domingo, 29 de diciembre de 2019

ECONOMÍA, LAO TSE Y ECOLOGÍA


La riqueza de las naciones.

    La economía, tratada como ciencia de estudio sistemático, es de origen relativamente reciente. Convencionalmente se admite como fecha de nacimiento de esta nueva disciplina, la publicación en 1776 de la obra de Adam Smith[1] “Indagación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”. Sin embargo, en la búsqueda de precedentes a este estudio, podemos remontarnos hasta Platón, encontrando vestigios asimismo en Roma y la Edad Media; incluso Santo Tomás dedicó algunos textos a precisar los términos de “justo precio” y “usura”.
   La obra de Adam Smith fue clave para ordenar el sistema económico, sumamente alterado tras el descubrimiento de América y la afluencia de metales preciosos que desde allí llegaron a Europa. La teoría mercantilista de Smith tendía a favorecer la entrada de dichos metales, a los que consideraba como la auténtica riqueza de un país; dicho planteamiento tuvo su contrapartida en la escuela fisiocrática, cuyo máximo exponente fue el francés Quesnay, quien daba absoluta preferencia a la tierra, además de afirmar que la economía estaba regida por leyes naturales; desgraciadamente para Quesnay y su escuela, otras afirmaciones que propugnaban, como el derecho natural inalienable a la propiedad privada, o la división de la sociedad en clases agraria, productiva y estéril, les abocaron hacia el mercantilismo que de estos últimos supuestos se desprendía.

          En cualquier caso, tanto a Smith como a Quesnay, se les considera fundadores de lo que a partir de entonces se denominó “Economía Política” o “Economía Social”. Dicho concepto se define, en palabras de  Oskar Lange[2] como “la ciencia de las leyes sociales que rigen la producción y la distribución de los medios materiales que sirven para satisfacer las necesidades humanas”; definición que, como casi todas, resulta incompleta, errónea o falseada, salvo que substituyamos las palabras “necesidades humanas” por “necesidades capitalistas o del sistema”, pues ya desde su origen, las obras de los economistas clásicos apuntan inexorablemente en dicho sentido. Por ejemplo en la justificación que Adam Smith[3] hace sobre la división del trabajo dice:


            En primer lugar, el progreso en la destreza del obrero incrementa la cantidad de trabajo que puede efectuar, y la división del trabajo al reducir la tarea del hombre a una operación sencilla, y hacer de ésta la única ocupación de su vida, aumenta considerablemente la pericia del operario (...).
     En segundo lugar, la ventaja obtenida al ahorrar el tiempo que por lo regular se pierde, al pasar de una clase de operación a otra, es mucho mayor de la que a primera vista pudiera imaginarse. Es imposible pasar con mucha rapidez de una labor a otra, cuando la segunda se hace en un sitio distinto y con instrumentos completamente diferentes (...).
       En tercer lugar, y por último, todos comprenderán cuanto se facilita y se abrevia el trabajo si se emplea maquinaria apropiada. Sobran los ejemplos, y así nos limitaremos a decir que la invención de las máquinas que facilitan y abrevian la tarea parece tener su origen en la propia división del trabajo. El hombre adquiere una mayor aptitud para descubrir los métodos más idóneos y expeditos, a fin de alcanzar un propósito cuando tiene puesta toda su atención en un objeto, que no cuando se distrae en una gran variedad de cosas”.

        Evidentemente, las necesidades humanas que Smith considera en este texto, no entroncan en ningún momento con el intelecto y el espíritu; la única necesidad que en su sistema se satisface es el realizar un trabajo alienante en una cadena de producción para poder comer; si el obrero tiene que dedicar su vida a apretar un mismo tornillo durante diez horas diarias, debe estar contento por la rentabilidad de su trabajo, y si la creciente mecanización de los medios de producción le abocan al paro forzoso, debe comprender que también esto es lo más rentable para su empresa.
      Otros autores de la época, entre los que destaca D. Ricardo, establecen como ley natural la estabilidad del salario obrero en el nivel mínimo de subsistencia, considerando que los salarios nominales podrán subir de acuerdo con la inflación, pero en ningún caso la capacidad real de compra, mostrando incluso una tendencia al descenso “puesto que el numero de obreros aumenta más rápidamente que la demanda” .
         Con estos datos, y otros que veremos posteriormente, la anterior definición de economía demuestra su falsedad o parcialidad, por lo que podemos adoptar como más exacta esta segunda concepción del término expuesta por L. Robbins[4]: “La economía es una ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos”; completada por el siguiente párrafo de M.D. Intriligator[5]: “El problema básico de la ciencia económica, el economizar, lo constituye la distribución de recursos escasos entre objetivos que compiten entre sí... El problema de economizar puede considerarse como la aplicación a la ciencia económica del problema matemático de la optimización, que se define como la elección de valores de ciertas variables de tal modo que maximicen una función sujeta a restricciones”.
        Esta definición implica el reconocimiento de que los recursos, las materias primas de origen natural, son finitos y escasos, por lo que establece el desarrollo económico en términos de una contradicción (una de las muchas que se plantean en el sistema capitalista) entre los fines ilimitados perseguidos o por surgir, y la realidad disponible, primando la expoliación de los recursos adaptables a una necesidad concreta hasta la extinción de dicha necesidad (caso hipotético) o el agotamiento de la materia prima necesaria para satisfacerla (suceso habitual), en cuyo caso, se elegirán nuevas variables a fin de eliminar restricciones para maximizar una función o necesidad concreta.
         En cualquier caso, el régimen de producción capitalista se dedica principalmente a la producción de valor per se, más que a la producción de valores de uso, en realidad se convierte en un proceso de producción de capital y de plusvalía, considerando que la plusvalía es la diferencia entre el valor creado por el trabajador y el valor que le ha costado al capitalista. Este capital y esta plusvalía tienen su expresión en el valor denominado dinero que, como abstracción, podemos definir en base a estas tres características:

   1º) El dinero tomado como medida de valores, aparece con un valor dado que se compara con los demás, resultando que los valores reales de las mercancías pasan a ser valores relativos, expresados en la cantidad de la nueva mercancía en que se convierte el dinero (antiguamente representada por el oro).

     2º) El valor con el que entra el dinero no tiene que ser forzosamente igual al valor de cambio expuesto en la primera función; para agilizar la circulación, se substituye la mercancía por un dinero-signo, o moneda, que represente su valor, pero el valor del dinero-signo es meramente nominal, dependiendo de la confianza que se deposite en la solvencia de dicho signo, es decir, suponiendo que detrás de él se encuentre respaldándole efectivamente el valor determinado (Este es el factor que determina las crisis monetarias, comerciales y de intercambio).

       3º) El dinero, considerado como mercancía, es susceptible de atesoramiento, con un valor de cambio exclusivo, y sirviendo de control, en cierta medida, a la circulación.

          De estas tres cualidades, se deduce que el valor abstracto que constituye el dinero supera, de forma aberrante, el concepto de riqueza real que, inevitablemente, siempre han tenido las diversas mercancías; pero el sistema capitalista hace primar la producción de capital y dinero, y su acumulación, a fin de generar una rueda de inversión de capitales y producción de plusvalía abstracta, en detrimento de las auténticas necesidades de la sociedad. Lo que necesitamos ya no es comida o vestido, sino mercancía dinero con la que valorizar la comida o el vestido que por sí mismos han perdido su valor. La ausencia de esta valorización supone no ya un problema de realización del valor de consumo producido (mercancía), sino que abarca al propio sistema de producción, lo que implica que la falta de rentabilidad se manifiesta a través de los fenómenos de sobreproducción o de subconsumo, esto es mercancías sin vender y, aunque la tasa de plusvalía pueda ascender con la creciente composición orgánica del capital, adolece de unos límites naturales marcados por diversos factores, como la jornada laboral, el precio de la fuerza de trabajo, la lucha sindical etc., por lo que la crisis capitalista se manifiesta en realidad como crisis de sobreacumulación de mercancía no valorizada, esto es, no relacionada con la mercancía dinero-signo.
       Por este motivo, el capital siempre ha de estar en movimiento, valorizándose mediante la generación de plusvalía, no hacerlo significa perder dinero, y el sistema capitalista no puede dejar de ser fiel a sí mismo. Un empresario nunca se dará por satisfecho con el capital acumulado, y siempre intentará valorizar dicho capital para generar una mayor tasa de plusvalía. Nuevamente, la clara exposición filosófica con que Lao Tse encaró, hace más de dos mil años, problemas que consideramos actuales, hace conveniente exponer su concepto sobre la acaparación:

     “Ceder a la codicia, es el peor de los crímenes. No saber limitarse, es la peor de las cosas nefastas. La peor de las faltas, es querer siempre adquirir aún más. Los que saben decir "ya es bastante", están siempre contentos”. Lao Tse, Tao Te King.

        Según la Ley de intercambio de equivalentes, el capital inicial es el capital constante (c) más el variable (v), y el valor total de la producción (V) es el inicial más la plusvalía (pl.).
                                                                  V = c+v+pl

           El descenso relativo del capital variable nos lleva a la Ley de sobrepoblación relativa, ya expuesta por Karl Marx[6], y confirmada por la posterior experiencia dentro del sistema capitalista, en los siguientes términos:

         “Este descenso relativo del capital variable, descenso acelerado con el incremento del capital total y que avanza con mayor rapidez que éste, se revela, de otra parte, invirtiéndose los términos como un crecimiento absoluto constante de la población obrera, más rápido que el del capital variable o el de los medios de ocupación que éste suministra. Pero este crecimiento no es constante, sino relativo: la acumulación capitalista, produce constantemente, en proporción a su intensidad y a su extensión, una población obrera excesiva para las necesidades medias de explotación del capital, la población obrera produce también, en proporciones cada vez menores, los medios para su propio exceso relativo. Es ésta una ley peculiar del régimen de producción capitalista... Esta superpoblación se convierte, a su vez, en palanca de acumulación de capital. Más aún, en una de las condiciones de vida del régimen capitalista de producción. Constituye un ejército industrial de reserva, un contingente disponible (...) (que) brinda (al capital) el material humano, dispuesto siempre para ser explotado a medida que lo reclamen sus necesidades variables de explotación e independientemente, además, de los límites que puede oponer el aumento real de la población”.

            El cumplimiento inexorable de esta ley se convierte en una justificación económica del fenómeno del paro, puesto que el trabajador no pasa de ser simple mercancía humana aprovechable en función de la plusvalía que pueda generar; nuevamente encontramos que la motivación social por los intereses humanistas no existen en la concepción capitalista de las relaciones interpersonales o empresa-entorno.

        La imposición del sistema capitalista conlleva una serie de efectos y fases, perfectamente estudiados y establecidos, que se suceden como sigue:

1.- Efectos del modo de producción capitalista:
     A) Desarrollo cíclico; la acumulación de capital se ve condicionada por una serie de presiones, contradictorias entre sí, que la obligan a pasar por distintos estadios de una forma cíclica: auge, crisis, depresión, recuperación, auge, etc.

     B) Concentración y centralización de capital; los períodos de crisis, expuestos en el desarrollo cíclico, dan lugar a la marginación y desaparición de numerosas empresas, subsistiendo únicamente aquellas que realizaron mejoras e innovaciones, reduciendo considerablemente el tiempo de trabajo individual, implantando un nuevo registro del tiempo de trabajo socialmente necesario muy inferior al marcado por las empresas obsoletas, y fijando la media de productividad. Con estos datos, la crisis se convierte en el mecanismo de reorganización técnica del capital; se concentran más capitales para hacerse con más fuente de valorización y más ganancias, de forma que cada vez menor número de personas acaparan más capital, favoreciendo la aparición de monopolios.

     C) El imperialismo; Si algún adjetivo se adapta como ningún otro al capitalismo es su esencia imperialista. El desarrollo autocentrado y la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, motivan a la ampliación de la acumulación más allá del anterior mercado interno, ayudado por la hegemonía del capital financiero surgido del proceso de concentración y centralización, de modo que la posición de las estructuras capitalistas necesita extenderse sobre otras estructuras de forma desigual, anulándolas o supeditándolas a la acumulación de capital.

2.- La periodización estructural del modo de producción capitalista:

           A) Fase concurrencial; caracterizada por la libre circulación de capitales y un estatuto homogéneo para los integrantes de la clase capitalista; se produce el salto de la manufactura al maquinismo y prima la producción de mercancías.

          B) Fase monopolista; a partir del proceso de concentración y centralización se crean monopolios. El capital financiero se constituye en la fracción hegemónica de la clase capitalista.

          C) Fase de acumulación a escala mundial; se forma un capital internacional, materializado en la empresa multinacional, se produce un reparto desigual de la fuerza salarial en cada país; comienza la revolución tecnológica en las comunicaciones, sistemas informáticos, transporte y sistemas productivos.

Los nuevos imperios coloniales.

   Estos procesos ineludibles de la estructura capitalista conllevan una inevitable injerencia en los regímenes políticos, tanto del propio país de origen, como de los países explotados comercialmente, obligando a los primeros a favorecer el desarrollo económico de sus empresas multinacionales, y sometiendo a los segundos a un estado de dependencia mayor que en la anterior época del colonialismo.
    Un país colonizado a la antigua usanza, dependía política y militarmente del estado colonizador, pero su estructura económica se obviaba en aras de una explotación descarada y directa, que no generaba ningún tipo de dependencia, sino todo lo contrario, la necesidad de abolir tal estado de explotación; en pocas palabras, el colonialismo creaba en el país colonizado su afán de liberación e independencia; sin embargo, la dependencia comercial se basa, según Dos Santos[7] en “una situación en la cual cierto grupo de países tienen una economía condicionada por el desarrollo y expansión de otra economía a la cual la propia está sometida. La relación de interdependencia entre dos o más economías, y entre éstas y el comercio mundial, asume la forma de dependencia cuando algunos países (los dominantes) pueden expandirse y autoimpulsarse, en tanto que otros países (los dependientes) sólo lo pueden hacer como reflejo de esa expansión, que puede actuar positiva y/o negativamente sobre su desarrollo inmediato. De cualquier forma, la situación de dependencia conduce a una situación global de los países dependientes que los sitúa en retraso y bajo la explotación de los países dominantes”.
       Esta dependencia obliga a los países dependientes a vender la mayoría de sus productos en los países dominantes, problema que se acrecienta con la instauración de monopolios multinacionales asentados en dichos países subordinados, explotando directamente los recursos para producir tales mercancías, de forma que los países sojuzgados ni siquiera disponen de autonomía para la producción de sus propios recursos. Si a esto sumamos la dependencia financiera del capital extranjero, no puede resultar extraño que los países dominados tengan que transigir en concesiones bilaterales extraordinariamente benignas para los países dominantes y sus multinacionales.
      Así pues, el imperialismo contemporáneo se fundamenta en el intercambio desigual, esto es, comprar barato y vender caro. Los países imperialistas pueden obligar a los dependientes a vender a precios bajos, mediante la aplicación de políticas comerciales discriminatorias; imponiendo tarifas y trabas a sus exportaciones, se les obliga a expandir estas exportaciones a precios bajos, lo cual, unido a sus escasas fuerzas productivas, les coloca en una posición de dependencia respecto a las maquinarias, insumos de producción y tecnología que reciben de los países imperialistas. El excedente generado en estos procesos es absorbido por los países dominantes, impidiendo así el desarrollo de las fuerzas productivas en los dominados, perpetuando la relación de dependencia.
      El sistema capitalista establece, pues, una demarcación de analogía geográfica entre los “países del Centro del Sistema”, donde la estructura capitalista está altamente institucionalizada, estando constituida, en su mayoría, por los países dominantes; y “países de la Periferia”, de reciente acceso a los fundamentos del sistema capitalista, en su mayoría dependientes económicamente de los anteriores, y antiguamente subyugados por los imperios coloniales.

Los poderes supranacionales y el ultraimperialismo.

   En Julio de 1944, durante la conferencia de Bretton Woods, se creó el Fondo Monetario Internacional (FMI), como base para estabilizar el “sistema monetario internacional”, estableciendo un estricto control de los tipos de cambio, con la intención de garantizar un crecimiento suficiente de la liquidez internacional, para impulsar el proceso de acumulación y recuperación, y construir un poder supranacional que garantizase dicho orden. En realidad, la composición orgánica y la financiación del FMI lo convirtieron en un organismo de fortalecimiento de la hegemonía de los EE.UU. y su moneda, que venía a convertirse en la moneda-signo oficial, sobre las otras naciones, convirtiéndose en el marco legal de la exportación de capitales norteamericanos. La creciente competencia de Europa occidental y de Japón obligó a un cambio en el funcionamiento del FMI, y pasó a convertirse en el garante de las inversiones del “Centro del Sistema” en la “Periferia”, imponiendo severas condiciones a estos países para acceder a su financiación, y abriendo el camino para la inversión privada.
           Al mismo tiempo que el FMI, se creó el Banco Mundial, asimismo bajo la hegemonía de EE.UU., respondiendo de nuevo a los intereses del Centro de cara a la financiación de proyectos en los países de la Periferia. También, durante los años de recesión, el Banco Mundial pretende hacer más rentables sus inversiones a costa de los países subdesarrollados.
           Pero el poder comercial del capitalismo sobrepasa a las organizaciones de carácter oficial. tanto de países concretos, como de organizaciones supranacionales, siendo capaz de crear macro-entidades de carácter privado con un poder económico incalculable y una descarada y sumamente poderosa influencia política; así por ejemplo, la Comisión Trilateral fue creada en 1973 por iniciativa de D. Rockefeller, entonces presidente del Chase Manhattan Bank, y surgió como necesidad de entendimiento entre los tres ejes del Centro: Norteamérica, Europa Occidental y Japón; se les puede considerar herederos ideológicos del Consejo de Relaciones Exteriores estadounidense y del Grupo de Bildelberg. Su primer impacto importante en los medios públicos surgió a partir de la elección como Presidente del los EE.UU. de J. Carter, puesto que una veintena de los miembros de su equipo pertenecían a la Comisión Trilateral (él mismo, el Vicepresidente W. Mondale, el Secretario de Estado C. Vance, el Secretario de Defensa Harold Brown, el Secretario del Tesoro y el embajador ante las Naciones Unidas, entre otros), y muy especialmente Z. Brzezinski (Consejero para los asuntos de Seguridad Nacional y posterior presidente de Checoslovaquia), que fue director de la Trilateral hasta 1976. Económicamente propugna la posibilidad del “ultraimperialismo” (desaparición del concepto de "nación" substituido por una macroorganización de carácter económico-empresarial), si bien, teñido de supraimperialismo norteamericano. Aparte del impresionante poder económico de la Comisión Trilateral, otro aspecto sumamente significativo radica en su proyecto político y estructural global a diversos niveles: ideológico: liberalismo capitalista internacional, antisocialismo radical, ocaso de las ideologías y negociación de la lucha de clases, etc.; militar: antagonismo con los países socialistas; y político: democracia restringida, cosificación de la actividad política separándola totalmente de la participación directa, etc. Como muestra de estos planteamientos, un informe confidencial destinado a los altos miembros de la Trilateral, filtrado durante la campaña de J. Carter, que lleva por título “La crisis de la democracia”, dice cosas como las que siguen:


  “En el curso de los últimos años, en el funcionamiento de la democracia parece haber un hundimiento de los medios clásicos de control social, una deslegitimación de la autoridad política y una sobrecarga de exigencias a los gobiernos.
   El funcionamiento del sistema democrático requiere habitualmente de una cierta apatía por parte de los individuos y grupos no participantes. Antes, cada sociedad democrática tenía una población marginal, más o menos importante numéricamente, que no participaba activamente en la vida política. Esta marginación es, en sí misma, antidemocrática, pero fue uno de los factores que permitieron al sistema funcionar normalmente.
          Un desafío importante ha sido lanzado por ciertos intelectuales y por grupos próximos a ellos, que afirman su disgusto por la corrupción, el materialismo y la ineficacia del sistema, al mismo tiempo que ponen de manifiesto la subordinación de los sistemas democráticos al capitalismo monopolístico.
      De igual modo que existen unos límites potencialmente deseables de crecimiento económico, también hay unos límites deseables de extensión democrática. Y una extensión indefinida de la democracia no es deseable. Los contestatarios que manifiestan su desagrado ante la corrupción, el materialismo y la sumisión de los gobiernos democráticos al capitalismo monopolístico constituyen un peligro al menos tan serio hoy como los partidos comunistas en el pasado. Se hace preciso reservar al gobierno el derecho y la posibilidad de retener toda información en su fuente”[8].

¡Después de mí, el diluvio!

       La supeditación del estado al capital y a sus intereses no está tan solo demostrada, sino que podemos afirmar que los diferentes gobiernos son, en realidad, brazos definidos del imperialismo económico, puestos para legitimar su ambición sin límite; el estado no obedece mansamente al capital, sino que lo representa directamente; y en este sentido da igual el signo político que gobierne, su fundamento es la tan oída frase del “crecimiento económico”, expuesto de forma que nos sintamos identificados con la causa de su consecución, aunque la experiencia nos haya demostrado sobradamente que dicho crecimiento económico, incluso en tiempos de recesión, siempre beneficia a los mismos; los tentáculos del capital se extienden incluso en el menor resquicio donde huela a dinero, dispuestos a satisfacer la inviolable ley de la acumulación.
       Es la propia ideología del sistema la que impulsa tanto al capitalista, como al político supeditado, a justificarse mutuamente en sus respectivos estamentos; el político se debe al capitalista, y teme perder su favor, por lo que siempre buscará las acciones oportunas para perpetuar esta interdependencia y no ser substituido por otro competidor; su error lo paga con la destitución mediante cualquiera de los métodos “democráticamente” disponibles, mientras que una sumisión manifiesta le reintegrará, a su debido tiempo, en el poder. El capitalista posee realmente el poder, y utilizará cualquier medio de presión, político, económico o social, para mantenerse en su estatus. El círculo se cierra. De nuevo la asombrosa capacidad de Lao Tse, para exponer como actuales pretéritas situaciones de su tiempo, se ocupa de explicarnos esta conducta:

      “El favor que puede ser perdido es una fuente de inquietudes. La grandeza que puede ser arruinada, es una fuente de molestias.
       ¿Qué significan estas dos sentencias?
       La primera significa que tanto el cuidado por conservar el favor como el temor a perderlo, llenan la mente de inquietudes.
    La segunda advierte que la ruina proviene, corrientemente, de la excesiva preocupación por el engrandecimiento personal. Quien no tiene ambiciones personales no tiene que temer ninguna ruina.
      Aquél que únicamente se preocupa de la grandeza del imperio y no la suya, aquél que sólo desea el bien del imperio y no el suyo propio, a éste debe confiársele el imperio y estará en buenas manos”. Lao Tse. Tao Te King.

      Pero al igual que antaño, el temor que embarga a capitalistas y políticos de perder lo obtenido, supera con creces al impulso innato de crecimiento personal, en sus vertientes de búsqueda de la felicidad, enriquecimiento intelectual o valores morales. El acaparamiento de dinero no sólo no les hace felices, sino que impide la felicidad a quienes, obligados por el capital a funcionar con el abstracto dinero, carecen del suficiente para vivir. El enriquecimiento intelectual y moral se convierte en algo intangible y en absoluto práctico, sobre todo cuando lleva a conclusiones filosóficas o éticas que se contraponen al funcionamiento “real” de las leyes de oferta y demanda. Un adepto del sistema podrá tener una formación académica suficiente, podrá ser un asiduo lector de los autores clásicos, o un comentador de las obras de Aristóteles, Lucrecio, Shakespeare o Cioran; pero los planteamientos morales que de ellas pueda extraer no pasan de ser meras utopías, bellas en su contenido pero absurdas cuando se desciende al mundo material de la compra y la venta, de los dividendos y los sistemas de producción intensiva. Un alto ejecutivo puede ser consciente del hambre en el tercer mundo, pero procurará que su empresa obtenga el máximo beneficio con sus recientes negocios en Biafra, para eso le pagan y él se debe a su proveedor de lujos.
         Pero descendamos en el escalafón, el sistema nos alcanza a todos. ¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a abandonar empleos o actividades que se demuestren supeditadas a sistemas de explotación de los más desfavorecidos? Podemos poner la excusa clásica de que, por muy buenas ideas que tengamos, en nuestra sociedad no se puede prescindir de determinadas formas de vida más o menos consumistas y, por tanto, abocadas a la búsqueda de capital en la medida de nuestras necesidades; sin embargo, cuanto más capital obtengamos, más necesidades descubriremos; es cierto que la mayoría de dichas "necesidades" son creadas artificialmente, pero no lo es menos que nosotros nos dejamos seducir por ellas. El capitalista busca formas de valorizar sus producciones, y nosotros, fieles colaboradores del sistema, accedemos gustosos a participar en el despilfarro no ya del dinero, sino de la riqueza oculta tras la mercancía adquirida.
     También se puede justificar esta conducta aduciendo que uno sólo nada puede frente a tan ingente poder... ¡si todos nos pusiéramos de acuerdo...!; sin embargo, el intento de acordar una actitud anti-consumo, anti-lujo, anti-comodidad o, en definitiva, anti-sistema, fracasará a los diez minutos de su comienzo. Muestren imágenes de la catástrofe de Somalia, pongan ante nuestros ojos a los niños mutilados en el conflicto de los Balcanes, dispersen sobre nuestras alfombras a los miles de cadáveres de la guerra en Ruanda, Burundi y Zaire, y ciertamente nos arrancarán lágrimas, pero las secaremos con nuestro pañuelo de seda, eliminaremos el olor a podredumbre con perfumes exquisitos, sanaremos la revoltura de nuestro estómago con una copa de brandy, y diremos: ¡no hay derecho a que esto ocurra!; pero al día siguiente volveremos a producir capital para el sistema quien, no sólo consiente, sino que incluso fomenta estos sucesos: la guerra aporta dinero en armas, el hambre ocasiona dependencia absoluta de los hambrientos a las potencias multinacionales, el paro supone mano de obra barata disponible en cualquier momento, al tiempo que se manifiesta como un excelente freno para la política salarial; lo demás poco importa. ¡Después de mí, el diluvio!
     El hombre es un lobo para el hombre, pero es aún más voraz con el planeta. Sé que es posible conmovernos con escenas dramáticas ocurridas a otras personas, sobre todo a los niños, pero no es menos trágica la cruel muerte a la que se somete a numerosos delfines, a los que determinados pescadores seccionan la aleta caudal, obligándolos a morir ahogados en una lenta agonía; o las llamadas “quemas controladas” dedicadas a despoblar determinadas zonas boscosas, masacrando árboles, plantas diversas, nidos de pájaros, madrigueras de animales con sus crías dentro, con el lucrativo fin de sembrar un bancal de patatas. Nuestra mentalidad antropocéntrica nos puede hacer apiadarnos, que no remediar, los males y padecimientos de grupos o individuos humanos, pero en ningún caso somos conscientes de nuestra hermandad con los "seres inferiores", tan dependientes de nosotros como nosotros de ellos. Pero si nos resulta económicamente rentable masacrar a nuestros semejantes, ¿qué respeto podemos manifestar hacia las ballenas, los osos, los bosques, o una simple sardina? Si explotamos descaradamente a los países del tercer mundo, ¿cómo no vamos a explotar al terreno que pisamos o a los animales de los que disponemos en nuestras granjas?.
        Nos podemos emocionar con las tragedias que nos ofrece la televisión, pero ¿se han dado cuenta del hilarismo que produce, en la mayoría de la gente, la visión de una gallina decapitada corriendo sin rumbo? De niño vi numerosas veces cómo los ratones atrapados en el cepo eran arrojados a un cubo de agua para que murieran ahogados en lenta agonía, como castigo por su intromisión. He visto a determinados cazadores extender orgullosos, ante el felizmente expectante auditorio de los pueblos, las pieles de los "salvajes" osos abatidos durante la jornada, entre los que se encontraban hembras a las que sus desesperados cachorros siguieron durante algunos kilómetros. También he visto a una osa, con una pierna mutilada a causa de un cepo, criar felizmente a dos oseznos hasta que fue abatida de un furtivo disparo. He visto a pescadores capturando tiburones vivos y, tras arrancarles la aleta dorsal para destinarla al mercado japonés donde servirá como delicia de los gourmets nipones y foráneos, devolverlos vivos al mar, donde morirán de hambre al no poder dirigir su rumbo; he visto a estos mismos pescadores rajar en canal a una hembra viva de tiburón para extraerle sus crías y esparcirlas socarronamente sobre la cubierta. Pero ¿qué importa un tiburón, un asesino de hombres? ¿qué importa un oso, esa asquerosa alimaña? ¿qué importa una ballena que, a fin de cuentas, no es sino otro pescado más? ¿No es mejor disfrutar de la sopa de aleta de tiburón, sin preocuparnos de su manufactura, o retozar sobre nuestra flamante alfombra de piel de oso, o aprovechar la gran cantidad de recursos que nos proporciona una ballena?

   No, no son situaciones puntuales, nuestra mentalidad ha sido preparada así desde que nacimos. Al nacer somos moldeables mental y físicamente; se nos enseña que con el dinero podemos conseguir cuanto queramos, se nos muestra cómo conseguir ese dinero, pisando a quien haga falta; pero no se nos explica a quién beneficia finalmente dicho dinero, o qué efectos produce ese dinero en el tercer mundo, o en la Naturaleza; no se nos enseña a relacionarlo. Cuando de adultos comprendemos ese funcionamiento, es demasiado tarde. Estamos tan introducidos en el sistema que preferimos cerrar los ojos, hacer oídos sordos y preguntarnos cobardemente "¿cómo puede haber tanta miseria, con la riqueza que tiene ese país?" La misión de Lucifer no fue cerrarnos los ojos, eso lo hemos hecho nosotros.
       ¿Piensan que me he puesto excesivamente transcendente?, ¿creen que la vida normal del humano medio es mucho más trivial y anodina que cuanto he expuesto? Pues si quieren que trivialize, trivializemos. Olvidémonos por un momento de Somalia y de los delfines; fijémonos en una simple hamburguesa, clave de la cultura de la cocina rápida. ¿Quién siente respeto por una simple hamburguesa?, ¿a alguien le preocupa dejarla a medio comer o tirarla al suelo?; no pienso en este momento en el hambre en el tercer mundo, sino en la simple y vulgar hamburguesa, y en nuestra relación con ella; ya no representa el remedio a nuestra necesidad nutricia, sino que alude al espíritu lúdico de la superabundancia; su carne puede proceder de alguna res de la Pampa, pero ¿quién puede pensarlo si nosotros sólo vemos una torta de algo que ni siquiera parece carne, a la que empapamos en una salsa roja que pudiera tener cualquier sicalíptica procedencia? Sin embargo, y en palabras de Alan Watts[9] “todo lo que una vez en el plato no despierta amor es que tampoco ha sido amado ni en la granja ni en la cocina”, frase que complementa Lin Yutang[10] cuando dice que “si se mata un pollo y luego no es debidamente cocinado, el pollo ha muerto en vano”. Se ha perdido -o nos han hecho perder- la cultura de la cocina, el culto a nuestro sustento, cambiado por el culto al dinero. ¡Qué más da que cosa comemos o cómo y en qué circunstancia lo comemos!, lo importante es conseguir el dinero para comer, para vestir, para gastar... Y junto a la cultura de la cocina se han perdido todas y cada una de las pequeñas culturas domésticas y sociales, además de la mayoría de las intelectuales, que nos proporcionaban una vida más integra, sana y feliz.

¿Cáncer o Vida?

      La vida trivial y anodina del humano medio no excusa nuestra conducta, sino que se manifiesta como su justa prolongación; no somos comparsas del sistema, sino sus creadores, porque en el fondo ¿no nos consideramos, acaso, los reyes de la creación y podemos disponer de ella a nuestro antojo? Desde el más trivial hasta el más asombroso de nuestros actos, desde que empezamos con nuestros inocentes juegos de niños hasta que alcanzamos las adultas ocupaciones de guerra y destrucción, todo cuanto hacemos sólo tiene un fundamento: yo y para mí. El cáncer actúa igual.
      La analogía del cáncer con la humanidad se ha convertido en un tópico, pero sus estructuras son tan asombrosamente similares que no puedo prescindir de exponerlas: Al principio de la enfermedad, la célula cancerosa, que antes trabajaba para el buen funcionamiento del organismo y, por tanto, para el beneficio común, cambia de opinión y se traza sus propios objetivos; prescinde de los intereses del organismo y sólo ve un único interés: su propio desarrollo a costa de los tejidos celulares más cercanos, y a él dedicará su vida. Esto supone un retroceso en la evolución desde el estado de ser pluricelular hacia el de célula individual. Su multiplicación se torna caótica, se extiende tan rápidamente como puede, y atraviesa los límites de su órgano anfitrión para multiplicarse más allá de él (proceso de infiltración). Lanza puestos avanzados (metástasis); cada vez con mayor rapidez se extiende a más y más tejidos, alimentándose del organismo que le da su espacio vital. En ocasiones, su crecimiento es tan rápido que los vasos sanguíneos no pueden abastecer al tumor, por lo que dará otro salto atrás en la evolución, pasando de la oxigenación al estado más antiguo de fermentación; la respiración es una función compartida con la comunidad, mientras que la fermentación la pueden realizar las células cancerosas por sí mismas. Al final, el organismo que le ha servido de suelo nutricio, sucumbe ante la implacable proliferación del cáncer, lo que se constituye en el propio final de la enfermedad. El cáncer muere como consecuencia de su propia voracidad.
     De este modo, y parafraseando a Lao Tse, “no se puede mantener ningún extremo durante mucho tiempo. A cualquier apogeo le sucede necesariamente su decadencia. Así ocurre con el hombre”. Es, nuevamente, la ley del péndulo. En nuestro caso, el apogeo es manifiesto, y la decadencia puede presentarse de dos formas, de nosotros depende: o realizamos un cambio formidable en nuestra concepción del mundo, y retornamos desde el estado canceroso hacia la sinergía total en el organismo Gaia, como único modo de subsistencia tanto para Gaia como para nosotros, o proseguimos con nuestro proceso de metástasis cancerosa, invadiendo y devorando cada vez más órganos, o ecosistemas, de nuestro planeta anfitrión, hasta que los limitados recursos de que disponemos se agoten, los mares aparezcan pútridos, y la atmósfera esté llena de gases de fermentación cancerosa; entonces Gaia y nosotros moriremos.
       Es cierto que esta evolución de la conciencia, supone ahora mismo una utopía. Un cambio generalizado en el modo de pensar no será efectivo hasta que toda la humanidad lo haya realizado; en caso contrario, se corre el riesgo de dejar a algún individuo atrasado en el antiguo sistema, alguien capaz de especular con la tierra o con la vida, alguien capaz de robar o matar; ¿cómo no vamos a tener miedo de una persona así? ¿no nos veríamos abocados a retornar a los antiguos medios de protección? Si subsiste un asesino, necesitaríamos una pistola para defendernos; si permanece un ladrón, deberíamos preparar jueces y cárceles para mantenerlo alejado de nuestro bienestar; y así, en fin, comenzaría de nuevo el ciclo del sistema. Por eso dicen los socio-economistas que cualquier mejora del sistema debe proceder de sí mismo. Si les hacemos caso, estamos atrapados.
        ¿No es preferible luchar por la utopía? Será una frase de cajón, pero cualquier utopía lo es hasta que deja de serlo y se convierte en realidad; esa es nuestra tarea, lo que a ciencia cierta sabemos es que, contradiciendo a los socio-economistas, si partimos desde el sistema establecido nada podremos cambiar. Así lo comprobó Wilhem Reich tras su larga experiencia en la política y la sociedad:

     “Muchas veces sentí la tentación de organizar nuestro conocimiento como los partidos políticos organizan sus disparates. Cierto pensamiento, o mejor, cierto sentimiento, me impidió siempre hacerlo. El sentimiento era que el primer paso hacia una organización, como la de los partidos, del conocimiento, la verdad, la decencia y la rectitud auténticos mataría inmediatamente el conocimiento, la verdad, la decencia y la rectitud. Esto es así porque estas actividades de la materia viviente no están para ser organizadas; están vivas, y la vida que es productiva y se expande, y actúa y se mueve y comete errores y los corrige y así sucesivamente, no puede ser organizada. Puedes organizar bandas, ladrones, explotadores, un ferrocarril, una industria de guerra, pero no puedes organizar la vida”[11].

      No pretendo imponer una opinión personal, tan solo aportar un criterio distinto de actuación. Soy consciente de que este criterio está absolutamente enfrentado con el actual sistema y, por lo tanto, con la opinión generalizada de la sociedad; pero reconozcamos, junto con Sebastián Chamfort, que "hace siglos que la opinión pública es la peor de todas las opiniones". Si queremos evitar la hecatombe, debemos ser conscientes de nuestro estado bipolar como individuos diferenciados, y no utilizables en contra de nosotros mismos, y de nuestra dependencia existencial de Gaia. La opinión pública debe cambiar; ¡no tengamos miedo de ir en su contra!

     “Lo que yo enseño es fácil de comprender y de practicar y, sin embargo, el mundo no quiere ni comprenderlo ni practicarlo”. Lao Tse, Tao Te King.




    [1] Adam Smith, "Indagación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones”, traducción de Amando Ros; Aguilar, Madrid, 1961.
    [2] Lange, Oskar: "Economía Política". Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1966.
    [3] Smith, A.: "Indagación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones". Op. cit.
    [4] Robbins, L.: "Ensayo sobre la naturaleza y el significado de la ciencia económica". Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1951.
    [5] Intriligator, M.D.: "Optimización matemática y teoría económica". Prentice-Hall, Bogotá, 1973.
    [6] Karl Marx: "El Capital". Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1973.
    [7] Dos Santos, Th.: "Imperialismo y dependencia". Editorial Era, México, 1978.
    [8] Cita en Martín Lozano: "Los poderes ocultos". Alba Longa editorial, Valladolid, 1994.
    [9] Watts, Alan: "El gran mandala, Ensayos sobre la materialidad". Editorial Kairós, Barcelona 1983.
    [10] Cita en Alan Watts: “El gran mandala, Ensayos sobre la materialidad”. Op. cit.
    [11] Wilhem Reich, cita en Integral Nº 104, pp. 73-78.

2 comentarios:

  1. Debe ser la primera vez que leo un texto que tenga que ver con economía. Desde la época del secundario quizás.
    Lo leí con mucho interés. Uno como trabajador que cumple con sus horas y recibe una paga tiene una opinión. Leí este pequeño párrafo y tristemente tengo que estar de acuerdo. "puesto que el trabajador no pasa de ser simple mercancía humana aprovechable en función de la plusvalía que pueda generar; nuevamente encontramos que la motivación social por los intereses humanistas no existen en la concepción capitalista de las relaciones interpersonales o empresa-entorno.". Somo menos que un numero para las grandes empresas que manejan el mundo.
    Tenés razón cuando decís que estamos acostumbrados a explotar al resto, entre nosotros y que si ni siquiera mostramos un mínimo respeto a nuestro pares, que se puede esperar de nosotros hacia el resto de las especies con las que compartimos el planeta.

    Gracias por pasar por mí blog y tomarte el trabajo de leer algunas de mis entradas. Voy a estar atento a tu trabajo. Mucha suerte con el blog. Abz!

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    1. Gracias por tu comentario, Fernando. Efectivamente, somos números. En el mundo del capital no existe ni el altruismo, ni la empatía, ni la solidaridad, tan sólo la plusvalía. El capital necesita fagocitar todo a su alrededor para justificarse, pervivir y prevalecer sobre todo lo demás, aunque esto suponga la extinción de los recursos humanos y naturales. Los recursos humanos son reemplazables mediante el crecimiento demográfico, pero los recursos naturales no son reemplazables. Se agotan, y cuando estén agotados, ni mano de obra, ni capital, podrán sobrevivir. Vivimos en un mundo finito y su límite se va acercando. Es imprescindible cambiar de sistema.

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