafo de M.D.
Intriligator[5]: “El problema básico de la ciencia económica,
el economizar, lo constituye la distribución de recursos escasos entre
objetivos que compiten entre sí... El problema de economizar puede considerarse
como la aplicación a la ciencia económica del problema matemático de la
optimización, que se define como la elección de valores de ciertas variables de
tal modo que maximicen una función sujeta a restricciones”.
Esta definición implica el
reconocimiento de que los recursos, las materias primas de origen natural, son
finitos y escasos, por lo que establece el desarrollo económico en términos de
una contradicción (una de las muchas que se plantean en el sistema capitalista)
entre los fines ilimitados perseguidos o por surgir, y la realidad disponible,
primando la expoliación de los recursos adaptables a una necesidad concreta
hasta la extinción de dicha necesidad (caso hipotético) o el agotamiento de la
materia prima necesaria para satisfacerla (suceso habitual), en cuyo caso, se
elegirán nuevas variables a fin de eliminar restricciones para maximizar una
función o necesidad concreta.
En cualquier caso, el régimen de
producción capitalista se dedica principalmente a la producción de valor per se, más que a la producción de
valores de uso, en realidad se convierte en un proceso de producción de capital
y de plusvalía, considerando que la plusvalía es la diferencia entre el valor
creado por el trabajador y el valor que le ha costado al capitalista. Este
capital y esta plusvalía tienen su expresión en el valor denominado dinero que,
como abstracción, podemos definir en base a estas tres características:
1º) El dinero tomado como medida de
valores, aparece con un valor dado que se compara con los demás, resultando que
los valores reales de las mercancías pasan a ser valores relativos, expresados
en la cantidad de la nueva mercancía en que se convierte el dinero
(antiguamente representada por el oro).
2º) El valor con el que entra el
dinero no tiene que ser forzosamente igual al valor de cambio expuesto en la
primera función; para agilizar la circulación, se substituye la mercancía por
un dinero-signo, o moneda, que represente su valor, pero el valor del
dinero-signo es meramente nominal, dependiendo de la confianza que se deposite
en la solvencia de dicho signo, es decir, suponiendo que detrás de él se
encuentre respaldándole efectivamente el valor determinado (Este es el factor
que determina las crisis monetarias, comerciales y de intercambio).
3º) El dinero, considerado como
mercancía, es susceptible de atesoramiento, con un valor de cambio exclusivo, y
sirviendo de control, en cierta medida, a la circulación.
De estas tres cualidades, se deduce
que el valor abstracto que constituye el dinero supera, de forma aberrante, el
concepto de riqueza real que, inevitablemente, siempre han tenido las diversas
mercancías; pero el sistema capitalista hace primar la producción de capital y
dinero, y su acumulación, a fin de generar una rueda de inversión de capitales
y producción de plusvalía abstracta, en detrimento de las auténticas
necesidades de la sociedad. Lo que necesitamos ya no es comida o vestido, sino
mercancía dinero con la que valorizar la comida o el vestido que por sí mismos
han perdido su valor. La ausencia de esta valorización supone no ya un problema
de realización del valor de consumo producido (mercancía), sino que abarca al
propio sistema de producción, lo que implica que la falta de rentabilidad se
manifiesta a través de los fenómenos de sobreproducción o de subconsumo, esto
es mercancías sin vender y, aunque la tasa de plusvalía pueda ascender con la
creciente composición orgánica del capital, adolece de unos límites naturales
marcados por diversos factores, como la jornada laboral, el precio de la fuerza
de trabajo, la lucha sindical etc., por lo que la crisis capitalista se
manifiesta en realidad como crisis de sobreacumulación de mercancía no
valorizada, esto es, no relacionada con la mercancía dinero-signo.
Por este motivo, el capital siempre
ha de estar en movimiento, valorizándose mediante la generación de plusvalía,
no hacerlo significa perder dinero, y el sistema capitalista no puede dejar de
ser fiel a sí mismo. Un empresario nunca se dará por satisfecho con el capital
acumulado, y siempre intentará valorizar dicho capital para generar una mayor
tasa de plusvalía. Nuevamente, la clara exposición filosófica con que Lao Tse
encaró, hace más de dos mil años, problemas que consideramos actuales, hace conveniente
exponer su concepto sobre la acaparación:
“Ceder
a la codicia, es el peor de los crímenes. No saber limitarse, es la peor de las
cosas nefastas. La peor de las faltas, es querer siempre adquirir aún más. Los
que saben decir "ya es bastante", están siempre contentos”. Lao Tse, Tao Te King.
Según
la Ley
de intercambio de equivalentes, el capital inicial es el capital
constante (c) más el variable (v), y el valor total de la producción (V) es el inicial más la plusvalía (pl.).
V
= c+v+pl
El descenso relativo del capital
variable nos lleva a la Ley de sobrepoblación relativa, ya
expuesta por Karl Marx[6],
y confirmada por la posterior experiencia dentro del sistema capitalista, en
los siguientes términos:
“Este
descenso relativo del capital variable, descenso acelerado con el incremento
del capital total y que avanza con mayor rapidez que éste, se revela, de otra
parte, invirtiéndose los términos como un crecimiento absoluto constante de la
población obrera, más rápido que el del capital variable o el de los medios de
ocupación que éste suministra. Pero este crecimiento no es constante, sino
relativo: la acumulación capitalista, produce constantemente, en proporción a
su intensidad y a su extensión, una población obrera excesiva para las necesidades
medias de explotación del capital, la población obrera produce también, en
proporciones cada vez menores, los medios para su propio exceso relativo. Es
ésta una ley peculiar del régimen de producción capitalista... Esta
superpoblación se convierte, a su vez, en palanca de acumulación de capital.
Más aún, en una de las condiciones de vida del régimen capitalista de
producción. Constituye un ejército industrial de reserva, un contingente
disponible (...) (que) brinda (al capital) el material humano, dispuesto
siempre para ser explotado a medida que lo reclamen sus necesidades variables
de explotación e independientemente, además, de los límites que puede oponer el
aumento real de la población”.
El cumplimiento inexorable de esta
ley se convierte en una justificación económica del fenómeno del paro, puesto
que el trabajador no pasa de ser simple mercancía humana aprovechable en
función de la plusvalía que pueda generar; nuevamente encontramos que la
motivación social por los intereses humanistas no existen en la concepción
capitalista de las relaciones interpersonales o empresa-entorno.
La imposición del sistema
capitalista conlleva una serie de efectos y fases, perfectamente estudiados y
establecidos, que se suceden como sigue:
1.- Efectos del modo de producción capitalista:
A) Desarrollo cíclico; la acumulación de capital se ve condicionada
por una serie de presiones, contradictorias entre sí, que la obligan a pasar
por distintos estadios de una forma cíclica: auge, crisis, depresión,
recuperación, auge, etc.
B) Concentración y centralización de capital; los períodos de crisis,
expuestos en el desarrollo cíclico, dan lugar a la marginación y desaparición
de numerosas empresas, subsistiendo únicamente aquellas que realizaron mejoras
e innovaciones, reduciendo considerablemente el tiempo de trabajo individual,
implantando un nuevo registro del tiempo de trabajo socialmente necesario muy
inferior al marcado por las empresas obsoletas, y fijando la media de
productividad. Con estos datos, la crisis se convierte en el mecanismo de
reorganización técnica del capital; se concentran más capitales para hacerse
con más fuente de valorización y más ganancias, de forma que cada vez menor
número de personas acaparan más capital, favoreciendo la aparición de monopolios.
C) El imperialismo; Si algún adjetivo se adapta como ningún otro al
capitalismo es su esencia imperialista. El desarrollo autocentrado y la
tendencia decreciente de la tasa de ganancia, motivan a la ampliación de la
acumulación más allá del anterior mercado interno, ayudado por la hegemonía del
capital financiero surgido del proceso de concentración y centralización, de
modo que la posición de las estructuras capitalistas necesita extenderse sobre
otras estructuras de forma desigual, anulándolas o supeditándolas a la
acumulación de capital.
2.- La periodización estructural del modo de producción
capitalista:
A) Fase concurrencial; caracterizada por la libre circulación de
capitales y un estatuto homogéneo para los integrantes de la clase capitalista;
se produce el salto de la manufactura al maquinismo y prima la producción de
mercancías.
B) Fase monopolista; a partir del proceso de concentración y
centralización se crean monopolios. El capital financiero se constituye en la
fracción hegemónica de la clase capitalista.
C) Fase de acumulación a escala mundial; se forma un capital
internacional, materializado en la empresa multinacional, se produce un reparto
desigual de la fuerza salarial en cada país; comienza la revolución tecnológica
en las comunicaciones, sistemas informáticos, transporte y sistemas
productivos.
Los nuevos imperios coloniales.
Estos procesos ineludibles de la
estructura capitalista conllevan una inevitable injerencia en los regímenes
políticos, tanto del propio país de origen, como de los países explotados
comercialmente, obligando a los primeros a favorecer el desarrollo económico de
sus empresas multinacionales, y sometiendo a los segundos a un estado de
dependencia mayor que en la anterior época del colonialismo.
Un país colonizado a la antigua
usanza, dependía política y militarmente del estado colonizador, pero su
estructura económica se obviaba en aras de una explotación descarada y directa,
que no generaba ningún tipo de dependencia, sino todo lo contrario, la necesidad
de abolir tal estado de explotación; en pocas palabras, el colonialismo creaba
en el país colonizado su afán de liberación e independencia; sin embargo, la
dependencia comercial se basa, según Dos Santos[7] en “una situación en la cual cierto grupo de
países tienen una economía condicionada por el desarrollo y expansión de otra
economía a la cual la propia está sometida. La relación de interdependencia
entre dos o más economías, y entre éstas y el comercio mundial, asume la forma
de dependencia cuando algunos países (los dominantes) pueden expandirse y
autoimpulsarse, en tanto que otros países (los dependientes) sólo lo pueden
hacer como reflejo de esa expansión, que puede actuar positiva y/o
negativamente sobre su desarrollo inmediato. De cualquier forma, la situación
de dependencia conduce a una situación global de los países dependientes que
los sitúa en retraso y bajo la explotación de los países dominantes”.
Esta dependencia obliga a los países
dependientes a vender la mayoría de sus productos en los países dominantes,
problema que se acrecienta con la instauración de monopolios multinacionales
asentados en dichos países subordinados, explotando directamente los recursos
para producir tales mercancías, de forma que los países sojuzgados ni siquiera
disponen de autonomía para la producción de sus propios recursos. Si a esto
sumamos la dependencia financiera del capital extranjero, no puede resultar
extraño que los países dominados tengan que transigir en concesiones
bilaterales extraordinariamente benignas para los países dominantes y sus
multinacionales.
Así pues, el imperialismo
contemporáneo se fundamenta en el intercambio desigual, esto es, comprar barato
y vender caro. Los países imperialistas pueden obligar a los dependientes a
vender a precios bajos, mediante la aplicación de políticas comerciales
discriminatorias; imponiendo tarifas y trabas a sus exportaciones, se les
obliga a expandir estas exportaciones a precios bajos, lo cual, unido a sus
escasas fuerzas productivas, les coloca en una posición de dependencia respecto
a las maquinarias, insumos de producción y tecnología que reciben de los países
imperialistas. El excedente generado en estos procesos es absorbido por los
países dominantes, impidiendo así el desarrollo de las fuerzas productivas en
los dominados, perpetuando la relación de dependencia.
El sistema capitalista establece,
pues, una demarcación de analogía geográfica entre los “países del Centro del Sistema”,
donde la estructura capitalista está altamente institucionalizada, estando constituida,
en su mayoría, por los países dominantes; y “países de la Periferia”,
de reciente acceso a los fundamentos del sistema capitalista, en su mayoría
dependientes económicamente de los anteriores, y antiguamente subyugados por
los imperios coloniales.
Los poderes supranacionales y el ultraimperialismo.
En Julio de 1944, durante la
conferencia de Bretton Woods, se creó el Fondo Monetario Internacional (FMI),
como base para estabilizar el “sistema monetario internacional”, estableciendo
un estricto control de los tipos de cambio, con la intención de garantizar un
crecimiento suficiente de la liquidez internacional, para impulsar el proceso
de acumulación y recuperación, y construir un poder supranacional que
garantizase dicho orden. En realidad, la composición orgánica y la financiación
del FMI lo convirtieron en un organismo de fortalecimiento de la hegemonía de
los EE.UU. y su moneda, que venía a convertirse en la moneda-signo oficial,
sobre las otras naciones, convirtiéndose en el marco legal de la exportación de
capitales norteamericanos. La creciente competencia de Europa occidental y de
Japón obligó a un cambio en el funcionamiento del FMI, y pasó a convertirse en
el garante de las inversiones del “Centro del Sistema” en la “Periferia”, imponiendo
severas condiciones a estos países para acceder a su financiación, y abriendo
el camino para la inversión privada.
Al mismo tiempo que el FMI, se creó
el Banco Mundial, asimismo bajo la hegemonía de EE.UU., respondiendo de nuevo a
los intereses del Centro de cara a la financiación de proyectos en los países
de la Periferia. También, durante los años de recesión, el Banco Mundial
pretende hacer más rentables sus inversiones a costa de los países
subdesarrollados.
Pero el poder comercial del
capitalismo sobrepasa a las organizaciones de carácter oficial. tanto de países
concretos, como de organizaciones supranacionales, siendo capaz de crear
macro-entidades de carácter privado con un poder económico incalculable y una
descarada y sumamente poderosa influencia política; así por ejemplo, la
Comisión Trilateral fue creada en 1973 por iniciativa de D. Rockefeller,
entonces presidente del Chase Manhattan Bank, y surgió como necesidad de
entendimiento entre los tres ejes del Centro: Norteamérica, Europa Occidental y
Japón; se les puede considerar herederos ideológicos del Consejo de Relaciones
Exteriores estadounidense y del Grupo de Bildelberg. Su primer impacto
importante en los medios públicos surgió a partir de la elección como
Presidente del los EE.UU. de J. Carter, puesto que una veintena de los miembros
de su equipo pertenecían a la Comisión Trilateral (él mismo, el Vicepresidente
W. Mondale, el Secretario de Estado C. Vance, el Secretario de Defensa Harold
Brown, el Secretario del Tesoro y el embajador ante las Naciones Unidas, entre
otros), y muy especialmente Z. Brzezinski (Consejero para los asuntos de
Seguridad Nacional y posterior presidente de Checoslovaquia), que fue director
de la Trilateral hasta 1976. Económicamente propugna la posibilidad del “ultraimperialismo”
(desaparición del concepto de "nación" substituido por una
macroorganización de carácter económico-empresarial), si bien, teñido de
supraimperialismo norteamericano. Aparte del impresionante poder económico de
la Comisión Trilateral, otro aspecto sumamente significativo radica en su
proyecto político y estructural global a diversos niveles: ideológico:
liberalismo capitalista internacional, antisocialismo radical, ocaso de las
ideologías y negociación de la lucha de clases, etc.; militar: antagonismo con
los países socialistas; y político: democracia restringida, cosificación de la
actividad política separándola totalmente de la participación directa, etc.
Como muestra de estos planteamientos, un informe confidencial destinado a los
altos miembros de la Trilateral, filtrado durante la campaña de J. Carter, que
lleva por título “La crisis de la
democracia”, dice cosas como las que siguen:
“En el
curso de los últimos años, en el funcionamiento de la democracia parece haber
un hundimiento de los medios clásicos de control social, una deslegitimación de
la autoridad política y una sobrecarga de exigencias a los gobiernos.
El
funcionamiento del sistema democrático requiere habitualmente de una cierta
apatía por parte de los individuos y grupos no participantes. Antes, cada
sociedad democrática tenía una población marginal, más o menos importante
numéricamente, que no participaba activamente en la vida política. Esta
marginación es, en sí misma, antidemocrática, pero fue uno de los factores que
permitieron al sistema funcionar normalmente.
Un
desafío importante ha sido lanzado por ciertos intelectuales y por grupos
próximos a ellos, que afirman su disgusto por la corrupción, el materialismo y
la ineficacia del sistema, al mismo tiempo que ponen de manifiesto la
subordinación de los sistemas democráticos al capitalismo monopolístico.
De
igual modo que existen unos límites potencialmente deseables de crecimiento
económico, también hay unos límites deseables de extensión democrática. Y una
extensión indefinida de la democracia no es deseable. Los contestatarios que
manifiestan su desagrado ante la corrupción, el materialismo y la sumisión de
los gobiernos democráticos al capitalismo monopolístico constituyen un peligro
al menos tan serio hoy como los partidos comunistas en el pasado. Se hace
preciso reservar al gobierno el derecho y la posibilidad de retener toda
información en su fuente”[8].
¡Después de mí, el diluvio!
La supeditación del estado al
capital y a sus intereses no está tan solo demostrada, sino que podemos afirmar
que los diferentes gobiernos son, en realidad, brazos definidos del
imperialismo económico, puestos para legitimar su ambición sin límite; el
estado no obedece mansamente al capital, sino que lo representa directamente; y
en este sentido da igual el signo político que gobierne, su fundamento es la
tan oída frase del “crecimiento económico”, expuesto de forma que nos sintamos
identificados con la causa de su consecución, aunque la experiencia nos haya
demostrado sobradamente que dicho crecimiento económico, incluso en tiempos de
recesión, siempre beneficia a los mismos; los tentáculos del capital se
extienden incluso en el menor resquicio donde huela a dinero, dispuestos a
satisfacer la inviolable ley de la acumulación.
Es la propia ideología del sistema
la que impulsa tanto al capitalista, como al político supeditado, a
justificarse mutuamente en sus respectivos estamentos; el político se debe al
capitalista, y teme perder su favor, por lo que siempre buscará las acciones oportunas
para perpetuar esta interdependencia y no ser substituido por otro competidor;
su error lo paga con la destitución mediante cualquiera de los métodos
“democráticamente” disponibles, mientras que una sumisión manifiesta le
reintegrará, a su debido tiempo, en el poder. El capitalista posee realmente el
poder, y utilizará cualquier medio de presión, político, económico o social,
para mantenerse en su estatus. El círculo se cierra. De nuevo la asombrosa
capacidad de Lao Tse, para exponer como actuales pretéritas situaciones de su
tiempo, se ocupa de explicarnos esta conducta:
“El
favor que puede ser perdido es una fuente de inquietudes. La grandeza que puede
ser arruinada, es una fuente de molestias.
¿Qué
significan estas dos sentencias?
La
primera significa que tanto el cuidado por conservar el favor como el temor a
perderlo, llenan la mente de inquietudes.
La
segunda advierte que la ruina proviene, corrientemente, de la excesiva
preocupación por el engrandecimiento personal. Quien no tiene ambiciones
personales no tiene que temer ninguna ruina.
Aquél
que únicamente se preocupa de la grandeza del imperio y no la suya, aquél que
sólo desea el bien del imperio y no el suyo propio, a éste debe confiársele el
imperio y estará en buenas manos”. Lao Tse. Tao Te King.
Pero
al igual que antaño, el temor que embarga a capitalistas y políticos de perder
lo obtenido, supera con creces al impulso innato de crecimiento personal, en
sus vertientes de búsqueda de la felicidad, enriquecimiento intelectual o valores
morales. El acaparamiento de dinero no sólo no les hace felices, sino que
impide la felicidad a quienes, obligados por el capital a funcionar con el
abstracto dinero, carecen del suficiente para vivir. El enriquecimiento
intelectual y moral se convierte en algo intangible y en absoluto práctico,
sobre todo cuando lleva a conclusiones filosóficas o éticas que se contraponen
al funcionamiento “real” de las leyes de oferta y demanda. Un adepto del
sistema podrá tener una formación académica suficiente, podrá ser un asiduo
lector de los autores clásicos, o un comentador de las obras de Aristóteles,
Lucrecio, Shakespeare o Cioran; pero los planteamientos morales que de ellas
pueda extraer no pasan de ser meras utopías, bellas en su contenido pero
absurdas cuando se desciende al mundo material de la compra y la venta, de los
dividendos y los sistemas de producción intensiva. Un alto ejecutivo puede ser
consciente del hambre en el tercer mundo, pero procurará que su empresa obtenga
el máximo beneficio con sus recientes negocios en Biafra, para eso le pagan y
él se debe a su proveedor de lujos.
Pero descendamos en el escalafón, el
sistema nos alcanza a todos. ¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a
abandonar empleos o actividades que se demuestren supeditadas a sistemas de
explotación de los más desfavorecidos? Podemos poner la excusa clásica de que,
por muy buenas ideas que tengamos, en nuestra sociedad no se puede prescindir
de determinadas formas de vida más o menos consumistas y, por tanto, abocadas a
la búsqueda de capital en la medida de nuestras necesidades; sin embargo,
cuanto más capital obtengamos, más necesidades descubriremos; es cierto que la
mayoría de dichas "necesidades" son creadas artificialmente, pero no
lo es menos que nosotros nos dejamos seducir por ellas. El capitalista busca
formas de valorizar sus producciones, y nosotros, fieles colaboradores del
sistema, accedemos gustosos a participar en el despilfarro no ya del dinero,
sino de la riqueza oculta tras la mercancía adquirida.
También se puede justificar esta
conducta aduciendo que uno sólo nada puede frente a tan ingente poder... ¡si
todos nos pusiéramos de acuerdo...!; sin embargo, el intento de acordar una
actitud anti-consumo, anti-lujo, anti-comodidad o, en definitiva, anti-sistema,
fracasará a los diez minutos de su comienzo. Muestren imágenes de la catástrofe
de Somalia, pongan ante nuestros ojos a los niños mutilados en el conflicto de
los Balcanes, dispersen sobre nuestras alfombras a los miles de cadáveres de la
guerra en Ruanda, Burundi y Zaire, y ciertamente nos arrancarán lágrimas, pero
las secaremos con nuestro pañuelo de seda, eliminaremos el olor a podredumbre
con perfumes exquisitos, sanaremos la revoltura de nuestro estómago con una
copa de brandy, y diremos: ¡no hay derecho a que esto ocurra!; pero al día
siguiente volveremos a producir capital para el sistema quien, no sólo
consiente, sino que incluso fomenta estos sucesos: la guerra aporta dinero en
armas, el hambre ocasiona dependencia absoluta de los hambrientos a las potencias
multinacionales, el paro supone mano de obra barata disponible en cualquier
momento, al tiempo que se manifiesta como un excelente freno para la política
salarial; lo demás poco importa. ¡Después de mí, el diluvio!
El hombre es un lobo para el hombre,
pero es aún más voraz con el planeta. Sé que es posible conmovernos con escenas
dramáticas ocurridas a otras personas, sobre todo a los niños, pero no es menos
trágica la cruel muerte a la que se somete a numerosos delfines, a los que
determinados pescadores seccionan la aleta caudal, obligándolos a morir
ahogados en una lenta agonía; o las llamadas “quemas controladas” dedicadas a
despoblar determinadas zonas boscosas, masacrando árboles, plantas diversas,
nidos de pájaros, madrigueras de animales con sus crías dentro, con el
lucrativo fin de sembrar un bancal de patatas. Nuestra mentalidad
antropocéntrica nos puede hacer apiadarnos, que no remediar, los males y
padecimientos de grupos o individuos humanos, pero en ningún caso somos
conscientes de nuestra hermandad con los "seres inferiores", tan
dependientes de nosotros como nosotros de ellos. Pero si nos resulta
económicamente rentable masacrar a nuestros semejantes, ¿qué respeto podemos
manifestar hacia las ballenas, los osos, los bosques, o una simple sardina? Si
explotamos descaradamente a los países del tercer mundo, ¿cómo no vamos a
explotar al terreno que pisamos o a los animales de los que disponemos en
nuestras granjas?.
Nos podemos emocionar con las
tragedias que nos ofrece la televisión, pero ¿se han dado cuenta del hilarismo
que produce, en la mayoría de la gente, la visión de una gallina decapitada
corriendo sin rumbo? De niño vi numerosas veces cómo los ratones atrapados en
el cepo eran arrojados a un cubo de agua para que murieran ahogados en lenta
agonía, como castigo por su intromisión. He visto a determinados cazadores
extender orgullosos, ante el felizmente expectante auditorio de los pueblos,
las pieles de los "salvajes" osos abatidos durante la jornada, entre
los que se encontraban hembras a las que sus desesperados cachorros siguieron
durante algunos kilómetros. También he visto a una osa, con una pierna mutilada
a causa de un cepo, criar felizmente a dos oseznos hasta que fue abatida de un
furtivo disparo. He visto a pescadores capturando tiburones vivos y, tras
arrancarles la aleta dorsal para destinarla al mercado japonés donde servirá
como delicia de los gourmets nipones y foráneos, devolverlos vivos al mar,
donde morirán de hambre al no poder dirigir su rumbo; he visto a estos mismos
pescadores rajar en canal a una hembra viva de tiburón para extraerle sus crías
y esparcirlas socarronamente sobre la cubierta. Pero ¿qué importa un tiburón,
un asesino de hombres? ¿qué importa un oso, esa asquerosa alimaña? ¿qué importa
una ballena que, a fin de cuentas, no es sino otro pescado más? ¿No es mejor
disfrutar de la sopa de aleta de tiburón, sin preocuparnos de su manufactura, o
retozar sobre nuestra flamante alfombra de piel de oso, o aprovechar la gran
cantidad de recursos que nos proporciona una ballena?
No, no son situaciones puntuales,
nuestra mentalidad ha sido preparada así desde que nacimos. Al nacer somos
moldeables mental y físicamente; se nos enseña que con el dinero podemos
conseguir cuanto queramos, se nos muestra cómo conseguir ese dinero, pisando a
quien haga falta; pero no se nos explica a quién beneficia finalmente dicho
dinero, o qué efectos produce ese dinero en el tercer mundo, o en la
Naturaleza; no se nos enseña a relacionarlo. Cuando de adultos comprendemos ese
funcionamiento, es demasiado tarde. Estamos tan introducidos en el sistema que
preferimos cerrar los ojos, hacer oídos sordos y preguntarnos cobardemente
"¿cómo puede haber tanta miseria, con la riqueza que tiene ese país?"
La misión de Lucifer no fue cerrarnos los ojos, eso lo hemos hecho nosotros.
¿Piensan que me he puesto
excesivamente transcendente?, ¿creen que la vida normal del humano medio es
mucho más trivial y anodina que cuanto he expuesto? Pues si quieren que
trivialize, trivializemos. Olvidémonos por un momento de Somalia y de los
delfines; fijémonos en una simple hamburguesa, clave de la cultura de la cocina
rápida. ¿Quién siente respeto por una simple hamburguesa?, ¿a alguien le
preocupa dejarla a medio comer o tirarla al suelo?; no pienso en este momento
en el hambre en el tercer mundo, sino en la simple y vulgar hamburguesa, y en
nuestra relación con ella; ya no representa el remedio a nuestra necesidad
nutricia, sino que alude al espíritu lúdico de la superabundancia; su carne
puede proceder de alguna res de la Pampa, pero ¿quién puede pensarlo si
nosotros sólo vemos una torta de algo que ni siquiera parece carne, a la que
empapamos en una salsa roja que pudiera tener cualquier sicalíptica
procedencia? Sin embargo, y en palabras de Alan Watts[9] “todo lo que una vez en el plato no
despierta amor es que tampoco ha sido amado ni en la granja ni en la cocina”,
frase que complementa Lin Yutang[10] cuando
dice que “si se mata un pollo y luego no
es debidamente cocinado, el pollo ha muerto en vano”. Se ha perdido -o nos
han hecho perder- la cultura de la cocina, el culto a nuestro sustento,
cambiado por el culto al dinero. ¡Qué más da que cosa comemos o cómo y en qué
circunstancia lo comemos!, lo importante es conseguir el dinero para comer,
para vestir, para gastar... Y junto a la cultura de la cocina se han perdido
todas y cada una de las pequeñas culturas domésticas y sociales, además de la
mayoría de las intelectuales, que nos proporcionaban una vida más integra, sana
y feliz.
¿Cáncer o Vida?
La vida trivial y anodina del humano
medio no excusa nuestra conducta, sino que se manifiesta como su justa
prolongación; no somos comparsas del sistema, sino sus creadores, porque en el
fondo ¿no nos consideramos, acaso, los reyes de la creación y podemos disponer
de ella a nuestro antojo? Desde el más trivial hasta el más asombroso de
nuestros actos, desde que empezamos con nuestros inocentes juegos de niños
hasta que alcanzamos las adultas ocupaciones de guerra y destrucción, todo
cuanto hacemos sólo tiene un fundamento: yo y para mí. El cáncer actúa igual.
La analogía del cáncer con la
humanidad se ha convertido en un tópico, pero sus estructuras son tan
asombrosamente similares que no puedo prescindir de exponerlas: Al principio de
la enfermedad, la célula cancerosa, que antes trabajaba para el buen
funcionamiento del organismo y, por tanto, para el beneficio común, cambia de
opinión y se traza sus propios objetivos; prescinde de los intereses del
organismo y sólo ve un único interés: su propio desarrollo a costa de los
tejidos celulares más cercanos, y a él dedicará su vida. Esto supone un
retroceso en la evolución desde el estado de ser pluricelular hacia el de
célula individual. Su multiplicación se torna caótica, se extiende tan
rápidamente como puede, y atraviesa los límites de su órgano anfitrión para
multiplicarse más allá de él (proceso de infiltración). Lanza puestos avanzados
(metástasis); cada vez con mayor rapidez se extiende a más y más tejidos,
alimentándose del organismo que le da su espacio vital. En ocasiones, su
crecimiento es tan rápido que los vasos sanguíneos no pueden abastecer al
tumor, por lo que dará otro salto atrás en la evolución, pasando de la
oxigenación al estado más antiguo de fermentación; la respiración es una
función compartida con la comunidad, mientras que la fermentación la pueden
realizar las células cancerosas por sí mismas. Al final, el organismo que le ha
servido de suelo nutricio, sucumbe ante la implacable proliferación del cáncer,
lo que se constituye en el propio final de la enfermedad. El cáncer muere como
consecuencia de su propia voracidad.
De este modo, y parafraseando a Lao
Tse, “no se puede mantener ningún extremo
durante mucho tiempo. A cualquier apogeo le sucede necesariamente su
decadencia. Así ocurre con el hombre”. Es, nuevamente, la ley del péndulo.
En nuestro caso, el apogeo es manifiesto, y la decadencia puede presentarse de
dos formas, de nosotros depende: o realizamos un cambio formidable en nuestra
concepción del mundo, y retornamos desde el estado canceroso hacia la sinergía
total en el organismo Gaia, como único modo de subsistencia tanto para Gaia
como para nosotros, o proseguimos con nuestro proceso de metástasis cancerosa,
invadiendo y devorando cada vez más órganos, o ecosistemas, de nuestro planeta anfitrión,
hasta que los limitados recursos de que disponemos se agoten, los mares
aparezcan pútridos, y la atmósfera esté llena de gases de fermentación
cancerosa; entonces Gaia y nosotros moriremos.
Es cierto que esta evolución de la
conciencia, supone ahora mismo una utopía. Un cambio generalizado en el modo de
pensar no será efectivo hasta que toda la humanidad lo haya realizado; en caso
contrario, se corre el riesgo de dejar a algún individuo atrasado en el antiguo
sistema, alguien capaz de especular con la tierra o con la vida, alguien capaz
de robar o matar; ¿cómo no vamos a tener miedo de una persona así? ¿no nos
veríamos abocados a retornar a los antiguos medios de protección? Si subsiste
un asesino, necesitaríamos una pistola para defendernos; si permanece un
ladrón, deberíamos preparar jueces y cárceles para mantenerlo alejado de
nuestro bienestar; y así, en fin, comenzaría de nuevo el ciclo del sistema. Por
eso dicen los socio-economistas que cualquier mejora del sistema debe proceder
de sí mismo. Si les hacemos caso, estamos atrapados.
¿No es preferible luchar por la
utopía? Será una frase de cajón, pero cualquier utopía lo es hasta que deja de
serlo y se convierte en realidad; esa es nuestra tarea, lo que a ciencia cierta
sabemos es que, contradiciendo a los socio-economistas, si partimos desde el
sistema establecido nada podremos cambiar. Así lo comprobó Wilhem Reich tras su
larga experiencia en la política y la sociedad:
“Muchas
veces sentí la tentación de organizar nuestro conocimiento como los partidos
políticos organizan sus disparates. Cierto pensamiento, o mejor, cierto
sentimiento, me impidió siempre hacerlo. El sentimiento era que el primer paso
hacia una organización, como la de los partidos, del conocimiento, la verdad,
la decencia y la rectitud auténticos mataría inmediatamente el conocimiento, la
verdad, la decencia y la rectitud. Esto es así porque estas actividades de la
materia viviente no están para ser organizadas; están vivas, y la vida que es
productiva y se expande, y actúa y se mueve y comete errores y los corrige y
así sucesivamente, no puede ser organizada. Puedes organizar bandas, ladrones,
explotadores, un ferrocarril, una industria de guerra, pero no puedes organizar
la vida”[11].
No pretendo imponer una opinión
personal, tan solo aportar un criterio distinto de actuación. Soy consciente de
que este criterio está absolutamente enfrentado con el actual sistema y, por lo
tanto, con la opinión generalizada de la sociedad; pero reconozcamos, junto con
Sebastián Chamfort, que "hace siglos
que la opinión pública es la peor de todas las opiniones". Si queremos
evitar la hecatombe, debemos ser conscientes de nuestro estado bipolar como
individuos diferenciados, y no utilizables en contra de nosotros mismos, y de
nuestra dependencia existencial de Gaia. La opinión pública debe cambiar; ¡no
tengamos miedo de ir en su contra!
“Lo que
yo enseño es fácil de comprender y de practicar y, sin embargo, el mundo no
quiere ni comprenderlo ni practicarlo”. Lao Tse, Tao Te King.
Debe ser la primera vez que leo un texto que tenga que ver con economía. Desde la época del secundario quizás.
ResponderEliminarLo leí con mucho interés. Uno como trabajador que cumple con sus horas y recibe una paga tiene una opinión. Leí este pequeño párrafo y tristemente tengo que estar de acuerdo. "puesto que el trabajador no pasa de ser simple mercancía humana aprovechable en función de la plusvalía que pueda generar; nuevamente encontramos que la motivación social por los intereses humanistas no existen en la concepción capitalista de las relaciones interpersonales o empresa-entorno.". Somo menos que un numero para las grandes empresas que manejan el mundo.
Tenés razón cuando decís que estamos acostumbrados a explotar al resto, entre nosotros y que si ni siquiera mostramos un mínimo respeto a nuestro pares, que se puede esperar de nosotros hacia el resto de las especies con las que compartimos el planeta.
Gracias por pasar por mí blog y tomarte el trabajo de leer algunas de mis entradas. Voy a estar atento a tu trabajo. Mucha suerte con el blog. Abz!
Gracias por tu comentario, Fernando. Efectivamente, somos números. En el mundo del capital no existe ni el altruismo, ni la empatía, ni la solidaridad, tan sólo la plusvalía. El capital necesita fagocitar todo a su alrededor para justificarse, pervivir y prevalecer sobre todo lo demás, aunque esto suponga la extinción de los recursos humanos y naturales. Los recursos humanos son reemplazables mediante el crecimiento demográfico, pero los recursos naturales no son reemplazables. Se agotan, y cuando estén agotados, ni mano de obra, ni capital, podrán sobrevivir. Vivimos en un mundo finito y su límite se va acercando. Es imprescindible cambiar de sistema.
Eliminar