Este artículo está basado en
parte en una investigación personal sobre religiones comparadas. En ningún caso
plantea una creencia religiosa personal (me considero agnóstico y mi principal
motor de creencias es la evidencia científica), pero indaga en la convergencia
entre distintas tradiciones, tanto religiosas como filosóficas, con respecto a la
relación de la humanidad con la naturaleza, aspecto en el que sí me integro
como defensor de la sinergia ecológica y de la Teoría Gaia.
Babel triunfa en Senaar.
Según
algunas mitologías hubo un tiempo, un pasado remoto en la historia de la
humanidad, en el que el hombre no se sentía distinto de cuanto le rodeaba;
individuo y Naturaleza eran uno; la individualidad constituía una parte
inconscientemente activa de la panigualdad. Alagunos llamaron Edad Lemúrica a
dicha era, correspondiente a lo que podríamos denominar humanidad de Adán y Eva
y que, según la tradición judeocristiana, recorría el paraíso terrenal, imagen
de la armonía planetaria, conociendo y nombrando todo aquello que encontraba a
su paso. El conocimiento era recíproco: -"Tú eres gacela y corres veloz
por la pradera; tú eres león, y te agazapas en la espesura al acecho de tu
presa; tú eres árbol, creces de la tierra y de tus ramas cuelga el fruto que me
alimenta. -Y tú eres humano, y andas erguido sobre el suelo[1]".
Pero la
humanidad lemúrica, Adán y Eva, probaron el fruto del árbol del Conocimiento;
la armonía comenzó a declinar; el hombre supo que él no era árbol, que él no
era león; el hombre se reconoció distinto. El Paraíso pasó a ser un lugar, un
estado, en el que se podía permanecer o alejarse, pero no era el único lugar.
El hombre conoció las partes del universo, y se alejó del Paraíso para saber
más. El fruto del árbol del Conocimiento despertó la conciencia de
individualidad, y el hombre reconoció la individualidad en él y en cuanto le
rodeaba. El Paraíso dejó de existir; la armonía dio paso al caos, el Todo se
transformó en sus partes: Esta fue la primera caída de la humanidad
representada en el libro del Génesis mediante la expulsión del Paraíso y la
felicidad y armonía que representaba.
Ocurrió
que la humanidad acrecentaba constantemente el conocimiento que de las cosas y
la materia tenía; los hombres dominaron la Tierra, el arado y la construcción;
tomaron posesión del suelo que habitaban, cada uno según su capacidad, y
utilizaron sus manos, y los ladrillos que con ellas fabricaron, para construir
un edificio que les acercara al Conocimiento y a las causas. En el país de
Senaar[2] edificaron su torre. Pero la humanidad ya no era uno,
sino muchos; y el conocimiento no era uno, sino que eran muchos; todos
parciales, todos incompletos, y la mayoría contrapuestos. Se enfrentó el
criterio de cada parte y la torre se trocó en confusión, por eso la llamaron
Babel[3]. Ya nadie hablaba el mismo idioma; cada persona sólo
reconocía su opinión, confrontada con la parte del conocimiento que constituía
su verdad. La "Puerta de Dios" quedó cerrada. Esta fue la segunda
caída de la humanidad, simbolizada en la destrucción divina de la Torre de
Babel.
Según
la filosofía neoplatónica y algunos grupos gnósticos del cristianismo primitivo,
estas dos caídas fueron imprescindibles para la evolución de la conciencia. El conocimiento
que se debía adquirir, el fruto del Árbol de la Ciencia, requería el descenso
en la materia, la experiencia de la individualidad; hundirse, incluso, en el
estrato más denso de toda la existencia material y, a partir de él, aflorar de
nuevo hacia los sutiles y elevados niveles de una conciencia superior; pero
portando toda la experiencia acumulada en los eones que el ciclo precisa para
cumplirse. La historia de Adán y Eva y la historia de Babel fueron, según estas
creencias, pasos dolorosos en la epopeya de la civilización, pero acaso
necesarios; y de ellos sacamos el conocimiento suficiente para trocarlos en
mitos, de los que la humanidad guarda un imborrable recuerdo. Sin embargo, a
fuer del estado actual de las sociedades modernas, el ciclo no se ha cumplido todavía,
seguimos imbuidos en el proceso atomizador y no queremos abrir la Puerta de
Dios, esto es, el retorno al Paraíso en el que la felicidad y la armonía
reinarán entre la humanidad y la naturaleza. El símbolo permanece, pero hemos
olvidado su significado; Babel triunfa en Senaar.
Competitividad e intolerancia.
Tradicionalmente,
los diferentes regímenes políticos que, a lo largo de la historia, han sido
instaurados en las distintas regiones del globo, pueden ser analizados como la
manifestación social de la disgregación humana. Los grandes imperios históricos
casi siempre concluyeron en la diáspora. Las monarquías regionales dieron paso
a repúblicas; los regímenes totalitarios trocáronse en democracias. Es cierto
que en muchas regiones del planeta la instauración de una democracia aún
constituye una deseada utopía; pero, aunque en dichos países siga imperando el
totalitarismo, ¿no es cierto que el mundo “civilizado” aboga por la destitución
y sustitución de tales regímenes por sistemas igualitarios?
Las
monarquías clásicas, las dictaduras, los totalitarismos en general, sean del
tipo que sean, precisaron a lo largo de los siglos del apoyo de un amplio
sector de la población de cada país. La disgregación de la humanidad se
manifestó, políticamente, primero en estados regidos por un hombre
todopoderoso, síntesis de la voluntad de su pueblo[4].
Posteriormente
se atomizó en grupos de poder: aristocracia, clero, burguesía, artesanos,
labradores, etc., separados por sus diferentes intereses, pero con una gran
cohesión dentro de cada grupo. Surgieron revoluciones y aparecieron los
partidos políticos, continuando con el proceso de atomización de la sociedad,
imperando aún cada uno de dichos partidos en determinados sectores de
población, cada vez más reducidos, pero con un gran adoctrinamiento en cuanto a
los fines perseguidos por su organización. Y el proceso continuó con el
inconformismo; la partitocracia dejó de ser representativa de los intereses
particulares, cada vez más enfrentados con el colectivo.
Pero el
reconocimiento de la individualidad debió alcanzar un punto de inflexión, en el
que la conciencia de globalidad comenzara a manifestarse. El hombre, lejos de superar el antiguo estado
evolutivo alcanzado con la conciencia de su Yo, ha dispuesto la instauración de
su supremacía a costa de los otros yoes. Así pues, individualidad y globalidad,
conceptos originalmente interpenetrados, son conscientemente manipulados,
cruzados y trastocados en función de las intenciones de los grupos de poder.
El
gobierno, los partidos políticos, la Iglesia, el poder económico etc., exigen
acciones individuales en beneficio de la sociedad que les mantiene. Las ofertas
comerciales, la publicidad y determinados condicionamientos sociales, apelan a
nuestra individualidad con el fin de consumir tal o cual producto, en exclusiva
para nuestra categoría. En ambos casos se hace patente la manipulación de
nuestra individualidad en aras de intereses ajenos, grupales o particulares.
Una
opinión expresada puede parecer a nuestro interlocutor como "poco
solidaria" o como "carente de criterio personal", según sea la
intención del oyente; sin embargo, competitividad y solidaridad son las
palabras clave de la cultura occidental. La solidaridad, la tolerancia, los
derechos humanos, son el caballo de batalla de la dialéctica política;
representan la antigua historia unívoca de la humanidad, y la conciencia del
fin último de nuestra evolución moral; pero sobre el caballo de batalla monta
el verdadero guerrero de la modernidad: ¡Hay que ser competitivo!
Hemos
de competir con otras personas por un puesto de trabajo, hay que competir con
otras empresas por la comercialización de nuestros productos, hemos de competir
con otros países para mejorar nuestra balanza comercial. La competitividad nos
es enseñada en las escuelas, institutos y universidades, nos es impuesta en la
vida diaria y, finalmente, subliminalmente, nos conduce a la intolerancia. No
toleramos que alguien sepa más que nosotros, no consentimos que nadie tenga más
que nosotros. No podemos soportar que alguna persona demuestre su poder sobre
nosotros. Si no tenemos trabajo es porque los extranjeros, sobre todo los
inmigrantes del tercer mundo, vienen a arrebatarnos por unas pocas monedas los
puestos laborales que antes teníamos a nuestro cargo. Si no tenemos pesca, es a
causa de terceros países que nos arrebatan los caladeros. Siempre existe un
culpable, siempre topamos con una competencia desleal que trabaja contra
nosotros.
En
realidad, la competitividad es la base de nuestra sociedad. No se puede ser
solidario y competitivo al mismo tiempo; lo uno excluye a lo otro. Es la
esquizofrenia de la civilización, la enfermedad, el conflicto de occidente[5]; y el conflicto aumenta el proceso de atomización.
¿Cuándo se podría dar en una sociedad tolerante un enfrentamiento étnico? ¿Cómo
podría ocurrir entre personas solidarias una guerra comercial o religiosa?
¿Podrían ocasionar seres fraternalmente unidos un conflicto armado por
discrepancias fronterizas? Sin embargo, los enfrentamientos de diversa índole
se multiplican por doquier. ¿Por qué, entonces, se nos engaña constantemente con
el concepto de solidaridad cuando lo que realmente se pretende es ganar en una
competición desbocada?
Por lo
tanto, ¿no resultaría conveniente comprender exactamente los conceptos de
individualidad, globalidad y panigualdad? Si fuéramos conscientes de que todos
somos individuos, tan solo individuos, ni blancos ni negros, ni comunistas ni capitalistas;
si comprendiéramos que todos formamos parte de una individualidad global, que
ningún grano de tierra es más que otro en la llanura, pondríamos fin a la
locura de la competitividad. Entonces ¿qué importaría nuestro dispar origen
europeo o africano?, y lo que es más, sería justo y conveniente reconocer que
no sólo los humanos, sino también los demás seres, hemos nacido diferentes, y
diferentes debemos permanecer, por lo que también manifestamos distintas
necesidades y, obrando justamente, deben existir diferentes formas de
satisfacerlas. Los derechos naturales no son sólo universales, sino también particulares.
Sólo este concepto de individualidad puede conducirnos a la panigualdad.
Todos
conocemos el tradicional sistema de castas imperante en la antigua sociedad hindú (actualmente todo ha cambiado
diametralmente) y, sin justificarlo, se dio la paradoja de que tal división en
grupos diferentes ocupando un mismo territorio ha fomentado una singular
tolerancia no sólo a las distintas etnias, sino incluso a sus diferentes cultos
religiosos. Una sociedad en la que los propios habitantes se segregaban en
compartimientos cerrados a las interferencias de otras castas, en la que los
matrimonios se celebraban exclusivamente entre miembros de tales grupos, en la
que las profesiones eran, asimismo, exclusivas para cada sector de la sociedad
y cada grupo se sentía orgulloso de su profesión y, al tiempo, todas las castas
convivían en un mismo territorio, no constituía una actitud excepcional el
admitir que en su país se instalasen grupos étnicos y religiosos de muy diversa
procedencia, siempre y cuando no interfiriesen en la costumbre establecida
dentro de cada casta[6]. Parsis, judíos, cristianos, musulmanes, chinos o
malayos, encontraron en la India un lugar tolerante con sus creencias y modos
de vida; tenían reconocida su individualidad personal, y comprendían la ajena.
La no interferencia entre las diferentes individualidades constituía el
fundamento de la convivencia; de hecho, la guerra, los conflictos étnicos, los enfrentamientos
fronterizos, son un supuesto imposible entre personas individualizadas, pero
conocedoras de la interconexión de la humanidad en todos sus niveles, entre los
que no existe el miedo a ideas ajenas, nuevas o revolucionarias, y entre los
que la imposición por la fuerza de otros modelos de comportamiento es un
absurdo. Fue este mismo principio el que motivó al emperador chino T'ai Tsung
T'ang, cuando en el año 638 se incorporaron algunas comunidades cristianas en
diversas ciudades del imperio, a pronunciar las siguientes palabras: “La vía (tao) no ha tenido, en todos los
tiempos y lugares, el mismo nombre; el sabio no ha tenido, en todos los tiempos
y lugares, el mismo cuerpo humano. El cielo ha hecho que se instituyera una
religión adecuada para cada clima y región a fin de que cada una de las razas
de la tierra pudiera salvarse”.[7]
¿Qué ha
ocurrido en otros lugares donde existía o llegó a implantarse una raza
dominante y proselitista? Simplemente que los grupos minoritarios resultaron
exterminados; ni siquiera puede hablarse de absorción o integración, sino de
aniquilación. Ocurrió, y ocurre, con los indios americanos, con los oriundos
tibetanos, con el pueblo kurdo, con el enfrentamiento entre tutsis y utus de
Ruanda, Burundi y Zaire; y con tantos otros que sería interminable
relacionarlos.
Nación o territorio.
La
individualidad, la singularidad, no es tolerable por el grupo, en palabras de
Edouard Zarifian: “Cuando se es diferente
del grupo, se está contra el grupo. Si se está contra el grupo, este corre el
riesgo de que se le destruya. Dadas esas circunstancias, y para protegerse, el
grupo tiene que excluir el peligro representado por la diferencia”. Así,
pues, eliminando la disidencia se crea artificialmente un pueblo homogéneo y
fuerte, una nación. La nación, la patria, representa la idea de un modo de vida
adoctrinado del que no es posible escapar. Se establece un sistema político, un
modelo de funcionamiento económico, se demarcan unas fronteras entre las que el
gobierno dispone de absoluta autoridad y, dentro de esas fronteras, se
instauran y se hacen cumplir determinadas leyes en las que se basa la
convivencia organizada del colectivo. La patria lo exige todo, hasta la última
gota de nuestra sangre, y precisamente, el origen de una nación responde exclusivamente
al territorio ganado mediante una conquista militar que, en muchos casos, fue
realizada por sociedades y civilizaciones con las que nada tienen que ver los
actuales habitantes de cada país.
La
individualidad sólo se tolera dentro de unos límites; si el interés particular
no es bueno para la nación, se reglamenta, estableciendo el punto exacto en el
que determinada actitud se convierte en delito; y no resulta infrecuente que
dicha actitud se limite tan solo a pensar de forma diferente a como lo hacen
los gobernantes de turno.
El
concepto de nación se convierte en una abstracción difícil, si no imposible, de
racionalizar. Supuestamente se compone de un colectivo humano, unido por una
historia convergente, con un idioma común y ocupando un territorio determinado;
pero paso a paso, podemos desechar cada una de estas premisas. ¿Cómo se pueden
determinar las características particulares de un colectivo humano?; podemos
decir: “los blancos son de mi nación, los negros o amarillos son de otro país”
pues, efectivamente, las diferencias raciales suponen una caracterización
particular para determinados colectivos dentro de la humanidad, pero ¿qué
ocurre si un individuo de distinta raza nace en el país de los blancos?, ¿se le
excluye de dicha comunidad, o el principio de territorio impera sobre el
color?; ¿y qué hacemos con los mestizos? Evidentemente, la diferenciación de la
humanidad en razas no es argumento suficiente para delimitar colectivos humanos
excluyentes.
Pero,
¿podemos encontrar algún concepto que nos sirva para realizar tal delimitación?
Reconozcámoslo, el proceso histórico de atomización ha sido demasiado perfecto
para encontrar una comunidad absolutamente coherente; cada individuo es
diferente. Podemos buscar coincidencias entre diversos individuos, y con cada
grupo coincidente podríamos establecer un patrón de nacionalidad; pero en
realidad, ninguno de dichos patrones puede ser considerado como argumento
suficiente para decir: “a partir de aquí, nada tenéis que ver con nosotros”, de
lo contrario, podríamos contar con países habitados exclusivamente por
fontaneros o por grupos sanguíneos RH-. Puestos a ser puristas, cada individuo
constituye su propia nacionalidad.
El
factor histórico como delimitador de una nacionalidad tampoco resulta
definitivo; la historia está absolutamente entremezclada a nivel mundial, y
totalmente particularizada a nivel individual. Trazar un límite de historia
común para definir una nación nos conduce de nuevo al proceso de atomización; y
por el mismo motivo, el idioma históricamente establecido responde a la
normalización oficial de los diferentes dialectos, o peculiaridades
lingüísticas diferenciadas de la raíz original, sin entrar en los numerosos
casos en los que la lengua vernácula ha sido condenada a la desaparición para
imponer el idioma nacional.
Sin
embargo, el factor más absurdo para delimitar el espacio nacional corresponde a
la idea de territorio. Si ocupamos un determinado espacio geográfico es por
pura “casualidad”, esto es, el territorio existía antes de nuestra llegada.
Somos acogidos por un territorio preexistente que, en justa correspondencia,
debería dictar las normas necesarias para poder ocuparlo sin daño para ninguna
de las partes. Si nos situamos en la selva del Amazonas, y decimos: “desde este
árbol hasta aquel río es Venezuela; desde allí hasta la falda de ese monte
pertenece a la Guyana, y desde el monte hasta este árbol es Brasil”, estaremos
creando un absurdo tan solo superado cuando dicha delimitación se acompaña por
la negligente diferenciación en la explotación de lo que se consideran
“recursos naturales”. Por ejemplo, si uno de los tres países implicados comenta
“vamos a suspender las talas de árboles que vosotros estáis realizando, así
protegeremos nuestra parte de la selva”, a lo que otro contesta “Si, pero
vosotros habéis colocado una industria química que realiza vertidos tóxicos al
río que penetra en nuestro territorio”, y el tercero responde “Nosotros ni
ponemos ni quitamos selva, pero vamos a dirigir el turismo hacia la frontera,
pondremos hoteles y la gente disfrutará de la selva virgen”. El resultado es
ineludible, el territorio que superaba el abstracto concepto de patria se ve
abocado a la degradación en aras de tal abstracción, es más, incluso el propio
estado corre el riesgo de perder, a causa de dicha degradación, el territorio
que ocupa.
No
crean que el ejemplo anterior es puntual y exagerado; las exigencias de la
patria establecen un cumplimiento ineludible de las premisas que conduzcan a su
autoafirmación, su crecimiento y su primacía en el mundo. Como muestra, tomemos
un ejemplo de patriotismo manifestado en un documento del gobierno
estadounidense:
“Tenemos alrededor del 50% de las
riquezas del mundo, pero sólo somos el 6,3% de su población... En esta
situación no podemos dejar de ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra
auténtica tarea en el período que se avecina es planear un modelo de relaciones
con los otros países que nos permita mantener esa posición de disparidad sin un
detrimento efectivo de nuestra seguridad nacional. Para ello, necesitamos estar
dispensados de todo sentimentalismo y sueño vano; nuestra intención debe
concentrarse en todos nuestros objetivos nacionales inmediatos. No debemos
engañarnos con la idea de que podemos permitirnos el lujo del altruismo y ser
benefactores del mundo... Hemos de dejar de hablar de vagos y reales objetivos
como derechos humanos, elevación del nivel de vida y democratización. No está
lejos el día en que tendremos que empezar a aplicar estrictos conceptos de
poder. Cuanto menos estemos entonces entorpecidos por eslogans idealistas,
tanto mejor”.[8]
Si nos
olvidamos de la idea de nación, podremos prestar atención al territorio, con
sus habitantes, personas y animales, con sus prados y fuentes, bosques y ríos.
La patria nos exige su autosatisfacción a costa del territorio y del individuo;
el territorio permite la incorporación del individuo a un colectivo variado y
autocompensado.
Entrando en la viña del prójimo.
El
ilustre jurista británico William Blackstone afirmaba que “la ley de la Naturaleza, coetánea con el género humano y dictada por
Dios, es superior a toda otra, y ninguna ley humana es válida si contraría a la
de la Naturaleza”. Es lo mismo de lo que se queja Jesús: “Dejando el precepto de Dios, os aferráis a
la tradición de los hombres” (Marcos 7, 8). Y la ley de la Naturaleza no
diferencia fronteras artificiales, ni países delimitados, ni colectivos
excluyentes. Si comparamos el territorio con el cuerpo humano, nos resultará
absurdo pensar en una autoexclusión del hígado respecto al resto del organismo,
o una acción agresiva del páncreas para independizarse del aparato digestivo.
Todo el organismo funciona en conjunto, y la autoexclusión del algún órgano
ocasionaría enfermedades e incluso la muerte no sólo a dicho órgano, sino
también al colectivo conformado por el organismo.
La
diferenciación particularizada en funcionalidades orgánicas y celulares se
corresponde con la misma estructura atomizada de la humanidad y la Naturaleza.
Somos blancos, amarillos, negros, bípedos, cuadrúpedos, pulmonados,
branquiados, carnosos o leñosos, con clorofila o sin ella, aéreos, terrestres o
acuáticos. Absolutamente todos los seres de la naturaleza estamos
diferenciados, pero actuamos, o así debería ser, de forma sinérgica. En un
funcionamiento sinérgico no existen “míos” ni “tuyos”, sino nuestros. Somos
células organizadas en un colectivo, diferentes entre sí, con necesidades
distintas y distintos modos de satisfacción, pero con un objetivo común: la
supervivencia del organismo es nuestra propia supervivencia; o en palabras de
Mijail Gorbachov: “Las naciones son como
una cordada de alpinistas que, o alcanzan juntos la cima, o juntos se sumen en
el abismo”. La idea de nación supone una involución en el desarrollo de la
humanidad.
Asimismo,
el concepto de nación supone una diferenciación forzada en los modos de
conducta, regidos por una legislación diferenciada para cada territorio ocupado
por dicha nación. Según Ramacharaka[9], “las leyes
humanas son el resultado del término medio de un pueblo, influidas por el
término medio de la conciencia de ese pueblo”; esto significa que no
solamente pueblos distintos impondrán leyes distintas, sino que según evolucione
la conciencia de dicho pueblo, las leyes se verán obligadas a evolucionar. Pero
considerando que tales leyes son el resultado del término medio de la
conciencia del colectivo, será inevitable que existan personas de conciencia
evolucionada para quienes determinadas leyes resulten absurdas y, por el
contrario, otras personas adolecerán de una conciencia atrasada, por lo que
tales leyes les resultarán incomprensibles. En el fondo, el término medio no es
más que un punto, en el que tan solo unas pocas personas podrán permanecer a
gusto; en este sentido, ya apuntó Aristóteles que “un estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas buenas
leyes”. A fin de cuentas, las leyes no satisfacen a casi nadie, aunque
todos pongamos la excusa de que están para cumplirlas.
El
origen de la legislación artificial viene motivado por el olvido de la Ley
Natural; la jurisprudencia de Blackstone y su reconocida autoridad sólo sirven
para ilustrar con buenas citas determinados textos. La ley artificial se ha ido
imponiendo a lo largo de los siglos; por ejemplo, si algún caminante se siente
hambriento, y encuentra árboles frutales con los que saciarse, la ley natural
le permite satisfacer su hambre, pero no esquilmar la producción del árbol; sin
embargo, la ley artificial califica este acto como hurto, siempre y cuando el
árbol tenga un propietario, lo que suele ser corriente. A este respecto, la
antigua ley mosaica indicaba lo siguiente: “Si
entras en la viña de tu prójimo, podrás comer todas las uvas que quieras, hasta
saciarte, pero no las meterás en tu zurrón. Si pasas por las mieses de tu
prójimo, podrás arrancar espigas con tu mano, pero no meterás la hoz en la mies
de tu prójimo” (Deuteronomio 23, 25-26). Esta cita supone un claro ejemplo
de lo que es una ley artificial perfectamente adaptada a la Ley Natural; sin
embargo, en la actualidad, no son pocas las personas asesinadas por entrar a
comer fruta en una hacienda ajena.
El
origen de la legislación artificial nos fue claramente expuesto por Lao Tse:
“Cuando la acción conforme al
Principio se debilitó, cuando los hombres cesaron de actuar espontáneamente con
bondad y equidad, se inventaron los principios artificiales de la bondad y la
equidad; y los de la prudencia y la sabiduría que degeneraron pronto en política.
Cuando los padres ya no vivieron en
la armonía natural antigua, se intentó suplir este déficit con la invención de
los principios artificiales de la piedad y del afecto paternal.
Cuando los estados hubieron caído en
el desorden se inventó el tipo de ministro fiel.
Rechazad la sabiduría y la prudencia
artificiales, convencionales, la política, para retornar a la rectitud natural
primitiva, y el pueblo será cien veces más feliz.
Rechazad la bondad y la equidad
artificiales, la piedad filial y paternal convencionales, y el pueblo
retornará, por su bien, a la equidad natural, a la piedad filial y paternal
espontáneas.
Rechazad el lucro y los malhechores
desaparecerán. Con la simplicidad primordial retornaremos a la honestidad
primordial.
Renunciad a estas tres categorías
artificiales, pues lo artificial no es suficiente para nada.
Esto es a lo que debéis dedicaros:
ser simple, permanecer natural, tener pocos intereses particulares y pocos
deseos”.
Lao Tse, Tao Te King.
La substitución de la ley natural por las leyes
artificiales motivó el surgimiento del poder político, capaz de aplicar tales
leyes en virtud de una autoridad reconocida, lo que obligo a la búsqueda del “hombre bueno”, mencionado por
Aristóteles, a fin de conseguir que la aplicación de las leyes atendiera a una
justicia imparcial; sin embargo, la propia estructura de la autoridad política
propiciaba el acceso al poder a personas en absoluto justas, sino generalmente
motivadas por intereses particulares, egocentrismos y megalomanías, capaces de
utilizar la autoridad adquirida en la instauración de totalitarismos. Así pues,
la casi totalidad de gobiernos habidos en los diferentes estados que conforman
nuestro mundo, desde el comienzo de la historia hasta la Edad Contemporánea,
han correspondido a regímenes totalitarios, impuestos y mantenidos por la
fuerza; el “hombre bueno” nunca, o casi nunca, tuvo acceso al gobierno de una
nación.
La
lección aprendida de la historia, llevó a las sociedades modernas a la búsqueda
de nuevos sistemas políticos, en los que fuera posible prevenir la aparición de
tiranos o malos gobernantes o, en caso de que surgieran, poder destituirlos
antes de que la situación alcanzara un punto crítico. A este fin aparecieron
las democracias; el planteamiento es simple: elegimos a nuestros gobernantes
por un tiempo determinado, pasado el cual, y si lo han hecho bien, volveremos a
ponerlos al frente del gobierno; en caso contrario elegiremos a un nuevo
candidato; esto es, buscaremos permanentemente al “hombre bueno” hasta que
aparezca.
Ahora
bien, la búsqueda de tal persona supone una reglamentación para otorgarle el
poder, una reglamentación mayor para abolir su gobierno en caso de
incompetencia, una reglamentación de división de poderes, los clásicos
legislativo, ejecutivo y judicial, para prevenir los abusos que pudiera cometer
durante su mandato y organizar el funcionamiento social, y una
extraordinariamente imbricada reglamentación de interferencia entre todos los
estamentos creados para mantener el sistema político; la conclusión final de
tan complejo código de funcionamiento tiende, inevitablemente, hacia su
autojustificación, sea a costa de lo que sea.
Como
contrapunto, podemos recordar la cita de Lao Tse quien, ante un planteamiento
de similar calidad, aunque distante en el tiempo comentó:
“Cuantos más reglamentos hay, menos
se enriquece el pueblo. Cuantas más fuentes de ingreso hay, menos orden hay. Cuanto
más detallado está el código, más pululan los ladrones. La multiplicación lo
arruina todo”.
Lao Tse, Tao Te King.
Conciencia ecológica o experiencia mística.
Si
antes hablaba de generalidades, ahora hablo de particularidades y, a este
nivel, las críticas que puedo recibir son enormes; sin embargo, es aquí donde
empieza la integración en un sistema natural de funcionamiento orgánico; de
nada sirven las bellas palabras y los grandiosos discursos sociales si,
interiormente, no estamos realmente convencidos para su aplicación de un modo
absolutamente personal. En este sentido, sin embargo, las predisposiciones
particularizadas para la actuación en favor del organismo Gaia chocan
frontalmente con el interés de la comodidad personal; nadie piensa en el
desierto mientras circula a 120 kilómetros por hora en una autopista, sino en
lo pronto que llegará a cenar a su casa, igual que nadie piensa en el efecto
invernadero mientras mantiene la calefacción conectada durante todo el día; en
la casa de una persona así, se cena a determinada hora, y esa persona cumplirá
fielmente; y la temperatura ambiente siempre estará fijada en 25°, lo que le
reconfortará cuando llegue al hogar tras una invernal jornada de trabajo. Poco
a poco, nuestra comodidad individual tenderá a poseer un depurador atmosférico
instalado en nuestro domicilio para impedir la entrada de la tóxica atmósfera
exterior; o dispondremos de un adecuado vehículo que nos permita desplazarnos a
nuestro centro de trabajo a salvo de las nocivas radiaciones ultravioletas. La
tecnología nos proveerá de comodidad, pero Gaia habrá muerto, y nosotros, o
nuestros hijos, seremos los siguientes en el acta de defunción; pero eso sí,
moriremos cómodos.
Nuestra
existencia sólo es posible dentro de un sistema de funcionamiento orgánico, en
el que cada parte mantiene una permanente interrelación con las demás; no somos
superiores a los animales, aunque dispongamos de rifles para matarlos; y no
somos diferentes de las plantas, aunque poseamos máquinas cosechadoras e
invernaderos. Nuestra vida depende de plantas y animales, de agua y aire, y la
composición del agua y el aire, la existencia de plantes y animales, dependen
lo uno de lo otro. Nada sería como es si no existiera el vecino eslabón de la
cadena. Rompamos un eslabón mediante la ingeniería genética, la radiación
nuclear, los gases de efecto invernadero, las talas y quemas de los bosques, la
extinción de alguna especie, o cualquiera de los numerosos medios que hemos
ideado para hacerlo, y habremos acabado con la homeostasis planetaria; el aire
no volverá a ser lo que es, el agua variará su temperatura y concentración
salina, el suelo se volverá estéril y, si no disponemos de medios para emigrar
a otro planeta, el único eslabón que permanecerá de la cadena, durante un
tiempo limitado, será una humanidad alimentada de aguas pútridas y carroña[10]. Pero eso sí, el culpable del desastre habrá sido el
gobierno, la sociedad, los científicos o los magnates de la economía; nosotros,
pensaremos, nunca tuvimos nada que ver en el desarrollo de tan dramáticos
sucesos. Dramático y egoísta pensamiento.
Dejémonos
de esta detestable mezquindad y afrontemos los hechos; somos, individualmente,
los únicos capaces de determinar nuestro futuro como especie y como organismo;
he expuesto en otros artículos los desmanes cometidos contra la Naturaleza
enfocándolos como atentados contra la propia humanidad, pero hemos de realizar
un cambio substancial en nuestra psicología para poder afrontar el único modo
de solucionar el problema, pues en el fondo, la enfermedad no es del planeta,
sino del Hombre; sin embargo, al ser incapaces de reconocer el mal en nosotros
mismos, al menos hemos de pensar en la salvación de Gaia, y la nuestra vendrá
por añadidura. Una idea que Alan Watts expuso así[11]:
“Necesitamos ser plenamente
conscientes de nuestra ecología, de nuestra interdependencia y virtual
identidad con otras formas de vida que los egocéntricos métodos de nuestro
sistema habitual de pensar nos impiden experimentar como un hecho real. El
llamado mundo físico y el cuerpo humano no son más que un mismo y único
proceso, tan solo diferenciados, por ejemplo, como pueden estarlo los pulmones
del corazón o la cabeza de las extremidades. En los obtusos círculos académicos
hago referencia a este tipo de comprensión llamándola «conciencia ecológica».
En cualquier otra parte la llamaría «conciencia ecológica» o «experiencia
mística».
Esta
misma idea, consistente en la necesidad de adoptar un nuevo sistema de
conciencia, también lo encontramos expresado en la obra del ecólogo Daniel B.
Botkin expuesto del siguiente modo[12]:
“Para resolver nuestros problemas
medioambientales se requiere una nueva perspectiva que va más allá de la
ciencia y tiene que ver con la forma en que cada uno percibe el mundo”.
Se
trata de la misma conciencia de panigualdad de la que nos hablaba Pablo de
Tarso: “Pues del mismo modo que el cuerpo
es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no
obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo”.(I Corintios 12, 12);
es fácil comprender este planteamiento pero, probablemente, nos resulte
complicado planificar el modo de ejecutarlo; no olvidemos que el cambio de
mentalidad ha de ser substancial para poder llevarlo a cabo. La primera pista
para este cambio de mentalidad nos viene dada por Krishna:
“El amor que siente un iluminado es
ecuánime y universal, no hace diferencias entre un brahmín austero y sabio y
una vaca o un elefante, o un perro, o incluso el bruto que come carne de
perro”.
Bhagavad
Gita.
Este
planteamiento también entronca con la tradición budista, quienes consideran que
la encarnación humana es un estado privilegiado, siendo éste el único desde el
que se puede alcanzar la liberación final en el Nirvana; por lo que las
diferentes manifestaciones encarnadas de menor desarrollo, según su creencia
reencarnacionista, han de ser tratadas con suma misericordia, deseando su
pronta evolución hacia el estado humano; en ese sentido dice un canon budista: “Quien con puro corazón ofrezca tan solo un
vaso de agua a la asamblea espiritual o apague la sed del pobre o de un animal
silvestre, mantendrá durante muchas épocas el merecimiento de su acción”.
Esto es, demostrar mediante el simple acto cotidiano, el amor ecuánime y
universal mencionado por Krishna. De hecho, un repaso a las leyes budistas nos
muestra los siguientes ejemplos de cotidianos modos de actuación:
- Abstenerse de llevar armas
defensivas, y sacrificar la existencia, no solo en beneficio del prójimo, sino
aún de los mismos animales cuando sea necesario.
- Proveer de alimento y abrigo a los
hombres y animales menesterosos.
- Plantar árboles en las márgenes de
los caminos y abrir pozos para comodidad de los caminantes[14].
También
el Tao Te King se manifiesta al respecto:
“Siendo así, el sabio vive sin
actuar, enseña sin hablar. Permite a todos los seres existir sin oponerse
directamente, vivir sin acapararlos, actuar sin explotarlos”.
Lao Tse, Tao Te King.
En definitiva, el hombre se encuentra manifestado en
este plano existencial para crecer, desarrollarse y, finalmente, alcanzar un
estado de perfección que le permitirá reunificarse con la naturaleza y la
armonía natural. Nuestra búsqueda de la perfección, en los planteamientos
religiosos, es la búsqueda de Dios, y recordemos que, en palabras atribuídas a
Hermes Trismegisto: “Cuando buscas a
Dios, buscas la Belleza”. Esta búsqueda de la belleza no se realiza fuera
del mundo natural, y nunca se encuentra alterando dicho mundo. De hecho, el
hombre busca parajes particularmente armónicos y naturalmente conservados para
expandir su conciencia. Los impolutos espacios naturales son, al mismo tiempo,
reconocidos lugares de culto para las diversas religiones o filosofías que
pueblan el planeta. H.P. Blavatsky se refería a ello[15] diciendo con preocupación: “La Naturaleza brinda recatados lugares a quienes saben amarla; pero,
desgraciadamente, tan solo muy lejos de los países civilizados puede el hombre
adorar en espíritu a la Divinidad cual la adoraron sus antepasados”. Y esta
unión con la Divinidad nos manifiesta lo siguiente:
“El hombre de buena voluntad que
muestra simpatía y compasión por todas las criaturas, que libre de todo
egoísmo, ya no concibe pensamientos como «Yo» o «Mío», dotado de una paz
estable, permanece en armonía tanto en los momentos de placer, como en la
desdicha, manteniendo una actitud continua de perdón hacia toda ofensa.
Un Yogui de estas cualidades,
siempre esforzándose con determinación en la práctica del Yoga, al tiempo que
alegre y complacido, que concentra su mente y su visión interior en Mí, este
hombre en verdad me ama, al igual que Yo le amo a él”.
Bhagavad
Gita.
Inevitablemente,
un funcionamiento de estas características, en teoría tan difícil de alcanzar,
dada la gran cantidad de egoísmos, intereses particulares y ansias de poder
existentes en la humanidad, debe tener contrapartidas evidentes que garanticen
su funcionalidad; pues no se trata de realizar un simple acto de fe. El
conocimiento científico que actualmente poseemos nos permite darnos cuenta del
actual estado de Gaia y del Hombre. La filosofía clásica abunda en críticas
hacia los planteamientos artificiales de explotación del espacio natural, y nos
marca el camino a seguir para la consecución del funcionamiento sinérgico entre
la humanidad y la naturaleza, dos manifestaciones de la conciencia que no están
en absoluto disociadas.
Y la
aplicación de este conocimiento científico-filosófico de unidad entre las
diferentes manifestaciones que conforman el organismo Gaia, ha de llevar a un
único resultado: armonía.
“El Principio no tiene nombre
propio. Es la Naturaleza. Esta Naturaleza tan inaparente es más poderosa que
cualquiera que sea. Si los príncipes y el emperador se conforman con él, todos
los seres se harán espontáneamente sus colaboradores; el cielo y la tierra
actuando en perfecta armonía, extenderán un rocío azucarado; el pueblo estará
regulado sin que se le obligue”.
Lao Tse, Tao Te King.
Pocas veces en la historia de la humanidad, se ha
producido una confluencia tan evidente entre los conocimientos filosófico y
científico con las creencias de muchas tradiciones religiosas antiguas y
modernas; La moral de los antiguos profetas, las ideas arrojadas por los
mayores sabios y los lúcidos textos entresacados de las diferentes escrituras de
muchos credos, convergen con el palpable estado de deterioro del momento
actual, puesto de manifiesto por las investigaciones y datos aportados por la
ciencia, y con las únicas vías de escape para tan dramática situación. Sin
embargo, los ojos ciegos y los oídos sordos vuelven a ser, como siempre ha sido
a través de los siglos, la tónica dominante en la sociedad actual. Muestren una
evidencia en forma de agua contaminada, fruta envenenada o animal martirizado,
y no tendrá nada que hacer ante un buen puñado de billetes ingresados en
nuestra cuenta bancaria a final de mes.
Desgracias
humanas y desgracias naturales: hambre y sequía, guerra y exterminio, polución
y cáncer; todo se publica hacia afuera y se olvida por dentro; tal vez, algo
parecido pensaba Cioran cuando dijo: “Los
hombres no viven en ellos sino en otra cosa. Por eso tienen preocupaciones. Y
las tienen porque no sabrían qué hacer si no las tuvieran a cada momento”.
Las conversaciones de bar tratan sobre los desastres económicos o políticos,
pero no se asocian con nuestros propios males, y tiramos la servilleta de papel
al suelo contando con que será otro quien la recoja. Y a otros nos toca recoger
los numerosos desperdicios que nos han depositado en los suelos y en el alma.
La consciencia de la situación, el conocimiento de la unidad con todo cuanto
somos y nos rodea, se convierte en un doloroso don que nos transforma en
guerreros y nos arroja a una cruel y difícil batalla, en la que debemos salvar
a nuestros propios enemigos.
“¡Oh, Arjuna! Hay una batalla que
ganar antes de que nos sean abiertas las puertas del cielo. ¡Felices son
aquellos guerreros cuya actitud es participar en esa guerra!”.
Bhagavad Gita.
[1] Según dicha mitología, durante
la edad lemúrica las formas no habían alcanzado aún los grados de densidad material que conocemos; los espíritus de todo lo
existente se diferenciaban, básicamente, en la calidad de su evolución, y muy
poco en el aspecto físico que presentaban; por lo que la idea de gacela, león,
árbol o humano referida en el texto debe interpretarse, exclusivamente, como
una parábola ajena a dicha mitología para exponer las ideas posteriores.
[4] La teoría del materialismo
cultural de Marvin Harris, basada en la tesis de los "cultos cargo",
aplicada a todos los comportamientos de cada grupo humano o individuo
particular, propugna la idea del interés de acumulación de cada individuo en su
acercamiento al poder, pues, si en principio, el individuo elegido para regir
los destinos de un colectivo debe servir a dicho colectivo con sus aportaciones
cazadoras, guerreras, comerciales, o cualesquiera que éstas sean, subyace la
motivación del beneficio económico o social particular; evidentemente tal
teoría puede ser aplicada a determinados comportamientos individuales, pero
ampliar su contenido a todos los grupos humanos indicaría, como apunta Martín
Lozano ("Los poderes ocultos, Mecanismos y tramas de dominación en el mundo
actual". Alba Longa Editorial, Valladolid, 1994), "que detrás de los desvelos de los constructores de catedrales, de
los místicos, de un Aristóteles, de un Miguel Ángel, o de cualquiera de los
creadores que a lo largo de la historia hicieron de su obra un testimonio
elocuente de transcendencia y espiritualidad, no operaba otro impulso que el de
ver su despensa bien surtida de patatas y costillas de cerdo, o el de poseer un
abundante serrallo").
[6] En una entrevista realizada al
escritor francés residente en la India Alain Daniélou, publicada en el Nº 104
de la revista Integral, comenta esta anécdota: "Cuando un discípulo y gran amigo de Gandhi quiso casarse con una
bonita barrendera, pensando que cometía así un acto de gran caridad, la madre
de la barrendera le dio varios escobazos a Gandhi, chillando: «Mi hija no se
casará nunca con uno de sus cochinos brahmanes». Estaba realmente indignada de
que un brahmán quisiera desposar a una mujer que no era de su casta".
Menudo pedazo de artículo, Jesús, me quito el sombrero.
ResponderEliminarSon muchos los aspectos que tocas y que me gustaría comentar, pero me voy a centrar en un par de ellos.
Creo que todas las religiones se basan en puntos comunes, como el saber qué hay más allá, y por más allá está la muerte, pero también la vida, los aspectos que no comprendemos. En resumen, buscamos ese conocimiento del que hablas. Querer saber es el motor que nos hace evolucionar como sociedad.
Hay otro aspecto común en casi todas las sociedades a lo largo de la Historia, y es que los poderosos, los que controlan el cotarro, siempre han utilizado la religión para arrimar el ascua a su sardina y dominar al sometido mediante proclamas egoístas.
Estoy especialmente de acuerdo con lo de que competimos por todo, que desconfiemos de todo y de todos, por eso me parece casi paradójico que luego caigamos en las redes de cualquier cantamañanas que nos calienta la oreja y nos lleva por donde quiere. Es algo que a mí me sorprende.
La dicotomía individualidad-colectividad es sumamente interesante y me parece un punto en el que reflexionar mucho.
Enhorabuena por tan fantástico trabajo y por esas fotos tan bonitas.
Un abrazo.