martes, 21 de abril de 2020

LA CAUSA ECOLÓGICA DESDE EL PRISMA DE LA FILOSOFÍA CLÁSICA Y LAS RELIGIONES.


     Este artículo está basado en parte en una investigación personal sobre religiones comparadas. En ningún caso plantea una creencia religiosa personal (me considero agnóstico y mi principal motor de creencias es la evidencia científica), pero indaga en la convergencia entre distintas tradiciones, tanto religiosas como filosóficas, con respecto a la relación de la humanidad con la naturaleza, aspecto en el que sí me integro como defensor de la sinergia ecológica y de la Teoría Gaia. 

Babel triunfa en Senaar.

     Según algunas mitologías hubo un tiempo, un pasado remoto en la historia de la humanidad, en el que el hombre no se sentía distinto de cuanto le rodeaba; individuo y Naturaleza eran uno; la individualidad constituía una parte inconscientemente activa de la panigualdad. Alagunos llamaron Edad Lemúrica a dicha era, correspondiente a lo que podríamos denominar humanidad de Adán y Eva y que, según la tradición judeocristiana, recorría el paraíso terrenal, imagen de la armonía planetaria, conociendo y nombrando todo aquello que encontraba a su paso. El conocimiento era recíproco: -"Tú eres gacela y corres veloz por la pradera; tú eres león, y te agazapas en la espesura al acecho de tu presa; tú eres árbol, creces de la tierra y de tus ramas cuelga el fruto que me alimenta. -Y tú eres humano, y andas erguido sobre el suelo[1]".
     Pero la humanidad lemúrica, Adán y Eva, probaron el fruto del árbol del Conocimiento; la armonía comenzó a declinar; el hombre supo que él no era árbol, que él no era león; el hombre se reconoció distinto. El Paraíso pasó a ser un lugar, un estado, en el que se podía permanecer o alejarse, pero no era el único lugar. El hombre conoció las partes del universo, y se alejó del Paraíso para saber más. El fruto del árbol del Conocimiento despertó la conciencia de individualidad, y el hombre reconoció la individualidad en él y en cuanto le rodeaba. El Paraíso dejó de existir; la armonía dio paso al caos, el Todo se transformó en sus partes: Esta fue la primera caída de la humanidad representada en el libro del Génesis mediante la expulsión del Paraíso y la felicidad y armonía que representaba.
     Ocurrió que la humanidad acrecentaba constantemente el conocimiento que de las cosas y la materia tenía; los hombres dominaron la Tierra, el arado y la construcción; tomaron posesión del suelo que habitaban, cada uno según su capacidad, y utilizaron sus manos, y los ladrillos que con ellas fabricaron, para construir un edificio que les acercara al Conocimiento y a las causas. En el país de Senaar[2] edificaron su torre. Pero la humanidad ya no era uno, sino muchos; y el conocimiento no era uno, sino que eran muchos; todos parciales, todos incompletos, y la mayoría contrapuestos. Se enfrentó el criterio de cada parte y la torre se trocó en confusión, por eso la llamaron Babel[3]. Ya nadie hablaba el mismo idioma; cada persona sólo reconocía su opinión, confrontada con la parte del conocimiento que constituía su verdad. La "Puerta de Dios" quedó cerrada. Esta fue la segunda caída de la humanidad, simbolizada en la destrucción divina de la Torre de Babel.
     Según la filosofía neoplatónica y algunos grupos gnósticos del cristianismo primitivo, estas dos caídas fueron imprescindibles para la evolución de la conciencia. El conocimiento que se debía adquirir, el fruto del Árbol de la Ciencia, requería el descenso en la materia, la experiencia de la individualidad; hundirse, incluso, en el estrato más denso de toda la existencia material y, a partir de él, aflorar de nuevo hacia los sutiles y elevados niveles de una conciencia superior; pero portando toda la experiencia acumulada en los eones que el ciclo precisa para cumplirse. La historia de Adán y Eva y la historia de Babel fueron, según estas creencias, pasos dolorosos en la epopeya de la civilización, pero acaso necesarios; y de ellos sacamos el conocimiento suficiente para trocarlos en mitos, de los que la humanidad guarda un imborrable recuerdo. Sin embargo, a fuer del estado actual de las sociedades modernas, el ciclo no se ha cumplido todavía, seguimos imbuidos en el proceso atomizador y no queremos abrir la Puerta de Dios, esto es, el retorno al Paraíso en el que la felicidad y la armonía reinarán entre la humanidad y la naturaleza. El símbolo permanece, pero hemos olvidado su significado; Babel triunfa en Senaar.

Competitividad e intolerancia.

     Tradicionalmente, los diferentes regímenes políticos que, a lo largo de la historia, han sido instaurados en las distintas regiones del globo, pueden ser analizados como la manifestación social de la disgregación humana. Los grandes imperios históricos casi siempre concluyeron en la diáspora. Las monarquías regionales dieron paso a repúblicas; los regímenes totalitarios trocáronse en democracias. Es cierto que en muchas regiones del planeta la instauración de una democracia aún constituye una deseada utopía; pero, aunque en dichos países siga imperando el totalitarismo, ¿no es cierto que el mundo “civilizado” aboga por la destitución y sustitución de tales regímenes por sistemas igualitarios?
     Las monarquías clásicas, las dictaduras, los totalitarismos en general, sean del tipo que sean, precisaron a lo largo de los siglos del apoyo de un amplio sector de la población de cada país. La disgregación de la humanidad se manifestó, políticamente, primero en estados regidos por un hombre todopoderoso, síntesis de la voluntad de su pueblo[4].
     Posteriormente se atomizó en grupos de poder: aristocracia, clero, burguesía, artesanos, labradores, etc., separados por sus diferentes intereses, pero con una gran cohesión dentro de cada grupo. Surgieron revoluciones y aparecieron los partidos políticos, continuando con el proceso de atomización de la sociedad, imperando aún cada uno de dichos partidos en determinados sectores de población, cada vez más reducidos, pero con un gran adoctrinamiento en cuanto a los fines perseguidos por su organización. Y el proceso continuó con el inconformismo; la partitocracia dejó de ser representativa de los intereses particulares, cada vez más enfrentados con el colectivo.
     Pero el reconocimiento de la individualidad debió alcanzar un punto de inflexión, en el que la conciencia de globalidad comenzara a manifestarse.  El hombre, lejos de superar el antiguo estado evolutivo alcanzado con la conciencia de su Yo, ha dispuesto la instauración de su supremacía a costa de los otros yoes. Así pues, individualidad y globalidad, conceptos originalmente interpenetrados, son conscientemente manipulados, cruzados y trastocados en función de las intenciones de los grupos de poder.
     El gobierno, los partidos políticos, la Iglesia, el poder económico etc., exigen acciones individuales en beneficio de la sociedad que les mantiene. Las ofertas comerciales, la publicidad y determinados condicionamientos sociales, apelan a nuestra individualidad con el fin de consumir tal o cual producto, en exclusiva para nuestra categoría. En ambos casos se hace patente la manipulación de nuestra individualidad en aras de intereses ajenos, grupales o particulares.
     Una opinión expresada puede parecer a nuestro interlocutor como "poco solidaria" o como "carente de criterio personal", según sea la intención del oyente; sin embargo, competitividad y solidaridad son las palabras clave de la cultura occidental. La solidaridad, la tolerancia, los derechos humanos, son el caballo de batalla de la dialéctica política; representan la antigua historia unívoca de la humanidad, y la conciencia del fin último de nuestra evolución moral; pero sobre el caballo de batalla monta el verdadero guerrero de la modernidad: ¡Hay que ser competitivo!
     Hemos de competir con otras personas por un puesto de trabajo, hay que competir con otras empresas por la comercialización de nuestros productos, hemos de competir con otros países para mejorar nuestra balanza comercial. La competitividad nos es enseñada en las escuelas, institutos y universidades, nos es impuesta en la vida diaria y, finalmente, subliminalmente, nos conduce a la intolerancia. No toleramos que alguien sepa más que nosotros, no consentimos que nadie tenga más que nosotros. No podemos soportar que alguna persona demuestre su poder sobre nosotros. Si no tenemos trabajo es porque los extranjeros, sobre todo los inmigrantes del tercer mundo, vienen a arrebatarnos por unas pocas monedas los puestos laborales que antes teníamos a nuestro cargo. Si no tenemos pesca, es a causa de terceros países que nos arrebatan los caladeros. Siempre existe un culpable, siempre topamos con una competencia desleal que trabaja contra nosotros.
     En realidad, la competitividad es la base de nuestra sociedad. No se puede ser solidario y competitivo al mismo tiempo; lo uno excluye a lo otro. Es la esquizofrenia de la civilización, la enfermedad, el conflicto de occidente[5]; y el conflicto aumenta el proceso de atomización. ¿Cuándo se podría dar en una sociedad tolerante un enfrentamiento étnico? ¿Cómo podría ocurrir entre personas solidarias una guerra comercial o religiosa? ¿Podrían ocasionar seres fraternalmente unidos un conflicto armado por discrepancias fronterizas? Sin embargo, los enfrentamientos de diversa índole se multiplican por doquier. ¿Por qué, entonces, se nos engaña constantemente con el concepto de solidaridad cuando lo que realmente se pretende es ganar en una competición desbocada?
     Por lo tanto, ¿no resultaría conveniente comprender exactamente los conceptos de individualidad, globalidad y panigualdad? Si fuéramos conscientes de que todos somos individuos, tan solo individuos, ni blancos ni negros, ni comunistas ni capitalistas; si comprendiéramos que todos formamos parte de una individualidad global, que ningún grano de tierra es más que otro en la llanura, pondríamos fin a la locura de la competitividad. Entonces ¿qué importaría nuestro dispar origen europeo o africano?, y lo que es más, sería justo y conveniente reconocer que no sólo los humanos, sino también los demás seres, hemos nacido diferentes, y diferentes debemos permanecer, por lo que también manifestamos distintas necesidades y, obrando justamente, deben existir diferentes formas de satisfacerlas. Los derechos naturales no son sólo universales, sino también particulares. Sólo este concepto de individualidad puede conducirnos a la panigualdad.
     Todos conocemos el tradicional sistema de castas imperante en la antigua sociedad  hindú (actualmente todo ha cambiado diametralmente) y, sin justificarlo, se dio la paradoja de que tal división en grupos diferentes ocupando un mismo territorio ha fomentado una singular tolerancia no sólo a las distintas etnias, sino incluso a sus diferentes cultos religiosos. Una sociedad en la que los propios habitantes se segregaban en compartimientos cerrados a las interferencias de otras castas, en la que los matrimonios se celebraban exclusivamente entre miembros de tales grupos, en la que las profesiones eran, asimismo, exclusivas para cada sector de la sociedad y cada grupo se sentía orgulloso de su profesión y, al tiempo, todas las castas convivían en un mismo territorio, no constituía una actitud excepcional el admitir que en su país se instalasen grupos étnicos y religiosos de muy diversa procedencia, siempre y cuando no interfiriesen en la costumbre establecida dentro de cada casta[6]. Parsis, judíos, cristianos, musulmanes, chinos o malayos, encontraron en la India un lugar tolerante con sus creencias y modos de vida; tenían reconocida su individualidad personal, y comprendían la ajena. La no interferencia entre las diferentes individualidades constituía el fundamento de la convivencia; de hecho, la guerra, los conflictos étnicos, los enfrentamientos fronterizos, son un supuesto imposible entre personas individualizadas, pero conocedoras de la interconexión de la humanidad en todos sus niveles, entre los que no existe el miedo a ideas ajenas, nuevas o revolucionarias, y entre los que la imposición por la fuerza de otros modelos de comportamiento es un absurdo. Fue este mismo principio el que motivó al emperador chino T'ai Tsung T'ang, cuando en el año 638 se incorporaron algunas comunidades cristianas en diversas ciudades del imperio, a pronunciar las siguientes palabras: “La vía (tao) no ha tenido, en todos los tiempos y lugares, el mismo nombre; el sabio no ha tenido, en todos los tiempos y lugares, el mismo cuerpo humano. El cielo ha hecho que se instituyera una religión adecuada para cada clima y región a fin de que cada una de las razas de la tierra pudiera salvarse”.[7]
     ¿Qué ha ocurrido en otros lugares donde existía o llegó a implantarse una raza dominante y proselitista? Simplemente que los grupos minoritarios resultaron exterminados; ni siquiera puede hablarse de absorción o integración, sino de aniquilación. Ocurrió, y ocurre, con los indios americanos, con los oriundos tibetanos, con el pueblo kurdo, con el enfrentamiento entre tutsis y utus de Ruanda, Burundi y Zaire; y con tantos otros que sería interminable relacionarlos.

Nación o territorio.

     La individualidad, la singularidad, no es tolerable por el grupo, en palabras de Edouard Zarifian: “Cuando se es diferente del grupo, se está contra el grupo. Si se está contra el grupo, este corre el riesgo de que se le destruya. Dadas esas circunstancias, y para protegerse, el grupo tiene que excluir el peligro representado por la diferencia”. Así, pues, eliminando la disidencia se crea artificialmente un pueblo homogéneo y fuerte, una nación. La nación, la patria, representa la idea de un modo de vida adoctrinado del que no es posible escapar. Se establece un sistema político, un modelo de funcionamiento económico, se demarcan unas fronteras entre las que el gobierno dispone de absoluta autoridad y, dentro de esas fronteras, se instauran y se hacen cumplir determinadas leyes en las que se basa la convivencia organizada del colectivo. La patria lo exige todo, hasta la última gota de nuestra sangre, y precisamente, el origen de una nación responde exclusivamente al territorio ganado mediante una conquista militar que, en muchos casos, fue realizada por sociedades y civilizaciones con las que nada tienen que ver los actuales habitantes de cada país.
     La individualidad sólo se tolera dentro de unos límites; si el interés particular no es bueno para la nación, se reglamenta, estableciendo el punto exacto en el que determinada actitud se convierte en delito; y no resulta infrecuente que dicha actitud se limite tan solo a pensar de forma diferente a como lo hacen los gobernantes de turno.
     El concepto de nación se convierte en una abstracción difícil, si no imposible, de racionalizar. Supuestamente se compone de un colectivo humano, unido por una historia convergente, con un idioma común y ocupando un territorio determinado; pero paso a paso, podemos desechar cada una de estas premisas. ¿Cómo se pueden determinar las características particulares de un colectivo humano?; podemos decir: “los blancos son de mi nación, los negros o amarillos son de otro país” pues, efectivamente, las diferencias raciales suponen una caracterización particular para determinados colectivos dentro de la humanidad, pero ¿qué ocurre si un individuo de distinta raza nace en el país de los blancos?, ¿se le excluye de dicha comunidad, o el principio de territorio impera sobre el color?; ¿y qué hacemos con los mestizos? Evidentemente, la diferenciación de la humanidad en razas no es argumento suficiente para delimitar colectivos humanos excluyentes.
     Pero, ¿podemos encontrar algún concepto que nos sirva para realizar tal delimitación? Reconozcámoslo, el proceso histórico de atomización ha sido demasiado perfecto para encontrar una comunidad absolutamente coherente; cada individuo es diferente. Podemos buscar coincidencias entre diversos individuos, y con cada grupo coincidente podríamos establecer un patrón de nacionalidad; pero en realidad, ninguno de dichos patrones puede ser considerado como argumento suficiente para decir: “a partir de aquí, nada tenéis que ver con nosotros”, de lo contrario, podríamos contar con países habitados exclusivamente por fontaneros o por grupos sanguíneos RH-. Puestos a ser puristas, cada individuo constituye su propia nacionalidad.
     El factor histórico como delimitador de una nacionalidad tampoco resulta definitivo; la historia está absolutamente entremezclada a nivel mundial, y totalmente particularizada a nivel individual. Trazar un límite de historia común para definir una nación nos conduce de nuevo al proceso de atomización; y por el mismo motivo, el idioma históricamente establecido responde a la normalización oficial de los diferentes dialectos, o peculiaridades lingüísticas diferenciadas de la raíz original, sin entrar en los numerosos casos en los que la lengua vernácula ha sido condenada a la desaparición para imponer el idioma nacional.
     Sin embargo, el factor más absurdo para delimitar el espacio nacional corresponde a la idea de territorio. Si ocupamos un determinado espacio geográfico es por pura “casualidad”, esto es, el territorio existía antes de nuestra llegada. Somos acogidos por un territorio preexistente que, en justa correspondencia, debería dictar las normas necesarias para poder ocuparlo sin daño para ninguna de las partes. Si nos situamos en la selva del Amazonas, y decimos: “desde este árbol hasta aquel río es Venezuela; desde allí hasta la falda de ese monte pertenece a la Guyana, y desde el monte hasta este árbol es Brasil”, estaremos creando un absurdo tan solo superado cuando dicha delimitación se acompaña por la negligente diferenciación en la explotación de lo que se consideran “recursos naturales”. Por ejemplo, si uno de los tres países implicados comenta “vamos a suspender las talas de árboles que vosotros estáis realizando, así protegeremos nuestra parte de la selva”, a lo que otro contesta “Si, pero vosotros habéis colocado una industria química que realiza vertidos tóxicos al río que penetra en nuestro territorio”, y el tercero responde “Nosotros ni ponemos ni quitamos selva, pero vamos a dirigir el turismo hacia la frontera, pondremos hoteles y la gente disfrutará de la selva virgen”. El resultado es ineludible, el territorio que superaba el abstracto concepto de patria se ve abocado a la degradación en aras de tal abstracción, es más, incluso el propio estado corre el riesgo de perder, a causa de dicha degradación, el territorio que ocupa.
     No crean que el ejemplo anterior es puntual y exagerado; las exigencias de la patria establecen un cumplimiento ineludible de las premisas que conduzcan a su autoafirmación, su crecimiento y su primacía en el mundo. Como muestra, tomemos un ejemplo de patriotismo manifestado en un documento del gobierno estadounidense:

     “Tenemos alrededor del 50% de las riquezas del mundo, pero sólo somos el 6,3% de su población... En esta situación no podemos dejar de ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra auténtica tarea en el período que se avecina es planear un modelo de relaciones con los otros países que nos permita mantener esa posición de disparidad sin un detrimento efectivo de nuestra seguridad nacional. Para ello, necesitamos estar dispensados de todo sentimentalismo y sueño vano; nuestra intención debe concentrarse en todos nuestros objetivos nacionales inmediatos. No debemos engañarnos con la idea de que podemos permitirnos el lujo del altruismo y ser benefactores del mundo... Hemos de dejar de hablar de vagos y reales objetivos como derechos humanos, elevación del nivel de vida y democratización. No está lejos el día en que tendremos que empezar a aplicar estrictos conceptos de poder. Cuanto menos estemos entonces entorpecidos por eslogans idealistas, tanto mejor”.[8]

     Si nos olvidamos de la idea de nación, podremos prestar atención al territorio, con sus habitantes, personas y animales, con sus prados y fuentes, bosques y ríos. La patria nos exige su autosatisfacción a costa del territorio y del individuo; el territorio permite la incorporación del individuo a un colectivo variado y autocompensado.

Entrando en la viña del prójimo.

     El ilustre jurista británico William Blackstone afirmaba que “la ley de la Naturaleza, coetánea con el género humano y dictada por Dios, es superior a toda otra, y ninguna ley humana es válida si contraría a la de la Naturaleza”. Es lo mismo de lo que se queja Jesús: “Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres” (Marcos 7, 8). Y la ley de la Naturaleza no diferencia fronteras artificiales, ni países delimitados, ni colectivos excluyentes. Si comparamos el territorio con el cuerpo humano, nos resultará absurdo pensar en una autoexclusión del hígado respecto al resto del organismo, o una acción agresiva del páncreas para independizarse del aparato digestivo. Todo el organismo funciona en conjunto, y la autoexclusión del algún órgano ocasionaría enfermedades e incluso la muerte no sólo a dicho órgano, sino también al colectivo conformado por el organismo.
     La diferenciación particularizada en funcionalidades orgánicas y celulares se corresponde con la misma estructura atomizada de la humanidad y la Naturaleza. Somos blancos, amarillos, negros, bípedos, cuadrúpedos, pulmonados, branquiados, carnosos o leñosos, con clorofila o sin ella, aéreos, terrestres o acuáticos. Absolutamente todos los seres de la naturaleza estamos diferenciados, pero actuamos, o así debería ser, de forma sinérgica. En un funcionamiento sinérgico no existen “míos” ni “tuyos”, sino nuestros. Somos células organizadas en un colectivo, diferentes entre sí, con necesidades distintas y distintos modos de satisfacción, pero con un objetivo común: la supervivencia del organismo es nuestra propia supervivencia; o en palabras de Mijail Gorbachov: “Las naciones son como una cordada de alpinistas que, o alcanzan juntos la cima, o juntos se sumen en el abismo”. La idea de nación supone una involución en el desarrollo de la humanidad.
     Asimismo, el concepto de nación supone una diferenciación forzada en los modos de conducta, regidos por una legislación diferenciada para cada territorio ocupado por dicha nación. Según Ramacharaka[9], “las leyes humanas son el resultado del término medio de un pueblo, influidas por el término medio de la conciencia de ese pueblo”; esto significa que no solamente pueblos distintos impondrán leyes distintas, sino que según evolucione la conciencia de dicho pueblo, las leyes se verán obligadas a evolucionar. Pero considerando que tales leyes son el resultado del término medio de la conciencia del colectivo, será inevitable que existan personas de conciencia evolucionada para quienes determinadas leyes resulten absurdas y, por el contrario, otras personas adolecerán de una conciencia atrasada, por lo que tales leyes les resultarán incomprensibles. En el fondo, el término medio no es más que un punto, en el que tan solo unas pocas personas podrán permanecer a gusto; en este sentido, ya apuntó Aristóteles que “un estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas buenas leyes”. A fin de cuentas, las leyes no satisfacen a casi nadie, aunque todos pongamos la excusa de que están para cumplirlas.
     El origen de la legislación artificial viene motivado por el olvido de la Ley Natural; la jurisprudencia de Blackstone y su reconocida autoridad sólo sirven para ilustrar con buenas citas determinados textos. La ley artificial se ha ido imponiendo a lo largo de los siglos; por ejemplo, si algún caminante se siente hambriento, y encuentra árboles frutales con los que saciarse, la ley natural le permite satisfacer su hambre, pero no esquilmar la producción del árbol; sin embargo, la ley artificial califica este acto como hurto, siempre y cuando el árbol tenga un propietario, lo que suele ser corriente. A este respecto, la antigua ley mosaica indicaba lo siguiente: “Si entras en la viña de tu prójimo, podrás comer todas las uvas que quieras, hasta saciarte, pero no las meterás en tu zurrón. Si pasas por las mieses de tu prójimo, podrás arrancar espigas con tu mano, pero no meterás la hoz en la mies de tu prójimo” (Deuteronomio 23, 25-26). Esta cita supone un claro ejemplo de lo que es una ley artificial perfectamente adaptada a la Ley Natural; sin embargo, en la actualidad, no son pocas las personas asesinadas por entrar a comer fruta en una hacienda ajena.

     El origen de la legislación artificial nos fue claramente expuesto por Lao Tse:

     “Cuando la acción conforme al Principio se debilitó, cuando los hombres cesaron de actuar espontáneamente con bondad y equidad, se inventaron los principios artificiales de la bondad y la equidad; y los de la prudencia y la sabiduría que degeneraron pronto en política.
     Cuando los padres ya no vivieron en la armonía natural antigua, se intentó suplir este déficit con la invención de los principios artificiales de la piedad y del afecto paternal.
     Cuando los estados hubieron caído en el desorden se inventó el tipo de ministro fiel.
     Rechazad la sabiduría y la prudencia artificiales, convencionales, la política, para retornar a la rectitud natural primitiva, y el pueblo será cien veces más feliz.
     Rechazad la bondad y la equidad artificiales, la piedad filial y paternal convencionales, y el pueblo retornará, por su bien, a la equidad natural, a la piedad filial y paternal espontáneas.
     Rechazad el lucro y los malhechores desaparecerán. Con la simplicidad primordial retornaremos a la honestidad primordial.
     Renunciad a estas tres categorías artificiales, pues lo artificial no es suficiente para nada.
     Esto es a lo que debéis dedicaros: ser simple, permanecer natural, tener pocos intereses particulares y pocos deseos”.
                                                                                                                       Lao Tse, Tao Te King.

     La substitución de la ley natural por las leyes artificiales motivó el surgimiento del poder político, capaz de aplicar tales leyes en virtud de una autoridad reconocida, lo que obligo a la búsqueda del “hombre bueno”, mencionado por Aristóteles, a fin de conseguir que la aplicación de las leyes atendiera a una justicia imparcial; sin embargo, la propia estructura de la autoridad política propiciaba el acceso al poder a personas en absoluto justas, sino generalmente motivadas por intereses particulares, egocentrismos y megalomanías, capaces de utilizar la autoridad adquirida en la instauración de totalitarismos. Así pues, la casi totalidad de gobiernos habidos en los diferentes estados que conforman nuestro mundo, desde el comienzo de la historia hasta la Edad Contemporánea, han correspondido a regímenes totalitarios, impuestos y mantenidos por la fuerza; el “hombre bueno” nunca, o casi nunca, tuvo acceso al gobierno de una nación.
     La lección aprendida de la historia, llevó a las sociedades modernas a la búsqueda de nuevos sistemas políticos, en los que fuera posible prevenir la aparición de tiranos o malos gobernantes o, en caso de que surgieran, poder destituirlos antes de que la situación alcanzara un punto crítico. A este fin aparecieron las democracias; el planteamiento es simple: elegimos a nuestros gobernantes por un tiempo determinado, pasado el cual, y si lo han hecho bien, volveremos a ponerlos al frente del gobierno; en caso contrario elegiremos a un nuevo candidato; esto es, buscaremos permanentemente al “hombre bueno” hasta que aparezca.
     Ahora bien, la búsqueda de tal persona supone una reglamentación para otorgarle el poder, una reglamentación mayor para abolir su gobierno en caso de incompetencia, una reglamentación de división de poderes, los clásicos legislativo, ejecutivo y judicial, para prevenir los abusos que pudiera cometer durante su mandato y organizar el funcionamiento social, y una extraordinariamente imbricada reglamentación de interferencia entre todos los estamentos creados para mantener el sistema político; la conclusión final de tan complejo código de funcionamiento tiende, inevitablemente, hacia su autojustificación, sea a costa de lo que sea.
     Como contrapunto, podemos recordar la cita de Lao Tse quien, ante un planteamiento de similar calidad, aunque distante en el tiempo comentó:

     “Cuantos más reglamentos hay, menos se enriquece el pueblo. Cuantas más fuentes de ingreso hay, menos orden hay. Cuanto más detallado está el código, más pululan los ladrones. La multiplicación lo arruina todo”.
                                                                                                                       Lao Tse, Tao Te King.

Conciencia ecológica o experiencia mística.

     Si antes hablaba de generalidades, ahora hablo de particularidades y, a este nivel, las críticas que puedo recibir son enormes; sin embargo, es aquí donde empieza la integración en un sistema natural de funcionamiento orgánico; de nada sirven las bellas palabras y los grandiosos discursos sociales si, interiormente, no estamos realmente convencidos para su aplicación de un modo absolutamente personal. En este sentido, sin embargo, las predisposiciones particularizadas para la actuación en favor del organismo Gaia chocan frontalmente con el interés de la comodidad personal; nadie piensa en el desierto mientras circula a 120 kilómetros por hora en una autopista, sino en lo pronto que llegará a cenar a su casa, igual que nadie piensa en el efecto invernadero mientras mantiene la calefacción conectada durante todo el día; en la casa de una persona así, se cena a determinada hora, y esa persona cumplirá fielmente; y la temperatura ambiente siempre estará fijada en 25°, lo que le reconfortará cuando llegue al hogar tras una invernal jornada de trabajo. Poco a poco, nuestra comodidad individual tenderá a poseer un depurador atmosférico instalado en nuestro domicilio para impedir la entrada de la tóxica atmósfera exterior; o dispondremos de un adecuado vehículo que nos permita desplazarnos a nuestro centro de trabajo a salvo de las nocivas radiaciones ultravioletas. La tecnología nos proveerá de comodidad, pero Gaia habrá muerto, y nosotros, o nuestros hijos, seremos los siguientes en el acta de defunción; pero eso sí, moriremos cómodos.
     Nuestra existencia sólo es posible dentro de un sistema de funcionamiento orgánico, en el que cada parte mantiene una permanente interrelación con las demás; no somos superiores a los animales, aunque dispongamos de rifles para matarlos; y no somos diferentes de las plantas, aunque poseamos máquinas cosechadoras e invernaderos. Nuestra vida depende de plantas y animales, de agua y aire, y la composición del agua y el aire, la existencia de plantes y animales, dependen lo uno de lo otro. Nada sería como es si no existiera el vecino eslabón de la cadena. Rompamos un eslabón mediante la ingeniería genética, la radiación nuclear, los gases de efecto invernadero, las talas y quemas de los bosques, la extinción de alguna especie, o cualquiera de los numerosos medios que hemos ideado para hacerlo, y habremos acabado con la homeostasis planetaria; el aire no volverá a ser lo que es, el agua variará su temperatura y concentración salina, el suelo se volverá estéril y, si no disponemos de medios para emigrar a otro planeta, el único eslabón que permanecerá de la cadena, durante un tiempo limitado, será una humanidad alimentada de aguas pútridas y carroña[10]. Pero eso sí, el culpable del desastre habrá sido el gobierno, la sociedad, los científicos o los magnates de la economía; nosotros, pensaremos, nunca tuvimos nada que ver en el desarrollo de tan dramáticos sucesos. Dramático y egoísta pensamiento.
     Dejémonos de esta detestable mezquindad y afrontemos los hechos; somos, individualmente, los únicos capaces de determinar nuestro futuro como especie y como organismo; he expuesto en otros artículos los desmanes cometidos contra la Naturaleza enfocándolos como atentados contra la propia humanidad, pero hemos de realizar un cambio substancial en nuestra psicología para poder afrontar el único modo de solucionar el problema, pues en el fondo, la enfermedad no es del planeta, sino del Hombre; sin embargo, al ser incapaces de reconocer el mal en nosotros mismos, al menos hemos de pensar en la salvación de Gaia, y la nuestra vendrá por añadidura. Una idea que Alan Watts expuso así[11]:

     “Necesitamos ser plenamente conscientes de nuestra ecología, de nuestra interdependencia y virtual identidad con otras formas de vida que los egocéntricos métodos de nuestro sistema habitual de pensar nos impiden experimentar como un hecho real. El llamado mundo físico y el cuerpo humano no son más que un mismo y único proceso, tan solo diferenciados, por ejemplo, como pueden estarlo los pulmones del corazón o la cabeza de las extremidades. En los obtusos círculos académicos hago referencia a este tipo de comprensión llamándola «conciencia ecológica». En cualquier otra parte la llamaría «conciencia ecológica» o «experiencia mística».

     Esta misma idea, consistente en la necesidad de adoptar un nuevo sistema de conciencia, también lo encontramos expresado en la obra del ecólogo Daniel B. Botkin expuesto del siguiente modo[12]:

     “Para resolver nuestros problemas medioambientales se requiere una nueva perspectiva que va más allá de la ciencia y tiene que ver con la forma en que cada uno percibe el mundo”.

     Se trata de la misma conciencia de panigualdad de la que nos hablaba Pablo de Tarso: “Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo”.(I Corintios 12, 12); es fácil comprender este planteamiento pero, probablemente, nos resulte complicado planificar el modo de ejecutarlo; no olvidemos que el cambio de mentalidad ha de ser substancial para poder llevarlo a cabo. La primera pista para este cambio de mentalidad nos viene dada por Krishna:

     “El amor que siente un iluminado es ecuánime y universal, no hace diferencias entre un brahmín austero y sabio y una vaca o un elefante, o un perro, o incluso el bruto que come carne de perro”.
                                                                                                                                Bhagavad Gita.

     Este planteamiento también entronca con la tradición budista, quienes consideran que la encarnación humana es un estado privilegiado, siendo éste el único desde el que se puede alcanzar la liberación final en el Nirvana; por lo que las diferentes manifestaciones encarnadas de menor desarrollo, según su creencia reencarnacionista, han de ser tratadas con suma misericordia, deseando su pronta evolución hacia el estado humano; en ese sentido dice un canon budista: “Quien con puro corazón ofrezca tan solo un vaso de agua a la asamblea espiritual o apague la sed del pobre o de un animal silvestre, mantendrá durante muchas épocas el merecimiento de su acción”. Esto es, demostrar mediante el simple acto cotidiano, el amor ecuánime y universal mencionado por Krishna. De hecho, un repaso a las leyes budistas nos muestra los siguientes ejemplos de cotidianos modos de actuación:

     - Amar al prójimo, aunque sea nuestro más encarnizado enemigo[13].
     - Abstenerse de llevar armas defensivas, y sacrificar la existencia, no solo en beneficio del prójimo, sino aún de los mismos animales cuando sea necesario.
     - Proveer de alimento y abrigo a los hombres y animales menesterosos.
     - Plantar árboles en las márgenes de los caminos y abrir pozos para comodidad de los caminantes[14].

     También el Tao Te King se manifiesta al respecto:

     “Siendo así, el sabio vive sin actuar, enseña sin hablar. Permite a todos los seres existir sin oponerse directamente, vivir sin acapararlos, actuar sin explotarlos”.
                                                                                                                       Lao Tse, Tao Te King.

     En definitiva, el hombre se encuentra manifestado en este plano existencial para crecer, desarrollarse y, finalmente, alcanzar un estado de perfección que le permitirá reunificarse con la naturaleza y la armonía natural. Nuestra búsqueda de la perfección, en los planteamientos religiosos, es la búsqueda de Dios, y recordemos que, en palabras atribuídas a Hermes Trismegisto: “Cuando buscas a Dios, buscas la Belleza”. Esta búsqueda de la belleza no se realiza fuera del mundo natural, y nunca se encuentra alterando dicho mundo. De hecho, el hombre busca parajes particularmente armónicos y naturalmente conservados para expandir su conciencia. Los impolutos espacios naturales son, al mismo tiempo, reconocidos lugares de culto para las diversas religiones o filosofías que pueblan el planeta. H.P. Blavatsky se refería a ello[15] diciendo con preocupación: “La Naturaleza brinda recatados lugares a quienes saben amarla; pero, desgraciadamente, tan solo muy lejos de los países civilizados puede el hombre adorar en espíritu a la Divinidad cual la adoraron sus antepasados”. Y esta unión con la Divinidad nos manifiesta lo siguiente:

     “El hombre de buena voluntad que muestra simpatía y compasión por todas las criaturas, que libre de todo egoísmo, ya no concibe pensamientos como «Yo» o «Mío», dotado de una paz estable, permanece en armonía tanto en los momentos de placer, como en la desdicha, manteniendo una actitud continua de perdón hacia toda ofensa.
     Un Yogui de estas cualidades, siempre esforzándose con determinación en la práctica del Yoga, al tiempo que alegre y complacido, que concentra su mente y su visión interior en Mí, este hombre en verdad me ama, al igual que Yo le amo a él”.
                                                                                                                                Bhagavad Gita.

     Inevitablemente, un funcionamiento de estas características, en teoría tan difícil de alcanzar, dada la gran cantidad de egoísmos, intereses particulares y ansias de poder existentes en la humanidad, debe tener contrapartidas evidentes que garanticen su funcionalidad; pues no se trata de realizar un simple acto de fe. El conocimiento científico que actualmente poseemos nos permite darnos cuenta del actual estado de Gaia y del Hombre. La filosofía clásica abunda en críticas hacia los planteamientos artificiales de explotación del espacio natural, y nos marca el camino a seguir para la consecución del funcionamiento sinérgico entre la humanidad y la naturaleza, dos manifestaciones de la conciencia que no están en absoluto disociadas.

     Y la aplicación de este conocimiento científico-filosófico de unidad entre las diferentes manifestaciones que conforman el organismo Gaia, ha de llevar a un único resultado: armonía.

     “El Principio no tiene nombre propio. Es la Naturaleza. Esta Naturaleza tan inaparente es más poderosa que cualquiera que sea. Si los príncipes y el emperador se conforman con él, todos los seres se harán espontáneamente sus colaboradores; el cielo y la tierra actuando en perfecta armonía, extenderán un rocío azucarado; el pueblo estará regulado sin que se le obligue”.
                                                                                                                       Lao Tse, Tao Te King.

     Pocas veces en la historia de la humanidad, se ha producido una confluencia tan evidente entre los conocimientos filosófico y científico con las creencias de muchas tradiciones religiosas antiguas y modernas; La moral de los antiguos profetas, las ideas arrojadas por los mayores sabios y los lúcidos textos entresacados de las diferentes escrituras de muchos credos, convergen con el palpable estado de deterioro del momento actual, puesto de manifiesto por las investigaciones y datos aportados por la ciencia, y con las únicas vías de escape para tan dramática situación. Sin embargo, los ojos ciegos y los oídos sordos vuelven a ser, como siempre ha sido a través de los siglos, la tónica dominante en la sociedad actual. Muestren una evidencia en forma de agua contaminada, fruta envenenada o animal martirizado, y no tendrá nada que hacer ante un buen puñado de billetes ingresados en nuestra cuenta bancaria a final de mes.

     Desgracias humanas y desgracias naturales: hambre y sequía, guerra y exterminio, polución y cáncer; todo se publica hacia afuera y se olvida por dentro; tal vez, algo parecido pensaba Cioran cuando dijo: “Los hombres no viven en ellos sino en otra cosa. Por eso tienen preocupaciones. Y las tienen porque no sabrían qué hacer si no las tuvieran a cada momento”. Las conversaciones de bar tratan sobre los desastres económicos o políticos, pero no se asocian con nuestros propios males, y tiramos la servilleta de papel al suelo contando con que será otro quien la recoja. Y a otros nos toca recoger los numerosos desperdicios que nos han depositado en los suelos y en el alma. La consciencia de la situación, el conocimiento de la unidad con todo cuanto somos y nos rodea, se convierte en un doloroso don que nos transforma en guerreros y nos arroja a una cruel y difícil batalla, en la que debemos salvar a nuestros propios enemigos.
     “¡Oh, Arjuna! Hay una batalla que ganar antes de que nos sean abiertas las puertas del cielo. ¡Felices son aquellos guerreros cuya actitud es participar en esa guerra!”. 
Bhagavad Gita.



    [1] Según dicha mitología, durante la edad lemúrica las formas no habían alcanzado aún los grados de densidad material que conocemos; los espíritus de todo lo existente se diferenciaban, básicamente, en la calidad de su evolución, y muy poco en el aspecto físico que presentaban; por lo que la idea de gacela, león, árbol o humano referida en el texto debe interpretarse, exclusivamente, como una parábola ajena a dicha mitología para exponer las ideas posteriores.
    [2] Senaar es sinónimo de Babilonia, cuya traducción literal es "Puerta de Dios".
    [3] Babel significa "embrollo".
    [4] La teoría del materialismo cultural de Marvin Harris, basada en la tesis de los "cultos cargo", aplicada a todos los comportamientos de cada grupo humano o individuo particular, propugna la idea del interés de acumulación de cada individuo en su acercamiento al poder, pues, si en principio, el individuo elegido para regir los destinos de un colectivo debe servir a dicho colectivo con sus aportaciones cazadoras, guerreras, comerciales, o cualesquiera que éstas sean, subyace la motivación del beneficio económico o social particular; evidentemente tal teoría puede ser aplicada a determinados comportamientos individuales, pero ampliar su contenido a todos los grupos humanos indicaría, como apunta Martín Lozano ("Los poderes ocultos, Mecanismos y tramas de dominación en el mundo actual". Alba Longa Editorial, Valladolid, 1994), "que detrás de los desvelos de los constructores de catedrales, de los místicos, de un Aristóteles, de un Miguel Ángel, o de cualquiera de los creadores que a lo largo de la historia hicieron de su obra un testimonio elocuente de transcendencia y espiritualidad, no operaba otro impulso que el de ver su despensa bien surtida de patatas y costillas de cerdo, o el de poseer un abundante serrallo").
    [5] Evidentemente, el término occidente no atiende a un criterio geográfico, sino al "modo de hacer occidental", que se está imponiendo en el resto del mundo.
    [6] En una entrevista realizada al escritor francés residente en la India Alain Daniélou, publicada en el Nº 104 de la revista Integral, comenta esta anécdota: "Cuando un discípulo y gran amigo de Gandhi quiso casarse con una bonita barrendera, pensando que cometía así un acto de gran caridad, la madre de la barrendera le dio varios escobazos a Gandhi, chillando: «Mi hija no se casará nunca con uno de sus cochinos brahmanes». Estaba realmente indignada de que un brahmán quisiera desposar a una mujer que no era de su casta".
    [7] T'ai Tsung T'ang (638 d.C.). Cita en Marco Pallis "Espectro Luminoso del Budismo". Editorial Herder, Barcelona, 1986.
    [8] Informe interno de George Kennan, Jefe de Planificación del Departamento de Estado, EE.UU. 1948.
    [9] Ramacharaka. "Curso adelantado sobre filosofía yogui y ocultismo oriental". Ed. Humánitas. Barcelona, 1986.
    [10] El símil apocalíptico no es una simple broma, ríanse si quieren, pero...
    [11] Allan Watts: "El gran mandala. Ensayos sobre la materialidad". Editorial Kairós, Barcelona 1983.
    [12] Daniel B. Botkin: "Armonías Discordantes". Acento Editorial, Madrid, 1993.
    [13] Es de notar el paralelismo con el ideal cristiano.
    [14]Citas tomadas de: Marco Pallis, “Espectro Luminoso del Budismo”, op. cit.

    [15] H.P. Blavatsky: "Isis sin Velo", tomo II. Op. cit.

1 comentario:

  1. Menudo pedazo de artículo, Jesús, me quito el sombrero.
    Son muchos los aspectos que tocas y que me gustaría comentar, pero me voy a centrar en un par de ellos.
    Creo que todas las religiones se basan en puntos comunes, como el saber qué hay más allá, y por más allá está la muerte, pero también la vida, los aspectos que no comprendemos. En resumen, buscamos ese conocimiento del que hablas. Querer saber es el motor que nos hace evolucionar como sociedad.
    Hay otro aspecto común en casi todas las sociedades a lo largo de la Historia, y es que los poderosos, los que controlan el cotarro, siempre han utilizado la religión para arrimar el ascua a su sardina y dominar al sometido mediante proclamas egoístas.
    Estoy especialmente de acuerdo con lo de que competimos por todo, que desconfiemos de todo y de todos, por eso me parece casi paradójico que luego caigamos en las redes de cualquier cantamañanas que nos calienta la oreja y nos lleva por donde quiere. Es algo que a mí me sorprende.
    La dicotomía individualidad-colectividad es sumamente interesante y me parece un punto en el que reflexionar mucho.
    Enhorabuena por tan fantástico trabajo y por esas fotos tan bonitas.
    Un abrazo.

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