Hace ya bastantes años, preocupado por la protección de la Amazonia, escribí un artículo centrado en la figura de uno de sus defensores, Chico Mendes, y su asesinato a manos de dos terratenientes, los hermanos Darly y Alvarino Alves, que decidieron quitar de en medio a aquellos defensores de la selva que se oponían a su explotación y degradación y, lo que es mayor delito, que habían demostrado ante la comunidad internacional que existían procedimientos de desarrollo sostenible rentabilizando la selva sin destruirla.
El pasado ocho de diciembre, otros dos indígenas defensores de la selva amazónica han sido asesinados, y en la última década sólo han sido juzgados catorce de los trescientos asesinatos cometidos en Brasil por terratenientes madereros contra indígenas y ecologistas.
Evidentemente el problema no es nuevo y tiene visos de no parar, sobre todo con el nuevo gobierno brasileño que otorga privilegios y carta blanca a terratenientes y multinacionales para explotar la Amazonia. Es por este motivo por el que mi artículo sigue plenamente vigente. Aquí os lo presento:
En memoria de Chico Mendes
Brasil es un mundo; y la Amazonia es
el país más inmenso que existe en dicho mundo; un país demarcado por una
frontera verde de selvas inmensas, surcado por diez mil venas de agua rugiente,
habitado por el jaguar, el xavante y el yanomami, por los dioses jíbaros y el
yacaré. Al otro lado de la frontera, Brasil es un hervidero de injusticias y
terratenientes, de urbes modélicas y miserables favelas, donde unos harapientos rapaces son eliminados, algunas
decenas cada día, en cuanto asoman sus tristes ojos a través de los orificios
de la alcantarilla que les sirve de cama y refugio.
Es en este otro país, donde los
torsos de esculturales “garotas” se
tuestan al sol de Ipanema, donde los desfalcos financieros hallan feliz refugio
junto con sus aprehensores, y donde el estado concede subvenciones a Volkswagen
y Ford[1] para
agotar los suelos de sus gigantescos ranchos; es en este país donde se deciden
el destino, los usos y disfrutes de la vecina Amazonia: La selva no es frontera
ni está habitada, es la proveedora de madera para abastecer al mundo; los ríos
no son venas pulsantes de la vida allende la frontera, sino la libertad
inadecuada que es preciso represar para arrebatarle su energía, en forma de electricidad.
La Amazonia no es el pulmón del mundo, pues el mundo no respira, está tan
muerto como la mente de quien traza estos planes.
Así, la frontera de la Amazonia cada
vez se recoge más, la anaconda muere en pantanos resecos, y menos torrentes, arroyos
y ríos descansan incólumes en las aguas del gran Amazonas. Carreteras donde el
arawak habitaba, helipuertos en los cazaderos del jaguar; y granjas atestadas
de pletóricas reses, de corta vida, para satisfacer las demandas de las
poderosas hamburgueserías, obra cumbre de la civilización occidental.
Al otro lado de la frontera verde,
la situación no es más venturosa; treinta millones de desempleados se hacinan
en las favelas y los suburbios de las
grandes ciudades del país, diez millones y medio de campesinos no tienen
tierras que cultivar; una minoría de terratenientes y militares, el 1% de la
población, son propietarios de la mitad de las tierras agrícolas, mientras que
otra minoría elegida entre los miserables, los más afortunados de todos ellos,
consiguen un empleo en las fincas de los hacendados a cambio del precario
sustento familiar, en base a los 50 dólares que cada mes perciben por su
trabajo. Así pues, el gobierno autoproclamado de todo el Brasil, esto es, de
todo el mundo, decide dar a esta carnaza humana la posesión de la Amazonia
conquistada. Les promete una carretera que se interna en el corazón de la
selva, y una franja de tierra de diez kilómetros de extensión a cada uno de los
lados de la carretera; cien hectáreas para cada trabajador que debe cultivar y
hacer económicamente rentables; les conceden seis meses de sueldo adelantado y
créditos sin intereses. La “estéril” Amazonia debe rendirse a los conceptos
productivos de sus nuevos amos.
Pero la Amazonia es tenaz, da a
entender que sin su modo de vida prefiere no vivir, y así, en tan solo dos
cosechas, el suelo pierde toda su fertilidad. Los incendios para despoblar los
bosques, las talas incontroladas para acaparar más y más tierras de cultivo, el
exhaustivo trabajo de la pala excavadora, todo resulta vano e inútil. Las
carreteras nunca pudieron concluirse a causa de las permanentes inundaciones
que antaño fertilizaban la Amazonia, ahora convertidas en implacables riadas; y
únicamente el diez por ciento de la población prevista llegó a instalarse en
las granjas más accesibles del territorio recién conquistado[2].
Sin embargo, nuevas tierras, aunque
sean pocas, constituyen una posibilidad de enriquecimiento añadido, sobre todo
si el escrúpulo por conquistar el poder mediante la utilización del crimen no
existe. Entran en acción los fazendeiros,
propietarios de las fazendas o
haciendas, la mayoría de ellas apropiadas ilegalmente. Existen leyes, pero a un
lado está la urbe, y al otro la Amazonia, y las leyes de la urbe no traspasan
la selva. La Amazonia no produce cultivos, pero sí madera y caucho, y esto se
traduce en dinero; parte de este dinero sirve para el enriquecimiento de la
casta privilegiada, y la otra parte, para ordenar la muerte de quienes se
oponen al lucrativo negocio de los fazendeiros.
Así pues, muchos de estos terratenientes están huidos de la justicia, con las
sangre a sus espaldas, oficialmente acusados de homicidio; pero su refugio es
una lujosa villa en Manaos, en Porto Velho, o en el mismísimo Río de Janeiro.
Dos de estos fazendeiros, los hermanos Darly y Alvarino Alves, tenían en su
agenda de 1987 una peculiar lista, similar a las que estaban a disposición de
algunos de sus correligionarios, una lista de la muerte encabezada por un
nombre: Chico Mendes, un vulgar chiclero, un recogedor de caucho. Su crimen
consistió en defender la frontera de la selva, en denunciar las apropiaciones y
explotaciones ilegales -entre ellas las de los hermanos Alves- y en promulgar
que la Amazonia y el hombre podían convivir, demostrando en la práctica que tal
posibilidad era cierta. Había desarrollado un proyecto distinto para el
aprovechamiento de la selva, sin arrancar árboles, sin quemar, sin acabar con
la vida del Amazonas; había demostrado que la recolección del látex podía
realizarse de una forma no traumática para la vegetación y, lo que es más
importante, convenció al Banco Mundial para llevarlo a cabo. A imagen de
Gandhi, junto con sus compañeros chicleros y sus familias, opuso una
resistencia no violenta al avance de las motosierras, el empate de derrubada, interponiendo sus cuerpos entre las dentadas
cuchillas y los troncos de los árboles indefensos.
Tuvo enfrentamientos con los
hermanos Alves, por lo que el gobierno le otorgó una escolta permanente de dos
policías, los suficientes para mantenerlo vivo hasta final de año. Poco antes
de Navidad, un disparo de escopeta en el pecho acabó con su vida y con las
esperanzas de muchos chicleros y gentes de bien de todo el mundo; tres semanas
antes realizó unas declaraciones en las que preveía el fatal desenlace: “El cinco de Diciembre la policía militar
del estado de Acre reveló que tres pistoleros profesionales habían sido
contratados por Darly Alves y Alvarino Alves para matarme. Causa espanto que
estos dos forajidos continúen sueltos. ¡Qué país, Dios mío! ¿Cuándo va a
terminar todo esto? ¿Quizá nunca? Ellos pueden matarme, yo no quiero morir,
quiero vivir, amo la vida, a mi mujer, a mis dos hijos, nuestra lucha... Tengo
miedo, si, pero no estoy paralizado”. Chico Mendes no fue ni el primer ni el
último mártir de la Naturaleza; desde 1980, han sido más de 1500 personas las
que han muerto en Brasil por causas similares.
Hubo un tiempo, no muy lejano, en el
que las húmedas selvas que se agrupan en torno al Ecuador, ocupaban una amplia
extensión de la tierra emergida, unos 16 millones de km2, el 10% del
total; fazendeiros y madereros,
incendios provocados y envenenamientos del suelo, carreteras y construcciones
imprescindibles para la cómoda vida del frágil hombre occidental, ocasionaron
su drástica reducción. Actualmente, tan solo unos 9 millones de km2
subsisten en precario estado, bajo la constante amenaza del buldozer y la
motosierra; 5 millones de km2 en América latina, de los que 4
millones de km2 pertenecen a la Amazonia; 2,1 millones de km2
en Asia y Oceanía, y 1,8 millones de km2 en el continente africano.
Si alguien visita el moderno Japón,
comprobará como las autoridades están poniendo un especial énfasis en la
repoblación forestal de su territorio, pero pocos se darán cuenta, ni los propios
japoneses, que tras su duramente conseguido bienestar se halla la monstruosidad
de ser la nación que más hectáreas ha desforestado, y sigue desforestando, en
todo el mundo, tanto en la Amazonia como en el Sudoeste asiático, donde se han
agotado las reservas de madera de Tailandia y Filipinas, y donde el programa de
transmigración humana preparado para Indonesia, bajo los auspicios de la
comunidad internacional y, muy especialmente, de Japón, está procediendo a
trasladar a 65 millones de habitantes de las áreas superpobladas del país, las
islas de Java y Madura, a las islas exteriores con menor población, en las que
la agricultura tradicional, basada en la conservación de los bosques y la
rotación de los cultivos, se verá seriamente alterada por los modernos
procedimientos para dar de comer a tan ingente masa humana, al tiempo que la
tranquila vida de los habitantes de dichas islas ya nunca volverá a ser igual.
En el tiempo que se tarda en leer
esta página, unas cincuenta hectáreas de bosque tropical han sido taladas; un
total de deforestación que oscila desde 8 a 20 millones de hectáreas de selva
anuales; tan solo durante el año 1988, se talaron en la Amazonia 25 millones de
hectáreas, la mitad del territorio español; un año antes, en 1987, otros 20 millones
de hectáreas habían sido pasto de las llamas. Y esto sin hablar de los
actualmente inexistentes bosques templados que antaño poblaban Europa, o las
estepas asiáticas, o las praderas de Norteamérica. Consideremos que el tiempo
de regeneración del bosque tropical húmedo en clímax es de medio milenio. La
Tierra sí respira, pero se le ha extirpado un pulmón, y el otro está canceroso.
Pero los bosques no son solamente
árboles y plantas, también albergan animales que necesitan un medio idóneo para
desarrollarse; la desaparición de su ambiente conlleva su propia extinción de
la faz de la Tierra. Así, por ejemplo, en palabras de Desmond Morris[3]: “Se calcula que al terminar la Segunda
Guerra Mundial, la vida salvaje africana disponía de sólo la décima parte del
espacio vital que disfrutaba en la época victoriana. Cuarenta años más tarde, a
mediados de la década de los 80, se ha visto reducida aún más, a un décimo de
esta décima parte. Dicho de otro modo, lo que ahora vemos no es más que una
centésima parte de lo que conocieron los primeros naturalistas victorianos”.
[2] Algún tiempo
después de escribir estas líneas, el día 15-1-96, escuché una noticia en un
informativo, en la que se comunicaba que el gobierno de Brasil acababa de
firmar un decreto por el que se autoriza a los "colonos", esto es,
multinacionales e industrias, a reclamar para sí las tierras de los indígenas,
con el fin de aumentar la afluencia y circulación de capitales en el país, la
noticia se ilustraba con imágenes de selva desforestada y de indígenas
hambrientos y desesperados. Inmediatamente, numerosos "colonos"
procedieron a apropiarse de tan goloso pastel, lo que ha motivado que, a
finales del siglo XX, algunas tribus indígenas se levanten en pie de guerra
contra el gobierno, secuestrando a algunos de los funcionarios enviados a
dichos lugares.
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