En 1995 publiqué mi libro "EL GRITO DE LA TIERRA" dedicado a describir la problemática ecológica que, en ese momento ya era extraordinariamente alarmante. Sé que el título de mi libro ha sido repetido en otro volumen de similar temática publicado por Ramón Tamames y, además, en una novela superventas de Sarah Lark. Pero yo soy el único que tiene dicho título registrado desde aquella época (Registro de la Propiedad Intelectual 2054, Asturias). Lamentablemente, de este libro realicé una distribución muy restringida destinada a un grupo de personas concretas. Polémicas al margen, traigo a este blog el capítulo 6 completo, centrado en el que considero que es el principal problema para la sostenibilidad del planeta y la sociedad: el incremento demográfico exponencial de la humanidad. Todos los datos que aparecen en este texto, ya espeluznantes en su momento, ahora han sido ampliamente superados, pero siguen siendo vigentes en cuanto a la descripción y evolución de la problemática ecológica. Por ejemplo, en el momento de escribir dicho capítulo la población mundial rondaba los 6000 millones de personas, ahora se aproxima a los 8000 millones. No le costará a los lectores realizar una extrapolación de las cifras ofrecidas en el texto a una proyección más actual. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido desde su publicación original, veinticuatro años, considero que este texto es completamente vigente en su planteamiento y en la mayoría de datos ofrecidos, y que su lectura ayudará a comprender en buena medida una gran parte de la problemática actual en materia de medio ambiente. En este tiempo no hemos cambiado tanto.
6. EL TABÚ DEMOGRÁFICO
El cultivo de protozoos.
En cierta ocasión, no hace mucho
tiempo, planteé a un amigo economista la cuestión de un necesario cambio en las
estructuras sociales, políticas y económicas del mundo civilizado, un cambio
basado en la reintegración en la homeostasis planetaria, en la imprescindible
reducción del crecimiento demográfico, y la transmutación de valores en cuanto
al concepto de bienestar social; un cambio de mentalidad que, definitivamente,
eliminara la sobreexplotación de los recursos planetarios. Su respuesta no se
hizo esperar: - “¡Pretendes entonces que volvamos a la selección natural! No es
posible realizar tales cambios sin retornar a un estado de primitivismo y
barbarie; la única solución consiste en mejorar los sistemas productivos, en
maximizar la producción y minimizar los costes; necesitamos calefacción,
necesitamos agua para lavarnos, necesitamos comer algo más que pasto...”- Su
respuesta fue un completo repaso a las “necesidades ineludibles” del hombre
moderno, y a las cosas a las que no estaba dispuesto a renunciar: un coche para
desplazarse al centro de trabajo, un televisor para adquirir cultura e
informarse de los acontecimientos del mundo, un ordenador que ahorra tiempo y
gastos, ropa adecuada para desenvolverse en su ambiente laboral, académico y
social, lugares de esparcimiento para después de la tarea diaria...
Sin embargo, en contra de la opinión
de mi amigo, y volviendo contra él su propio argumento, la selección natural es
la fuerza que actuará para eliminarnos de la faz de la Tierra si no cambiamos
nuestro modo de vida. Cuando una especie depredadora y no depredada prolifera
sin límite, consume con creciente voracidad, y envenena lo poco que deja de su
hábitat, termina por extinguirse. Hagan la prueba con un cultivo de protozoos
en un recipiente cerrado; una especie de entre ellos, generalmente paramecios,
se desarrollará a costa de las demás especies, no parará hasta exterminarlas y,
posteriormente, sucumbirán los propios paramecios en un agua pestilente; la
única especie que suele resistir y sobrevivir a la muerte del paramecio es la
cianobacteria, pero ésta también desaparecerá al cabo de un tiempo. Y la Tierra
es un ecosistema cerrado con un margen de equilibrio sumamente estrecho: pocos
grados de temperatura arriba o abajo, pocas oscilaciones en la presión, poca
diferencia en la composición química de los organismos, unos límites
establecidos en las concentraciones de gases atmosféricos...
Una alteración substancial de
cualquiera de los factores en los que se desenvuelve el sistema biológico
terrestre conlleva una variación en el resto de factores, lo que supone cambios
tan drásticos que, o se realizan en un espacio de tiempo suficientemente
amplio, o las especies biológicas no tienen tiempo de adaptarse a las nuevas
circunstancias, y si alguna de ellas lo consigue, serán las cianobacterias -o
las ratas-, no el hombre. Este proceso recibe un nombre: Selección Natural. No
podemos volver a ella porque no hemos escapado de su influencia. La gran
paradoja consiste en olvidarla en aras de la implantación del modo de vida
occidental.
Somos hombres modernos y vivimos
consecuentemente con nuestra época; trabajamos cuarenta horas semanales, con un
período vacacional de dos, tres o cuatro semanas al año; ganamos un sueldo que
nos permite adquirir alimento, vestido, cultura y esparcimiento; y esto nos
hace sentirnos orgullosos de nuestra estirpe. No vivir así sería un retorno al
primitivismo y la barbarie; sin embargo, cualquier individuo de las antiguas
sociedades de cazadores-recolectores encontraría estas condiciones de vida
absolutamente inaceptables. Aún hoy subsisten algunos grupos humanos con este
primitivo modo de vida y, en el peor de los casos, no trabajan más de veinte
horas por semana en la época de mayor actividad, y durante meses enteros no
trabajan en absoluto.
Cuando en el siglo XVIII, James Cook
viajaba por la Polinesia, se maravilló de que en cada familia de indígenas sólo
trabajara uno de sus miembros, y durante unas dos horas diarias, para mantener
a todo el grupo. Su abundante tiempo de ocio era utilizado en actividades
lúdicas, culturales, deportes, juegos, danzas, ceremonias, música, arte,
historia, relaciones con los vecinos y otros familiares, y demás “pérdidas de
tiempo” similares. Este estilo de vida, no sólo en aquellas extintas
sociedades, sino también en las que aún subsisten a pesar de las interferencias
del Homo occidentalis, les lleva a
fundamentar su relación en el reparto equitativo y el intercambio, y esto les
permite vivir saludablemente, gracias a una dieta equilibrada y nutritiva, sin
ayuda de la medicina moderna, a lo largo de más de seis o siete décadas.
Pero los valores han cambiado; el buen salvaje ha sido abocado casi a la
desaparición, al aislamiento en los inhóspitos desiertos de África, Asia y
Australia, o en los más recónditos parajes del altiplano andino, o en las
inexpugnables selvas de Oceanía. Y aquí estamos, con nuestras luchas laborales
o por laborar, con nuestra alimentación prefabricada, precocinada y predigerida,
con nuestros coches, nuestro petróleo, nuestros humos, nuestras prisas, nuestra
histeria... y nuestra sanidad, paradigma de la insania. Hemos enfermado al
organismo Gaia, pero el cáncer partió de nosotros y en nosotros se manifiesta a
todos los niveles: somos enfermos sociales, mentales y físicos; somos enfermos
autolesionados, automutilados y autoenloquecidos: Sí hay peor ciego que el que
no quiere ver, es el que se arranca los ojos; y el enfermo de cáncer de pulmón
que sigue fumando, y el cirrótico que se sigue alcoholizando, y el que quema su
casa pretendiendo seguir viviendo en ella con las mismas comodidades que antes
poseía. Estamos enfermos, seriamente enfermos y, como células cancerosas, nos
multiplicamos por doquier.
¿Quién se acuerda de Malthus?
Existen numerosos problemas
medioambientales generados por la humanidad, ya enumerados, siquiera
esquemáticamente, en el capítulo anterior; sin embargo, el principal problema
que afecta al planeta se basa en la proliferación de la única especie depredadora
y no depredada. Ya en 1968, el biólogo americano Paul Ehrlich nos ponía en
alerta sobre una bomba más peligrosa que la nuclear: la bomba “P” de población,
volviendo a ello en 1993 con su libro “La
Explosión Demográfica”[1],
considerando que la proliferación humana es el principal camino para la propia
autodestrucción de la especie. Este dato, sin embargo, pocas veces se ha
planteado en serio, y tan solo a finales del siglo XX ha sido tenido en
consideración en los foros internacionales. Uno de los motivos de este “olvido”
premeditado, arranca en el comienzo de la Era Industrial, dado que el poder
económico siempre buscó los medios para procurarse mano de obra barata, por lo
que primero fomentó, después ocultó, falseo y, finalmente, desvió al Tercer Mundo
los alarmantes datos sobre el crecimiento demográfico, dado que este mismo
crecimiento es garantía de que dicha mano de obra le va a sobrar.
El primer estudioso de la demografía
fue Thomas R. Malthus, quien en su estudio “An
Essay on the Principle of Population”[2] manifiesta
la contradicción existente entre el crecimiento en régimen geométrico de la
población humana y la progresión aritmética de la creación y explotación de
recursos alimentarios; para Malthus, “La
raza humana crece según la progresión 1,2,4,8,16,32..., mientras que los medios
de subsistencia crecen según la progresión 1,2,3,4,5,6. Dentro de dos siglos,
la población y los medios de subsistencia estarán en una relación de 256 a 9;
dentro de dos mil años, la diferencia será inmensa e incalculable. Puede
concluirse que el obstáculo primordial para el aumento de la población es la
falta de alimentos, que procede de la diferencia entre los ritmos de
crecimiento respectivos de la población y la producción”. Este tema fue
desarrollado y matematizado poco después por el belga Pierre Françoise Verhulst[3] enunciando
la conocida expresión matemática en forma de una curva logística, que no fue
tenida en cuenta hasta mucho más tarde cuando, en 1920, fue redescubierta por
el americano Raymond Pearl[4].
Se calcula que hace 10.000 años,
esto es, solamente unas 400 generaciones atrás, coincidiendo con el
descubrimiento de la agricultura, la población humana rondaba los 5 millones de
personas[5]; en la
época de Jesucristo el total de población se estima entre 200 y 250 millones;
en 1650 aún no sobrepasaba los 500 millones, y un siglo más tarde, en 1750,
rondaba los 700 millones. En 1850, los albores de la Era Industrial, la
humanidad ya se había situado en 1.100 millones de personas, y desde aquí el
índice de crecimiento se disparó a los 2.500 millones a mitad del siglo
siguiente, 4.000 millones en 1975 y los 6.000 millones de finales del siglo XX.
De estos datos se infiere que la gran mayoría de la explosión demográfica se
produjo a partir del comienzo de la Era Industrial, lo que supone el uno por
ciento de la historia del hombre. La tasa de crecimiento que la población
humana ha seguido durante los últimos 50 años ha oscilado entre el 1,7 y el 2,1
por ciento anual, con un tiempo de duplicación de unos cuarenta años. La cifra
que no hace mucho se consideraba astronómica de 12.000 millones de habitantes,
se anuncia despreocupadamente para el año 2050; con el agravante de que, para
comienzos del siglo XXI, “vamos a
convertirnos en 8.000 millones de personas, con más de 10.000 millones de
cabezas de ganado y 6.000 millones de aves de corral”[6].
Estos datos quizá puedan
comprenderse en toda su magnitud si los consideramos del siguiente modo:
Hubieron de transcurrir unos 2 millones de años para que la población humana
alcanzara la cifra de 1.000 millones de habitantes. Para duplicar esta cantidad
y alcanzar los 2.000 millones sólo hicieron falta cien años. En apenas treinta
años, los transcurridos entre 1930 y 1960, se alcanzaron los 3.000 millones, y
en 15 años más, desde 1960 hasta 1975, la población se situó en los 4.000
millones[7].
Si los datos aportados los
consideramos a nivel regional, resultan abrumadores: Nigeria posee en la
actualidad unos 100 millones de habitantes, pero su índice de crecimiento
demográfico los situará a mediados del siglo XXI en 532 millones. Para el año
2010, la India alcanzara unos 1700 millones de habitantes; y de los 82 millones
que actualmente posee México, dentro de veinticinco años sobrepasará los 200
millones[8]. Desde
luego, y parafraseando a Keneth Boulding, “quien
crea que el crecimiento exponencial puede durar eternamente en un mundo
limitado, o es un loco o es un economista”.
La primera conferencia que Naciones
Unidas realizó sobre el tema de la población, se llevó a cabo en Bucarest, en
1974, reconociendo la importancia de facilitar el acceso a los medios de
planificación familiar para controlar el crecimiento demográfico.
Posteriormente, durante la Segunda Conferencia Internacional sobre Población y
Desarrollo, celebrada en El Cairo en Septiembre de 1994, las 179 delegaciones
asistentes establecieron un plan para situar la población mundial en el año
2050 entre los 7.900 y los 9.900 millones de personas, cifra que los asistentes
consideraron sostenible para el régimen de producción del planeta. Se insistió
en esta conferencia en la divulgación y expansión de los sistemas de
planificación familiar, así como la potenciación del combate contra el
analfabetismo femenino, pues, en palabras de Kaval Gulhati, “Mientras la mujer no pueda administrar ni
controlar su propia fertilidad, no podrá administrar ni controlar su propia
vida”[9]. Esta idea
sobre el papel primordial de la mujer en el control de la población mundial,
aunque evidente, no ha sido producto de una reciente concienciación social sobre
el problema, sino el resurgir de los planteamientos expuestos a principios de
siglo por los anarquistas neomaltusianos y anarconaturistas[10], para
quienes la mujer era el eje del que dependía la realización de sus teorías de
transformación de la sociedad.
Los síntomas de la insostenibilidad.
En esta conferencia de El Cairo se
consideraron tres límites para la expansión humana: el agua dulce, los niveles
de contaminación y la producción de alimentos; pero este planteamiento indujo a
pensar a la mayoría de los asistentes que el agua dulce podría ser producida a
partir de la marina mediante una evolución de la tecnología; que la
contaminación podría verse reducida a límites aceptables, y que la producción
de alimentos mejoraría substancialmente mediante la correcta utilización de la “Revolución verde”[11] y la
ingeniería genética.
Desgraciadamente, aún considerando
la importancia de los tres puntos expuestos por la conferencia de El Cairo, los
límites que se oponen a la proliferación humana son mucho más numerosos, y no
menos importantes; Lester R. Brown[12] nos hace
un minucioso recuento de ellos:
“Los
síntomas ecológicos de la insostenibilidad son, entre otros, la disminución de
la superficie de los bosques, la reducción del espesor de los suelos, la
reducción de los acuíferos, el agotamiento de los bancos de pesca, la
ampliación de los desiertos y la elevación de las temperaturas globales. Entre
los síntomas económicos figuran el declive económico, la disminución de las
rentas, el aumento del desempleo, la inestabilidad de los precios y la pérdida
de confianza de los inversores. Entre los síntomas políticos y sociales figuran
el hambre, la malnutrición, y, en casos extremos, la hambruna masiva; los
refugiados por motivos ambientales y económicos, los conflictos sociales según
pautas étnicas, tribales, religiosas; los disturbios y las insurrecciones. A
medida que las tensiones se acumulan en los sistemas políticos, los gobiernos
se debilitan, pierden su capacidad para gobernar y prestar servicios básicos
como la protección policial. En este punto, el estado-nación se desintegra,
sustituido por una estructura social feudal gobernada por los señores de la
guerra locales, como en Somalia, que hoy es un estado-nación sólo
nominalmente”.
El vaticinado descenso en los
niveles de agua potable a nivel mundial no se está haciendo esperar; el aumento
de los desiertos es un hecho patente y demostrado en gran cantidad de países, y
las lluvias torrenciales que ocasionalmente pueden caer sobre un terreno
desertizado no hacen sino agravar el problema, al arrastrar el escaso suelo
productivo que podía quedar en el lugar. Las regiones situadas al norte de la
India están sufriendo un descenso en el nivel freático de entre 1 y 6 metros
anuales, esto es, cada año han de buscar el agua a mayor profundidad, con lo
que el caudal extraído resulta considerablemente más bajo. En las regiones que
rodean las principales ciudades chinas, el abastecimiento de agua para usos
agrícolas está seriamente restringido, y en los alrededores de Pekín,
absolutamente prohibido. En 1989, los acuíferos que abastecían Pekín y Tianjin
se hallaban vacíos[13].
En total, unas 300 ciudades chinas padecen serias restricciones, y en 100 de
ellas la situación es insostenible. Se prevé que, a finales del siglo XX, 450
de las 644 ciudades chinas padecerán escasez de agua. También en el continente
americano, el desvío de caudales de uso agrícola en Arizona, para abastecer
ciudades como Tucson o Phoneix, ha abocado a amplias regiones a la
desertización y a su abandono por parte de los agricultores[14]. Un
estudio realizado en 1986[15]
manifestaba que unos 230 millones de personas se hallaban afectadas
directamente por el problema de la desertización, la mayoría de ellas en países
del Tercer Mundo. En definitiva, cada vez disponemos de menos agua potable para
abastecernos; por desgracia, tanto políticos, como economistas e ingenieros
sostienen a ultranza una opinión ridícula: Siempre se podrán construir más
embalses.
Los recursos alimentarios suponen un
problema del que en el mundo occidental no parecemos ser conscientes. La
degradación a que hemos sometido al medio ambiente supone que, en países como
Haití, el 98 por ciento de sus bosques hayan sido talados para generar tierras
de cultivo, y el suelo se ha degradado hasta tal punto que a comienzos de la
década de los 90 la producción de cereales era un tercio inferior que la
recolectada a mediados de los 70. El milagro de la Revolución verde supuso un máximo mundial de producción de
alimentos en 1984; desde entonces, y aún considerando el desarrollo de las
técnicas agropecuarias, la producción no ha cesado de disminuir a un ritmo
significativo; por ejemplo, en 1988 la cosecha mundial de cereales fue un 10
por ciento inferior a la registrada dos años antes, y continuará disminuyendo
inevitablemente mientras la degradación ambiental continúe. En la India, la
producción de cereal fue en aumento
entre 1965 y 1983, momento en el que empezó a perder impulso, dado que
el 40 por ciento de su suelo cultivable se degradó totalmente a causa de la
sobreexplotación[16];
se ha calculado que el país sufre una erosión que supone una pérdida anual de
6.000 millones de toneladas de suelo, de donde se infiere que cada año unos
20.000 km2 de tierras cultivables son diluidos en las aguas marinas[17]. El suelo
se está degradando a nivel mundial en valores que se sitúan entre 24.000 y
26.000 millones de toneladas anuales[18].
A pesar de la Revolución verde, 1972 supuso una excepción en la producción de
alimentos, debido a una desastrosa cosecha mundial causada por las débiles
lluvias monzónicas que se registraron aquel año; la consecuente escasez de
alimentos obligó a la Unión Soviética a adquirir toneladas de cereales en el
mercado mundial a fin de compensar dicha falta de producción, lo que supuso que
la India no pudiera competir en la adquisición de los víveres, motivando una
hambruna que afectó principalmente a las estados más pobres de la nación: Uttar
Pradesh, Bihar y Orissa, causando más de 800.000 defunciones[19]. El ganado
también se resiente en gran medida de la escasez de producción agrícola; en
otros estados de la India, como Karnataka y Rajastán, la producción de pastos
permite alimentar solamente entre el 50 y el 80 por ciento de los rebaños[20]; muchos
animales padecen desnutrición, y centenares de miles mueren durante las
sequías. También en Estados Unidos, la abundancia de ganado excede a la capacidad
de los pastos, siendo éstos devorados más rápidamente de lo que crecen; y en el
cono sur africano, el ganado supera a la capacidad de los pastos en una
proporción entre un 50 y un 100 por cien[21].
Otro problema fundamental en la
producción de recursos alimenticios para una población creciente se origina en
el descenso de las capturas marinas, cuyos primeros síntomas se hicieron notar
en la década comprendida entre 1970 y 1980. La solución impuesta a esta
disminución de las capturas consistió en aumentar la capacidad de las flotas
pesqueras. Según la FAO, entre 1970 y 1990 se produjo un incremento de las
flotas que pasó de 585.000 a 1.200.000 barcos de gran tamaño. Chris Newton,
analista de pesca de la FAO comenta que “podríamos
volver a la magnitud de la flota pesquera de 1970 sin que nuestra situación
fuese peor: capturaríamos el mismo volumen de pesca”[22]; lo cual
implica que la capacidad de pesca de la flota da la mayoría de los países es
excesiva. En Noruega se calcula que sobra el 60 por ciento de su flota para
realizar las capturas anuales que tiene establecidas; en la Unión Europea, este
exceso se cifra en el 40 por ciento[23].
El mantenimiento de las flotas
actuales con los reducidos niveles de capturas que se obtienen, redunda en un
aumento de los precios del pescado, problema que se agrava con la esquilmación
de los caladeros y la contaminación que destruye su productividad. Finalmente,
ni siquiera la subida de los precios puede mantener lo que se manifiesta como
un desastre económico, y aboca al desempleo de gran cantidad de gentes que se
dedican a esta industria: En Terranova, el radical descenso de las capturas de
bacalao y abadejo ha supuesto el despido de unas 30.000 personas directa o
indirectamente relacionadas con el sector; en todo Canadá, el número de
personas abocadas al desempleo por esta causa se sitúa en torno a las 50.000[24]. En la
región de Nueva Inglaterra, son unas 20.000 las personas afectadas[25]. La
industria del salmón en el Pacífico estadounidense ha reducido su personal en
60.000 personas[26];
y la región de Guangdong, principal provincia pesquera de China, ha registrado
un descenso de unos 14.000 empleos en las pesquerías[27]. También
la Unión Europea está sufriendo una crisis sin precedentes que obliga a
continuas reconversiones en el sector. Los ejemplos son numerosos y pueden
buscarse en todo el mundo.
El agotamiento de los caladeros se
agrava con el problema de la contaminación a que se les somete, sobre todo en
los mares interiores o escasamente abiertos, y en los estuarios costeros. El
mar de Aral, por ejemplo, permitía una producción de 44.000 toneladas anuales;
sin embargo, el agua de los ríos que desembocaban en él ha sido desviada para
abastecer zonas de regadío, causando una drástica disminución del volumen de
agua almacenado en dicho mar, y aumentando enormemente su concentración salina
hasta el punto de acabar con las 24 especies comerciales que se capturaban[28], lo que ha
dejado sin trabajo a unas 60.000 personas[29]. La
captura de esturiones en el mar Caspio ha disminuido al equivalente del uno por
ciento de lo que se capturaba hace cincuenta años[30]. Los
vertidos realizados por los ríos Danubio, Dniéster y Dniéper en el mar Negro,
arrojando los contaminantes producidos por gran parte de Europa ha reducido el
número de especies comerciales de 30 a 5, disminuyendo las capturas desde
700.000 toneladas a 100.000 toneladas en la actualidad[31]. En las
costas de China se realiza anualmente una descarga de 15.140 millones de
toneladas de basuras y 45.500 millones de toneladas de residuos industriales[32], acabando
con las importantes reservas pesqueras de la región. Las basuras y desechos
arrojados a todos los mares del mundo son tan abundantes, que hasta dos
millones de aves marinas, y unos 100.000 mamíferos marinos mueren anualmente
por la ingesta de residuos plásticos o por enmarañarse con ellos; se han
recogido tortugas de mar, lobos marinos y focas asfixiados con bolsas de
plástico, estrangulados con mallas del mismo material, o ahogados por
recipientes abandonados[33].
Esta situación del sector pesquero se traduce en que, mientras la demanda siga
en aumento a causa del crecimiento demográfico, un mayor número de personas
deberá competir por un recurso cada vez más escaso, ocasionando un incremento
constante en los precios del pescado, lo que supone que su consumo será más
reducido entre las clases menos adineradas o, como siempre, en los países más
pobres.
Lo cierto es que pescadores,
agricultores y ganaderos deben producir alimentos para cien millones más de
bocas cada año, con unos caladeros en franca regresión, y con 126 millones de
toneladas menos de suelo cultivable; en consecuencia, cada vez son más personas
las que compiten por los alimentos y cada vez es un porcentaje menor el que
puede adquirirlos: el hambre es inevitable. Desde 1968 han muerto más de 200
millones de personas a causa del hambre, la malnutrición y las enfermedades que
ocasiona; la mayoría de estas muertes se han producido entre la población
infantil[34]; unos
40.000 niños mueren diariamente por esta causa.
Aunque estos datos de mortandad son
estimados por fuentes en teoría fiables, el cálculo de personas muertas por el
hambre es poco menos que imposible; los gobiernos se ocupan de falsear las
cifras reales al publicar sus estadísticas, con el fin de exculparse respecto a
la tragedia. El procedimiento es fácil dado que el hambre no supone una causa
de muerte, sino que ésta viene motivada por las enfermedades que hacen mella en
un cuerpo desnutrido, debilitado y con un sistema inmunológico deficiente; esto
permite disimular los datos aduciendo defunciones causadas por diarrea,
sarampión, neumonía, o cualquier otra infección, sin entrar en el origen de
estos males, lo que supondría reconocer la incompetencia manifiesta de los
gobernantes.
Esta situación es especialmente
alarmante en África pues, aunque el hambre es un mal que afecta a todo el
mundo, es en este continente donde, desde hace unas dos décadas, se producen
periódicamente terribles hambrunas masivas; de hecho, durante la década de los
80 murieron más de cinco millones de niños[35], la quinta
parte de los nacidos durante aquel período. Como contrapartida, si todo el
mundo tuviera los mismos hábitos alimenticios que los norteamericanos, ni aún
con la cosecha récord de 1985 y 1986 se podría sustentar a la mitad de la
población mundial[36].
Y como siempre, los países pobres
son las principales víctimas de los desmanes del modo de hacer occidental; y no sólo en cuestiones medioambientales,
también el crecimiento demográfico resulta alarmante en ellos. Según los
índices de crecimiento actuales, Europa occidental precisa 436 años para
duplicar su población; sin embargo, la cantidad de habitantes de los países
menos desarrollados crece a un ritmo muy superior. Las repúblicas de la extinta
Unión soviética crecen con un tiempo medio de duplicación de 83 años; el tiempo
medio de duplicación en Asia resulta de 36 años, en Latinoamérica 30 años, y en
África la cifra desciende hasta los 23 años[37]. La
población africana ronda los quinientos millones de habitantes, aproximadamente
los mismos que en Europa; sin embargo, antes de veinticinco años esta población
se habrá duplicado en África y apenas habrá variado en Europa; dentro de
cincuenta años la población africana será cuatro veces superior a la europea.
En la actualidad, los países más
ricos, cuyo nivel de vida, es elevado, con una educación generalizada y una
dieta abundante, albergan a la cuarta parte de la población mundial; sin
embargo, las otras tres cuartas partes de esta población viven en países cuya
renta per cápita media es tan sólo la decimoquinta parte de la de las naciones
ricas. Son países cuyo índice de mortandad infantil durante el primer año de
vida es hasta veinte veces superior que en el primer mundo, y en los que unos
mil millones de personas viven en tales niveles de miseria que les imposibilita
alimentarse lo suficiente como para mantenerse sanos y poder desarrollar
cualquier tipo de actividad laboral[38].
El problema, sin embargo, no es de
las naciones pobres, ya que los países capitalistas hemos ideado e impuesto un
sistema económico que se dedica a consumir el patrimonio del planeta a un ritmo
creciente, permitiendo un acceso desigual a estos recursos, y propiciando la
superpoblación mundial. Este sistema, cuando se exporta al Tercer Mundo,
ocasiona un subdesarrollo instantáneo, es decir, la población se vuelve pobre
antes de alcanzar el desarrollo prometido por el capitalismo. Esto ocurre a
causa de que la industrialización capitalista hace primar la inversión en las
ciudades sobre las zonas rurales, ocasionando un desequilibrio basado en la
afluencia de dinero y energía hacia los lugares de producción ubicados en las
urbes; la tecnificación de los puestos de trabajo es el resultado de la
inversión de capital, olvidando el trabajo humano, por lo que el desempleo
aumenta; la escasa inversión que alcanza el medio rural se dedica a la
mecanización de los sistemas productivos y, junto con la Revolución verde, determina la expulsión de los campesinos,
incapaces de competir en el mercado, en beneficio de los grandes inversores;
estos campesinos se ven obligados a desplazarse a las ciudades en busca de
algún puesto de trabajo en los lugares donde se registra una mayor inversión
del capital multinacional. Evidentemente, cuando alcanzan la ciudad la mayoría
de ellos se ven abocados al paro y la miseria, absolutamente desarraigados, y
obligados a vivir en condiciones infrahumanas.
La especulación internacional sobre
la industria maderera permitió que Costa de Marfil gozara de una importante
expansión económica durante las décadas de 1960 y 1970, exportando la madera de
sus bosques con una producción neta de unos 300 millones de dólares anuales.
Este régimen económico se consideró como un modelo de progreso a seguir por el
resto del continente africano, hasta que, en 1990, los habitantes de este país
se encontraron con que sus bosques casi habían desaparecido, la producción
anual descendió hasta los 30 millones de dólares, y la renta per cápita había
descendido en 1994 a la mitad de la que disfrutaban en 1980. El proceso se
repitió en Nigeria que, de ser uno de los principales exportadores de troncos
del mundo, en 1988 pasó a depender de la adquisición de madera extranjera por
valor de 100 millones de dólares, lo mismo que en Filipinas, donde la
producción destinada a la exportación alcanzó un máximo de 217 millones de
dólares anuales durante la década de 1970, pero desapareció totalmente veinte
años después[39].
El propio sistema capitalista llevó a estos países a la miseria.
Superpoblación urbana.
El éxodo a las ciudades supuso que,
desde los 100 millones de personas que en 1920 habitaban las ciudades del
Tercer Mundo, se pasara en 1980 a los 1000 millones, con una tendencia de
crecimiento que situará la cifra en 1900 millones de habitantes urbanos en el
Tercer Mundo para el año 2000, lo que equivale al total de población humana que
existía en el planeta durante la Primera Guerra Mundial[40].
El infernal ritmo de crecimiento de
las ciudades del Tercer Mundo indica que, para el año 2000, la ciudad de México
alcanzará los 25 millones de habitantes, lo que supone una población similar a
la que actualmente ocupa países como Dinamarca, Finlandia, Irlanda, Noruega y
Suecia; Sao Paulo se acercará a los 21 millones, Calcuta y Bombay tendrán más
de 15 millones, y Delhi pasará de los 13[41].
Este proceso de sobrepoblación
urbana se ha venido produciendo continuamente en numerosas ciudades, no sólo
del Tercer Mundo, sino que, a lo largo de la Era Industrial, ha alcanzado un
auge desmesurado en la mayoría de los países. A comienzos del siglo XIX,
únicamente cuarenta y cinco ciudades del mundo superaban los cien mil
habitantes, y siete de éstas: Londres, París, Estambul, Pekín, Tokio, Cantón y
Madrás, alcanzaban el medio millón. Un siglo después tan solo Pekín y Tokio estaban
pobladas por un millón de habitantes; en 1950 tres ciudades, Nueva York, Tokio
y Shanghai mantenían una población superior a los diez millones de habitantes;
en 1975 las ciudades millonarias eran 100, y diez de ellas sobrepasaban los
ocho millones, al tiempo que dos superaban los quince millones de habitantes[42]. Para el
año 2000 se calcula que habrá veinte ciudades con más de 10 millones de
habitantes, de las que diecisiete se localizan en el Tercer Mundo. Estos datos
indican que, para el año 2010, cerca de la mitad de la humanidad se habrá
desplazado a las grandes urbes[43].
Proporción
de población residente en zonas urbanas, por
regiones,
1970 y 1990, con proyección para el 2025. (%)
(Fuente:
Naciones Unidas, "World Urbanization Prospects,
1992
Revision", Nueva York, 1993)
|
|||
REGIÓN
|
1970
|
1990
|
2025
|
África
|
23
|
32
|
54
|
Asia (excluido Japón)
|
20
|
29
|
54
|
América Latina
|
57
|
72
|
84
|
Europa
|
67
|
73
|
85
|
América del Norte
|
74
|
75
|
85
|
Media Mundial
|
37
|
43
|
61
|
Figura 7: Datos porcentuales sobre población urbana.
Desplazados y refugiados.
El problema social generado por el
desplazamiento de grandes masas de población en busca de un medio de vida,
incide muy directamente en el grave y dramático aumento de los refugiados, cuyo
dispar origen: ambiental, social, político o bélico, supone un tratamiento
absolutamente discriminatorio propiciado por la comunidad internacional. En
1951, la Convención de las Naciones Unidas sobre los refugiados, actualmente en
vigor, definía la figura del refugiado exclusivamente desde el aspecto de la
persecución en los siguientes términos: “...debido
a temor bien fundado de ser perseguido por razones de raza, religión,
nacionalidad, pertenencia a un grupo social determinado o a una opinión
política, esté fuera del país de su nacionalidad y no pueda (...) regresar a
él”. En opinión de G. Loescher[44], esta
restricción del estatuto de refugiado tiene su origen en la guerra fría, y se
encaminaba a debilitar a la antigua Unión Soviética y los países de su entorno,
mediante la concesión de asilo político a las personas que huían de ellos.
Los datos sobre la población de
refugiados indican que en la actualidad, unos 23 millones de personas se ven
obligados a vivir fuera de sus países de origen, mientras que en 1989 la cifra
era de 15 millones; muy superior a la registrada durante los tres decenios
anteriores, en los que se mantuvo en torno a los 2,5 millones de personas[45]. Sin
embargo, la gran mayoría de desplazados no cumplen los requisitos que la
burocracia internacional exige para conceder el estatuto de refugiados; se
tiene derecho a conceder asilo -siempre con matices- a quienes sufren una
persecución política, pero nunca a una persecución del hambre, ni a los que
huyen de una catástrofe natural; estas personas no son admitidas como
refugiados en países ajenos, por lo que se ven obligados a realizar un
desplazamiento interior en su propio país, sin poder disponer de medios
económicos para subsistir. Un cálculo muy optimista sobre el número de
desplazados interiores sitúa la cifra en 27 millones de personas[46].
El creciente número de catástrofes
naturales que afectan a la población motiva que, ocasionalmente, la cifra de
desplazados supere cualquier expectativa; el caso de Bangla Desh, con sus 115
millones de habitantes resulta alarmante. Muchos de sus habitantes se ven
obligados a vivir sobre bancos de cieno, los llamados “chars”, formados a partir de los aluviones recibidos del Himalaya
y que alcanzan las bajas llanuras costeras, los pantanos y manglares litorales.
En 1970, unas 150.000 personas murieron a causa de un ciclón que arrasó el
litoral[47]; algo
parecido volvió a suceder en 1984, ocasionando la muerte de varias decenas de
millares de personas, al igual que en las temibles inundaciones de 1988,
causadas por las crecidas de los ríos procedentes del Himalaya, seguidas de un
nuevo ciclón, arrasando las tres cuartas partes del país; se calcula que esta
catástrofe dejó sin hogar a unos 50 millones de personas[48], generando
un número incalculable de desplazados.
Una fuente más realista, que
considera el gran número de desplazados en el mundo por causa de los desastres
ambientales (destrucción de las cosechas, desertización, disminución de los
acuíferos, modificación de los patrones de enfermedad, etc.) estima que existen
no menos de 300 millones de refugiados medioambientales[49]. También
es considerado como un dato evidente que muchos de los desplazados que no
cumplen los requisitos para obtener el estatuto de refugiados, consiguen cruzar
ilegalmente la frontera de su país para intentar buscar un empleo en naciones
con una mayor renta; aunque se desconoce con exactitud el número de inmigrantes
ilegales en el mundo, se estima que es superior a los 10 millones de personas[50].
Los señores de la guerra.
Otro de los grandes problemas
relacionados -aparte de entre otros muchos factores- con la superpoblación, el
deterioro del medio, y la escasez de recursos, atiende a la gran cantidad de
conflictos armados -amparados en las más peregrinas excusas- que surgen por
doquier. Durante el verano de 1994, la atención del mundo estuvo centrada en el
espantoso conflicto de Ruanda, la lucha tribal entre tutsis y utus que ocasionó
una de las mayores masacres de la historia moderna. Sin embargo, el origen de
esta guerra dista mucho de ser un conflicto exclusivamente tribal, y parece
mucho más relacionado, en primer lugar, con el fomento por parte del antiguo
imperio colonial de las disputas étnicas entre las diferentes tribus asentadas
en el territorio, y en segundo lugar con el deterioro de los recursos naturales
del país y el rápido crecimiento demográfico, que pasó de 2,5 millones de
habitantes en 1950 hasta los 8,8 millones de 1994, con un promedio de ocho
hijos por mujer. A pesar del notable aumento en la producción de cereales que
se registró en el país en este período, la renta per cápita disminuyó en un 50
por ciento; el aumento de la población incidió en un drástico descenso de la
disponibilidad de tierras, que fueron sucesivamente repartidas entre un número
cada vez mayor de habitantes, e incluso el agua dulce se volvió prácticamente
insuficiente para abastecer a la población; de hecho, Ruanda fue clasificada
entre los 27 países del mundo con mayor escasez de agua[51]. Los
sucesos que se desencadenaron después dan muestra de la absoluta ineptitud de
la comunidad internacional para solucionar un tema no excesivamente complicado:
el dinero para proporcionar la paz fluye -cuando lo hace- por cauces estrechos,
mientras que el dinero para las armas siempre está disponible al instante.
Cuando el genocidio de Ruanda
comenzó en Abril de 1994, la respuesta del Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas consistió en reducir los cascos azules destacados en la zona a una
presencia simbólica. A finales del mismo mes, Butros Ghali, secretario general
de la ONU, propuso un aumento del contingente hasta alcanzar los 5.500
soldados, lo que suponía un coste semestral de 115 millones de dólares, gasto
al que se opuso el gobierno estadounidense, y que fue demorado por el resto de
los países hasta conseguir retrasar durante meses el comienzo de las
operaciones. Más de 500.000 personas habían muerto ya en Julio a causa de la
guerra, y varios cientos de miles habían huido a Zaire y Tanzania, donde
fueron diezmados por epidemias de cólera
y disentería. Fue a partir de entonces cuando las organizaciones no
gubernamentales obligaron a la comunidad internacional a reaccionar. En una
declaración de Butros Ghali realizada el 22 de Julio de 1994, estimaba que
sería necesario desembolsar 434 millones de dólares en seis meses para paliar
el desastre, casi cuatro veces la cantidad prevista al comienzo del conflicto.
Estados Unidos, que se había negado a aportar su parte correspondiente de los
115 millones del presupuesto inicial, aumentó su aportación -ya con el desastre
consumado- hasta los 500 millones de dólares. Este retraso en el flujo de la
ayuda internacional motivo que al final de la guerra civil se contabilizaran
1.000.000 de muertos, de los cuales entre 200.000 y 300.000 eran niños
Desgraciadamente, pocos meses
después, el conflicto se había extendido a la vecina Burundi, donde nuevamente
la intervención internacional llegó demasiado tarde, motivando un nuevo aluvión
de expatriados hacia Zaire, donde superaban largamente el millón de refugiados,
mayoritariamente de etnia utu. A finales de 1996, el conflicto, nuevamente ante
la pasividad de la ONU y de la comunidad internacional, traspasaba la frontera
zaireña desembocando en un violento enfrentamiento armado entre el ejército
zaireño y la guerrilla tutsi de Zaire, apoyada por el nuevo gobierno ruandés,
poniendo en serio peligro de exterminio a la población de refugiados instalados
en la zona fronteriza entre ambas naciones, lo que ocasionó un nuevo éxodo
masivo hacia un incierto destino de hambre y miseria para escapar de una muerte
segura a manos de la potente etnia rival.
La influencia que ejerce sobre el
medio una población creciente a un ritmo desmesurado, manifestado patéticamente
en este ejemplo, cuando dos etnias se multiplican hasta el punto de causar
temor una en la otra e iniciar un genocidio en masa, constituye un hecho de
terrible conflictividad cuyo funcionamiento se asemeja a una bomba de
relojería; esta bomba ya ha explotado en otros lugares: los Balcanes, el pueblo
kurdo en Irak y Turquía, los palestinos... Paul Ehrlich[52] nos lo
describe:
“El
problema del control demográfico -y menos aún los problemas medioambientales
del globo- no se resolverá fácilmente en un mundo plagado de racismo,
prejuicios religiosos, sexismo y brutales desigualdades económicas. El concepto
de que la cantidad hace la fuerza está fuertemente arraigado, y a menudo hace
temer que otros grupos se reproduzcan en mayor proporción. Los racistas blancos
protestan porque nacen demasiados niños en los ghettos negros. En Irlanda del
Norte, los protestantes se preocupan por las tasas de natalidad de los
católicos; en Israel, los judíos sienten aprensión por el creciente número de
árabes y en Sudáfrica cada uno de los grupos raciales se inquieta por el
creciente número de los otros!”.
Tanto el creciente número de
conflictos que surgen en el mundo -principalmente en el Tercer Mundo y países
no capitalistas- como la demostrada incapacidad de los países más ricos para
atajarlos, hacen pensar a más de un malintencionado, entre los que me incluyo,
que estas guerras, disturbios y arranques violentos de grandes masas de
población son intensificados voluntariamente por el poder económico, con el fin
de hacer decrecer rápidamente la población en lugares concretos del planeta y
liberar recursos para el primer mundo, aparte de hipotecar a los contendientes
con enormes deudas en concepto de armamento y posterior reconstrucción del
país.
Esta afirmación, aunque pueda
parecer exagerada, fue ya expuesta a principios de siglo por neomaltusianistas
y anarconaturistas como Sebastián Faure[53] y María
Lacerda de Moura[54],
sosteniendo que los soldados procedentes de las clases populares resultaban
imprescindibles para mantener las guerras coloniales y expandir las economías.
Las cifras que actualmente se barajan en concepto de gastos militares a nivel
mundial son astronómicas; cualquier conocedor del funcionamiento económico sabe
que para que un capital sea productivo ha de estar en circulación permanente,
también en cuestiones bélicas. Consideremos que desde la Segunda Guerra Mundial
hasta la actualidad, los gastos militares de todos los países han alcanzado una
cifra acumulada de 30 a 35 billones de dólares[55]. Tan solo
en la década de los 80 se realizó un gasto mundial anual en armamento en torno
a los 400.000 millones de dólares[56], casi un
millón de dólares por minuto. El siguiente cuadro nos puede ilustrar algunos
ejemplos concretos:
Coste económicos en algunos conflictos
bélicos seleccionados
(Fuente: Worldwacht
Institute, "La situación del mundo 1995"
|
|
Región/Años
|
Observaciones
|
Irán-Irak
1980-1988
|
Se calcula que, desde el comienzo del conflicto hasta 1985, el coste
de la guerra ascendió a unos 416.000 millones de dólares, incluyendo el
dinero gastado directamente en mantener el conflicto, los daños sufridos por
ambos bandos, la cantidad de petróleo no vendida por estos países y la
pérdida de PNB. Cifra muy superior al total ingresado por estos países desde
que comenzaron a vender petróleo: 364.000 millones de dólares.
|
Golfo Pérsico
1990-1991
|
Según cálculos del Fondo Monetario Árabe, fueron necesarios unos
676.000 millones de dólares para restablecer la situación tras la ocupación
de Kuwait por Irak, incluyendo los costes directos de la guerra, los daños
causados y la pérdida de ingresos en las exportaciones de crudo, sin embargo
no se incluyen los tremendos daños ambientales. Tampoco se incluyen los daños
tan tremendos que está sufriendo Irak a causa de su derrota a manos del mundo civilizado; las sanciones
impuestas por la comunidad internacional a Saddam Hussein, no solamente no
han acabado con su gobierno, sino que está ocasionando los padecimientos y
muerte da gran parte de la población; se calcula que unos 600.000 niños han
muerto por escasez de alimentos y falta de recursos médicos.
|
América Central
1980-1989
|
Se calcula que los costes totales de la guerra en El Salvador
alcanzan los 1.100 millones de dólares, y 2.500 en Nicaragua, sin incluir los
costes de rehabilitación de tierras y equipos.
|
África Austral
1980-1988
|
Se estima que Sudáfrica ha gastado de 27.000 a 30.000 millones de
dólares en la desestabilización a la que ha sometido a Angola, y unos 15.000
millones de dólares en Mozambique.
|
Estos ejemplos, y muchos otros más,
para nosotros suponen muerte, dolor y destrucción sin límites; para otros no
representa más que movimiento de capital y creación de riqueza económica.
Prácticamente todos los países del mundo mantienen un ejército, y la creencia
general es que el gasto militar, aún en tiempos de paz, genera puestos de trabajo;
un estudio realizado en Estados Unidos comprobó que por cada 1000 millones de
dólares dedicados al gasto militar, se perdían en el país unos 11.600 puestos
de trabajo, al tiempo que dejaban patente el hecho de que cada vez que crecía
el presupuesto militar, crecía también el índice de paro[57]. Otro
estudio calculó que los 124.000 millones de dólares de presupuesto del
Pentágono se traducen en 118.000 empleos civiles menos; si se restan a éstos
los 88.000 puestos de trabajo creados en el estamento militar, arroja una
pérdida neta de 30.000 empleos[58]. También
en Estados Unidos, un informe realizado por Marion Anderson[59] demostró
que el incremento del gasto militar entre los años 1981 a 1985 ocasionó la
pérdida de 1.146.000 empleos.
Estos estudios realizados en Estados
Unidos son perfectamente exportables a cualquier otro país del mundo; sólo hace
falta que alguien se dedique a realizar el cálculo a partir de los datos
oficiales sobre presupuesto militar que, por otro lado, siempre serán
inferiores a los gastos reales de dicho estamento. Una primera visión de estos
gastos, sin entrar en complejos conceptos económicos, nos permite ver con
claridad que el presupuesto militar absorbe una gran cantidad de recursos que
bien podrían ser destinados, precisamente, a disminuir las tensiones sociales
que originan los conflictos bélicos, tanto en el país propio, como en los
ajenos donde se prevé que nuestro ejército deba intervenir -para eso se
mantiene un ejército-. El gasto militar podría emplearse con mucho mejor éxito en
sanidad, vivienda, enseñanza, atención a las clases desfavorecidas y
recuperación medioambiental. Por ejemplo, el monto que ha pagado Malasia por
dos barcos de guerra podría haber sido utilizado en proporcionar agua potable,
durante veinticinco años, a los tres millones de habitantes del país que
carecen de ella[60].
Por desgracia, la estrategia del
poder para mantener un ejército se basa en el argumento del miedo: tenemos
miedo de vosotros, por lo que creamos un ejército para que vosotros nos temáis
también. El equilibrio del temor se rompe cuando un ejército puede actuar con
ventaja sobre otro, y entonces no duda en hacerlo impulsado por intereses
siempre económicos; aunque se disfrace de conflicto étnico, religioso,
territorial, o cualquier otro, el fundamento mercantilista siempre subyace en
la trastienda; está presente en quien se preocupa en favorecer e impulsar las
crispaciones étnicas, religiosas y territoriales.
Emulando a Maquiavelo.
En ocasiones, el ejército dominante
no se atreve a recurrir al genocidio -siempre por una pura cuestión de imagen
que redunda en un beneficio económico-, y recurre a diversos métodos para
reducir los posibles focos de disidencia que subsistan entre los vencidos; una
de sus estrategias consiste en el desalojo, como el que ha realizado Saddam
Hussein con los kurdos del Norte de Irak persiguiéndolos y expulsándolos a
Turquía en 1991, haciéndolo también con los musulmanes chiítas, a quienes
obligó a huir al vecino Irán. Otro sistema consiste en el desplazamiento de
grandes cantidades de población propia para ocupar los territorios disidentes,
como ha realizado China en diversos países ocupados: Tíbet, Manchuria, Mongolia
Interior, etc. Desde que el Tíbet fue invadido por las tropas de Mao, el
“territorio baldío e inhóspito”, según lo califican las autoridades chinas, que
constituye este país, ha sido poblado por tal cantidad de colonos hasta el
punto de que de los 13,7 millones de habitantes actuales del país, más de la
mitad, 7,6 millones, son de origen chino; los tibetanos son minoría en su
propia patria[61].
Este sistema ha sido llevado a cabo por los chinos en muchas otras regiones: en
el Turkestán oriental, donde han pasado de ser 200.000 colonos en 1949 hasta 7
millones en la actualidad, para una población total que alcanza los 13
millones; en la Mongolia Interior, donde los chinos superan actualmente a los
mongoles en una proporción de 3,4 a 1, en total son 8,5 millones de chinos
frente a 2,5 millones de mongoles; en Manchuria, donde se han establecido 75
millones de chinos frente a un número de manchures que oscila entre los 2 y los
3 millones[62].
El sistema que el gobierno chino utiliza para conseguir estos resultados se
basa en duplicar el salario y conceder algunos otros beneficios, tanto a los
soldados de ocupación, como a los colonos que se instalan en el país.
Este proceso, sin embargo, no es un
invento del gobierno chino; ya lo apuntó Maquiavelo en el siglo XVI, y ha sido
utilizado con gran éxito en numerosos países de Europa desde la expansión
romana hasta la actualidad; ha supuesto un arma sumamente eficaz para la
ocupación del continente americano, y aún lo continúa siendo en los pocos
reductos donde las minorías étnicas y culturales se esfuerzan por subsistir. El
cáncer, en su proceso de expansión, agota todos los recursos de las células sanas que
encuentra.
Energía y entropía en la humanidad.
El cáncer que actualmente representa
la humanidad se manifiesta en tres aspectos principales:
1º )Crecimiento de la población en
régimen geométrico; cada seis segundos se producen en el mundo 28 nacimientos y
diez defunciones; lo que supone que cada hora es necesario alimentar a 11.000
nuevas bocas, casi 100 millones más al año.
2º )Planteamiento economicista sobre
la población humana y los recursos; representado por la idea de H. George[63]: “Un grupo numeroso de personas puede
disfrutar de mayores ventajas colectivas que un grupo pequeño... Las nuevas
bocas que aparecen en una creciente población no requieren más alimentos que
las antiguas, mientras que las manos que traen consigo pueden, siguiendo el
orden natural de las cosas, producir más... Yo sostengo que en un estado de
igualdad, el aumento natural de la población tiende constantemente a hacer que
los individuos sean más ricos, y no más pobres”.
3º) Mantenimiento del crecimiento
demográfico, de la riqueza económica y de la propiedad privada a costa del
medio ambiente, de los grupos étnicos más débiles, o de la marginación de
determinados grupos sociales: contaminación por la producción industrial,
desertización, esquilmación de los recursos, agotamiento de los acuíferos,
desaparición de la biodiversidad, guerras, pobreza forzada, etc.
Resultado: cada vez somos más bocas
a alimentar con un número de necesidades artificiales mayores y un decreciente
aporte de recursos naturales, centenares de miles de toneladas menos de suelo y
centenares de billones de litros de agua menos para cultivar más alimentos. En
la actualidad, la humanidad está ocupando, en mayor o menor medida, las dos
terceras partes de la superficie emergida de la Tierra, y tenemos los ojos
puestos en el tercio restante, deshabitado e inhóspito, con el fin de explotar
los recursos que alberga; cuando este tercio del planeta haya sido esquilmado
¿de dónde pretenderán los economistas conseguir recursos para abastecer a una
población humana de un tamaño tan desmesurado como se prevé?
Sin embargo, las naciones que tienen
capacidad de reacción para buscar alguna solución a la hecatombe que se
avecina, prefieren cerrar los ojos al exterior y volverlos sobre la satisfacción
de sus pequeños y urgentes problemas
regionales, al tiempo que acusan a las naciones pobres de no remediar los
desastres ocasionados en su territorio; el argumento es el siguiente:
“Nosotros, en nuestros países ricos, mantenemos una población estabilizada,
hemos controlado el crecimiento demográfico, estamos saneando nuestros ríos y
mares, luchamos contra la contaminación, la lluvia ácida, la destrucción de la
capa de ozono, y hacemos campañas para salvar las selvas tropicales; os hemos
ofrecido a vosotros, los países pobres, convenios internacionales para que os
suméis a nuestras pretensiones; sin embargo, vuestros bosques se siguen
esquilmando, vuestras industrias apestan a contaminación, y vuestra población
crece a un ritmo desmesurado y se empobrece aún más deprisa; esos son vuestros
problemas, controlad el crecimiento demográfico, acabad con la tala abusiva de
vuestros bosques y mejorad vuestra industria para que sea más eficaz y menos
contaminante”.
Esta es la hipocresía de la sociedad
occidental. Es cierto que hemos controlado en gran medida nuestro crecimiento
demográfico, pero hemos exportado el problema al Tercer Mundo al imponerles
nuestro modus operandi; es cierto que
son sus bosques, sus recursos los que se están agotando, pero somos nosotros
quienes disfrutamos de ellos; también es cierto que sus industrias son más
contaminantes que las nuestras, pero no tienen más remedio si quieren competir
-como por otra parte están obligados- con los masivos sistemas de producción
que los países opulentos hemos implantado. No podemos hacer más que comprender
las palabras de C.T. Kurien[64] al
reprochar a los países ricos sus pretensiones supuestamente ecologistas sobre los países pobres:
“Es una
reducida y opulenta minoría de la población mundial la que está inflamando la
histeria sobre los recursos finitos del planeta y aboga por una ética
conservacionista en interés de aquellos que aún no han nacido; es este mismo
grupo el que hace un esfuerzo organizado para impedir que aquellos que resultan
hallarse fuera de las puertas de su opulencia puedan llegar a alcanzar un nivel
de vida siquiera tolerable. No hace falta estar dotado de visión divina para
darse cuenta de cuáles son sus verdaderas intenciones”.
¿Cómo podemos pedir a un pobre que
no desee una comida decente o un abrigo adecuado, cuando ni siquiera le
invitamos a compartir nuestra casa? Y lo peor es que no nos damos cuenta de que
tenemos casa, comida y abrigo a costa de ese pobre; creemos que lo que tenemos
nos lo hemos ganado con nuestro trabajo, y eso es cierto sólo en parte.
Consideremos la producción de recursos del siguiente modo: Todas las materias
elaboradas que tenemos, que adquirimos o que observamos, responde a dos
términos, materia prima y energía; e incluso la extracción de materia prima se
realiza con un considerable gasto de energía. La cerveza que contiene una lata
supone un gasto de energía para conseguir el producto, un gasto de energía para
conseguir el aluminio de la lata, más energía para elaborar tanto el producto
como el envase, energía en forma de gasolina para desplazar los bidones de
cerveza hasta los lugares de envasado, al igual que con la lata que lo
contendrá, y por último, más energía, en forma de gasolina para realizar la
distribución del producto totalmente elaborado a los lugares de venta; cuando
tomamos una cerveza, lo que pagamos es básicamente gasto de energía, y es este
consumo de energía el que degrada el medio ambiente: la energía del transporte,
la energía de la industria, la energía de la construcción.
La producción de cualquier tipo de
energía nos ata a la Segunda Ley de la Termodinámica, a la entropía; cuando
intentamos crear una organización en un sistema cerrado, siempre es a costa de
una desorganización mayor en los sistemas circundantes; la transformación de la
energía en productos manufacturados supone una desorganización mucho mayor en
los sistemas ecológicos terrestres, de donde se infiere que cuanta más energía sea
consumida por un sistema -en este caso por un país o una sociedad- mayor
será el deterioro a que se someta al medio ambiente.
Con esta base, no es difícil
calcular que el mayor consumo de energía corresponde a los países ricos; los
niveles de energía consumida nos hacen responsables del 80 por ciento de las
emisiones mundiales de dióxido de carbono donde quiera que éstas se realicen;
somos los responsables directos de la desforestación del planeta y de la
destrucción de la capa de ozono, de la contaminación oceánica y del agotamiento
de los caladeros.
Los países pobres apenas consumen
energía; un somalí, un kenyata o un birmano difícilmente vivirán rodeados de
artículos de plástico ni viajarán en avión, ni tendrán aire acondicionado ni,
en su mayoría, dispondrán de un automóvil. Según estadísticas de 1986,
procedentes del WRI y del IIED, el gasto energético que supone el nacimiento de
un niño en Estados Unidos es el doble que el de un niño nacido en Suecia, el
triple que el de un italiano, 13 veces superior al de un brasileño, 35 veces
superior al de un hindú, 140 veces superior que el de un nativo de Bangla Desh
o Kenya y 280 veces superior que el de un niño nacido en Chad, Ruanda, Haití o
Nepal[65]. Se estima
que una dieta humana media debe contener alrededor de 2000 calorías diarias;
sin embargo, un cálculo de la cantidad de energía que consume a diario un
estadounidense, incluyendo sus viajes en coche, su calefacción, aire
acondicionado, etc., alcanza unas 200.000 calorías por persona[66].
Los cálculos que se realizan para
averiguar la proyección de consumo de energía en el futuro próximo son alarmantes;
en un estudio de las Naciones Unidas, llevado a cabo por el premio Nóbel de
Economía Wassily Leontief, se calculó que para mantener una tasa moderada de
crecimiento será necesario multiplicar por cinco el consumo de minerales y por
cuatro la producción de alimentos[67]; también
se predice que antes de setenta y cinco años se habrán agotado las reservas
mundiales de prácticamente la mitad de los metales[68].
Para mantener a la población del
país que más consumo energético realiza en el mundo, los Estados Unidos, con
tan solo un seis por ciento de la población del planeta, son necesarios
aproximadamente la tercera parte de la producción mundial de recursos
minerales; si todo el mundo pretendiera mantener el nivel de vida de un
estadounidense, la producción actual de recursos sólo permitiría que un 18 por
ciento de la población mundial lo alcanzara, mientras que el 82 por ciento
restante no podría disponer absolutamente de nada[69]. Pero el
planteamiento capitalista del funcionamiento económico y el flujo de recursos
obliga a que, para mantener a ese 18 por ciento rico, es necesaria la
participación del 82 por ciento pobre, por lo que habría que mantener a esta
población, al menos, en el límite de subsistencia, lo que implica que ese 18
por ciento opulento también es una cifra exagerada para acceder a la riqueza.
Este hecho motiva también que al
capital -y por tanto al estado- le resulte rentable mantener un cierto
porcentaje de su población bajo el límite de subsistencia, aunque sea en los
países más ricos del mundo; por ejemplo, a comienzos de la década de los 90, no
menos de 32 millones de personas vivían bajo el umbral de la pobreza en los
Estados Unidos, porcentaje similar al que se da en numerosos países europeos.
Dentro de las sociedades
capitalistas, el mantenimiento de discriminaciones sociales y abismales
variaciones de rango es un hecho patente; se mantienen grupos con mucho dinero
y otros con muy poco, algunos individuos disponen de gran autonomía sobre su
propia vida y un desmesurado poder sobre la vida de los demás, mientras que la
mayoría de las personas se ven obligadas a ese sometimiento. En los países
ricos, las familias más pobres, que constituyen el 20 por ciento de la
población, poseen alrededor del cinco por ciento de los ingresos, mientras que
las familias más ricas, el cinco por ciento de la población, disfrutan del 25
por ciento de la renta total [70]. La
distribución de la riqueza aún es más desigual que la de la renta; sobre todo
si, aparte de la marginación económica, influyen en el reparto criterios
racistas; un ejemplo lo constituye el siguiente gráfico sobre las diferencias
económicas sociales entre blancos y negros en Estados Unidos:
ÍNDICE DE NIVEL
ECONÓMICO Y
|
1950
|
1970
|
||
Blancos
|
Negros
|
Blancos
|
Negros
|
|
Mediana de ingresos familiares
|
$ 3445
|
$ 1869
|
$ 10236
|
$ 6516
|
Escolaridad completa (%)
|
33,6
|
12,1
|
57,2
|
35,4
|
Gerentes y técnicos (%)
|
17,0
|
3,8
|
22,5
|
12,6
|
Parados (%)
|
4,9
|
9
|
4,5
|
8,2
|
Mortalidad infantil y fetal (por mil nacimientos)
|
63,3
|
104,5
|
44,0
|
76,9
|
Esperanza de vida (varones)
|
66,5
|
59,1
|
68,0
|
61,3
|
Ya vimos en el capítulo
correspondiente, la necesidad que tiene el capital para mantener estas
discriminaciones; pero, si ni siquiera somos capaces de descubrir este
funcionamiento organizado dentro de nuestras propias fronteras, mucho menos
vamos a hacerlo allende de ellas. El hecho de reconocernos como únicos
responsables de la destrucción ecológica, y de la alarmante situación del
Tercer Mundo, nos debería obligar hacia la paliación y resolución de los
problemas generados por nuestro desmesurado consumismo. Resulta evidente que
los países pobres no pueden conseguir la más mínima mejora en su dramática
situación sin nuestra ayuda y, en ningún caso, podemos permitir que tales
países intenten resolver estos problemas en solitario; el problema no es suyo,
lo hemos creado nosotros y se lo hemos trasladado a ellos para autoconvencernos
de que no tenemos nada que ver en sus asuntos.
Sin embargo, la ayuda que el mundo
rico debería destinar a los países pobres nunca termina de concretarse y, como
mucho, tiende a mantener el nivel de subsistencia suficiente para permitirles
seguir produciendo beneficios a nuestras sociedades. El principal “benefactor” del
Tercer Mundo es Noruega, con una aportación del 1,2 por ciento de su producto
nacional bruto; los Países bajos aportan el 0,98 por ciento, Dinamarca el 0,89
y Suecia el 0,87; por contra, Estados Unidos e Irlanda aportan tan solo el 0,2
por ciento de su PNB[72].
La insuficiencia de estas ayudas es manifiesta, y la necesaria solidaridad
internacional no puede hacerse esperar más.
R. Lewontin, "La diversidad humana". Prensa
Científica, Barcelona, 1994.
[61] Departamento de
Información y Relaciones Internacionales, Administración Central Tibetana de su
Santidad el XIV Dalai Lama, "Tíbet:
Environment and Development Issues 1992". Dharamsala, India, 1992.
Campaña Internacional por el
Tíbet, "The long march: Chinese
Settlers and Chinese Policies in Eastern Tíbet, Results of a Fact Finding
Mission in Tíbet", Dharamsala, India, Septiembre de 1991.
Hola, Jesús, es la segunda vez que entro a tu blog y el primer capitulo de tu novela es muy interesante. Tocas muchos temas relacionados directamente con el actual modo de producción, el capitalismo despiadado y salvaje, desde mi opinión y los datos demográficos y de lucha por la producción que tiene un acance de desigualdad entre los países pobres o bien la superpoblación en el medio rural y el urbano, son variables a tener en cuenta. Yo tengo que volver a leermelo con pausa y detenimiento, me parece un gran trabajo. Soy de la opinión que el problema principal es quien se queda con los excedentes de la producción y la riqueza, en ese abismo que existe. Junto al problema medioambiental, el libro presta un gran servicio social, intuyo. Gracias por escribir tan bien y concienciar. Un gran abrazo. Me lo marco en favoritos para repasarlo con tranquilidad las veces que haga falta.
ResponderEliminarGracias por el comentario Marisa. Es verdad el sistema económico que nos domina es salvaje y despiadado. En el mundo del dinero no existe ni el idealismo, ni la solidaridad ni tan siquiera la compasión. Por supuesto tampoco existe el cerebro suficiente como para averiguar que este régimen es totalmente inviable a corto o, como mucho, medio plazo. El planeta y los recursos no son ilimitados, pero el capitalismo está obligado a ignorar esta realidad para justificarse. Por supuesto no hablemos tampoco del reparto justo y del concepto de riqueza, abordar estas cuestiones es anatema para el capitalismo. Necesitamos con urgencia un nuevo paradigma económico porque el actual es insostenible social y ambientalmente.
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