Muchos son los miembros, mas uno el cuerpo.
El
mundo, la sociedad, progresa en relación directa al desarrollo de la ciencia y,
por lo tanto, del conocimiento del entorno. Resulta evidente a todas luces que la investigación sobre la naturaleza ha
de proseguir, no puede ser de otro modo, pero los límites, no sólo en su utilización, sino en la propia
idiosincrasia de la investigación, deben estar marcados por el bien común, esto
es, el bien colectivo de todo el sistema natural, del que el hombre no es sino
una pequeña parte, aunque parezca la más poderosa. El hecho de exponernos a
resultados impredecibles a causa de una investigación que no considera a la
Naturaleza como un todo, sino en partes individualizadas, como es el caso, por
ejemplo, de la ingeniería genética que pretende afectar solamente a una especie
concreta para conseguir un fin determinado, puede ser una bomba de relojería
que afecte a todo el ecosistema, incluyendo a la propia especie humana. Es, de
nuevo, como comentamos en un artículo anterior, el planteamiento de la
Naturaleza Mecánica, en la que las piezas pueden ser mejoradas o substituidas
por otras, y el mecanismo sigue funcionando, en contraposición a la Naturaleza Orgánica,
donde la alteración de un órgano repercute en todo el organismo de manera
impredecible. Esta alteración, en forma de tecnología, supone a corto o medio
plazo el desarrollo de nuevas tecnologías que palien los errores de
funcionamiento de las precedentes, Jacques Ellul[1], lo expuso del siguiente modo:
“Cada técnica sucesiva ha aparecido
porque las técnicas anteriores hicieron necesarias a las que siguieron (...).
La historia nos demuestra que cada aplicación técnica desde el principio
presenta ciertos efectos secundarios imprevisibles que resultan más desastrosos
de lo que lo hubiera sido la ausencia de dicha técnica”.
Cualquier
repaso al proceso tecnológico de la Era Industrial pondrá de manifiesto este
hecho; volvemos, a fin de cuentas, a la contraposición entre Naturaleza Mecánica
y Naturaleza Orgánica; la máquina no puede regenerarse por sí misma, el órgano
es autorregenerativo en función de la homeostasis del organismo. Es un
funcionamiento similar al expuesto por Pablo de Tarso hace casi dos mil años:
“Pues del mismo modo que el cuerpo
es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no
obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo”.
I
Corintios 12, 12.
“Si dijera el pie: ‘Puesto que no
soy mano, yo no soy del cuerpo’ ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si
el oído dijera: ‘Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo’ ¿dejaría de ser
parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde quedaría el oído?
Y si fuera todo oído ¿dónde quedaría el olfato?
Ahora bien, Dios puso cada uno de
los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un solo miembro
¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros más uno el
cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: ‘¡No te necesito!’ Ni la cabeza a
los pies: ‘¡No os necesito!’
Más bien los miembros del cuerpo que
tenemos por más débiles, son indispensables”.
I
Corintios 12, 15-22.
Probablemente
esta exposición no tenga el abundante planteamiento científico desarrollado por James
Lovelock y Lynn Margulis en su Hipótesis Gaia, pero ¿se puede concebir
una forma más clara de explicar el funcionamiento de Gaia? Pies, ojos, manos,
olfato, oído, miembros, cuerpo. El cuerpo es la Tierra viva y los miembros son
los árboles, las hierbas, los mamíferos, los peces, los reptiles, los insectos,
las piedras, los vientos, el oxígeno, el ozono, las aguas, los volcanes, el
nitrógeno, los seísmos, el hielo y todo cuanto puebla el planeta, en la
superficie, en el subsuelo o en las elevadas cotas atmosféricas. ¿Puede el
hombre decir, con esta concepción de la Naturaleza, puesto que no soy Amazonas
voy a talar todos sus bosques; o, siguiendo la parábola del apóstol, puesto que
somos hombres, y no atmósfera, vamos a llenarla de gases de efecto invernadero?
Como
comentamos en el anterior artículo teníamos a numerosos sabios de la antigüedad
clásica que nos indicaron el camino que nos esperaba por seguir un camino,
según ellos erróneo, que nos diferenciaba del ecosistema; pero olvidamos sus
enseñanzas y nos dedicamos a emponzoñar las aguas con los vertidos industriales,
a infectar el aire hasta hacerlo irrespirable y enfermizo, a aniquilar las
especies animales y vegetales para saciar una voracidad que sólo aprovecha el
30% de lo que produce, depositando plácidamente el 70% restante en el cubo de
la basura. En el tercer mundo la población humana muere de hambre -dado que no
le da tiempo a morir de ninguna otra cosa-, pero en los países ricos moriremos
del cáncer provocado por la falta de ozono o por la radiación de nuestros desechos
nucleares, o envenenados por pesticidas, conservantes y colorantes, o, si alguien
no lo remedia, enzarzados en una guerra de conquista para expandir nuestra
fagocitante economía.
Si
tenemos en cuenta que la humanidad no alcanza a constituir ni el 0,04% de la
masa del biota, podemos justificar las palabras de Gandhi cuando dijo: “En este mundo hay para satisfacer las
necesidades de todos, pero no para satisfacer la avidez de cada uno”. Es la
avidez de cada uno la que nos lleva a la esquilmación de los recursos. El
respeto por nuestros semejantes no existe si choca con nuestros intereses y,
por supuesto, la vida en estado natural es diametralmente opuesta a los
intereses del capitalismo militante. Todo lo que huela a reacción contra tales
intereses, o se anteponga a la construcción de la máquina generadora de dinero
debe ser destruido, y no importa el método que se utilice. Los actuales
defensores de la vida natural, y las culturas tradicionales que aún subsisten
apegadas a la Tierra, han de ser absolutamente marginadas y aniquiladas, permitiendo,
en caso extremo, que unas cuantas comunidades se mantengan como exponentes de
su tradicional modo de vida, algo así como un museo, para demostrar que la
civilización es buena, pues mejora los recursos y las comodidades, y permite la
tradición a quien lo desee.
Sin
embargo, el ejemplo del genocidio de los indios americanos nos sirve
perfectamente para reconocer la falacia de la civilización moderna. No fueron
solamente aniquilados por las armas del ejército, sino que, con mucha más
efectividad para tal fin, las manadas de bisontes que los alimentaban fueron
abatidas casi hasta su extinción; esta "caza deportiva" era realizada
en numerosas ocasiones por pura diversión, organizando competiciones desde los
trenes que transitaban por las praderas en las que estos animales se reunían a
millares. Todas las ventanas de cada uno de los vagones del tren se poblaban de
cañones de escopetas que disparaban a discreción sobre los rebaños, entre
vítores y aclamaciones de los expertos tiradores que festejaban su puntería;
naturalmente, el tren no detenía su marcha para recoger las piezas cobradas. De
los sesenta millones de bisontes que poblaban las praderas norteamericanas
durante el siglo XVIII, solamente algunos centenares sobrevivían en 1880.
Incluso el general George Custer, el azote de los nativos americanos, se
alegraba diciendo[2]: “El parlamento debería votar el
dar las gracias a los cazadores porque estos criminales han hecho más por
resolver la cuestión india que los treinta años de esfuerzo de todo el
ejército, destruyendo los medios de subsistencia de los indígenas”.
Naturalmente, la solución de la cuestión india pasaba por su aniquilamiento,
aunque fuera matándolos de hambre.
La Naturaleza-mercancía.
Si esto
se hace con los que consideramos semejantes, aunque entonces no fueran para
nosotros más que simples salvajes, ¿qué seremos capaces de hacer con los
diferentes, esto es, con el mundo natural que consideramos ajeno? Diariamente
estamos viendo como son masacrados gran cantidad de animales sin ningún fin
determinado, o en aras del mantenimiento de la productividad, sea a costa de lo
que sea. La biodiversidad se reduce a marchas forzadas; las especies
extinguidas por la intervención humana son cuestión del día a día; algunas de
las especies que están al borde de la extinción son de interés comercial; las más
emblemáticas en esta situación, probablemente, son as diferentes especies de
ballenas; sin embargo, y a pesar de la moratoria internacional y la movilización
generalizada contra su captura, determinados países ajenos a los convenios
internacionales prosiguen con la matanza (principalmente Islandia, Islas Feroe,
Noruega y Japón, este último fuera de cualquier control internacional excusado
en una supuesta “caza científica” que encubre su uso comercial). Para unos da
igual que se extingan, si son ellos quienes se apropian del beneficio final;
para otros, la moratoria no es sino un lapso de tiempo pasajero con el que
permitir la reproducción de la especie, y continuar posteriormente la
carnicería.
Las
ballenas tienen un interés comercial relativo, y se las ha cazado casi hasta su
exterminio, y se mantiene la intención de seguir cazándolas a la menor
oportunidad; los bisontes americanos no tenían esta importancia comercial, pero
se les abatió hasta no dejar más que unas pocas decenas de individuos a
comienzos del siglo XX. No son actuaciones asiladas; la depredación humana,
realizada por el único placer de depredar, nos lleva a vivir situaciones
similares de manera cotidiana. Por ejemplo, una estadística publicada en Italia
mostraba que, tan solo en el país transalpino eran derribados unos doscientos
millones de aves al año. En otros países no se ha hecho el recuento, pero las
cifras no deben ser muy distintas. Numerosas especies protegidas siguen siendo
un trofeo apreciado entre los gremios de cazadores quienes, por supuesto, niegan
tal acusación, y si disponen sobre su chimenea de una cabeza disecada de oso
cantábrico, inmediatamente aducen que esa "pieza" fue cobrada antes
de la prohibición. Si un cazador es tan buen conocedor de la Naturaleza como
preconiza, no le debería hacer falta una prohibición oficial para saber que
determinada especie está pasando por una crisis que la puede abocar a la
extinción.
Un
claro exponente que sobre el concepto de Naturaleza manifiesta la comunidad
internacional, lo encontramos en el Convenio de Biodiversidad acordado en Río
de Janeiro y firmado por 168 países, entrando en vigor el 29 de Diciembre de
1993. De todos los países originalmente firmantes, al cabo de un año sólo lo
habían ratificado 89, actualmente consta con 157 ratificaciones con la ausencia
de Estados Unidos, que lo firmó en su momento pero aún no ha procedido a su
ratificación. Uno de los mayores logros de dicho Convenio fue el consenso en la
noción de la diversidad biológica no como "patrimonio común de la
humanidad", que era la postura defendida por las organizaciones
ecologistas, sino aprobando que los recursos biológicos son "propiedad
soberana" de los estados[3], alegando, descaradamente, que si un país puede sacar
provecho de algo, se abogará por conservar ese algo. La historia demuestra lo
contrario; normalmente la naturaleza-mercancía ha sido explotada hasta el
agotamiento en la gran mayoría de los casos.
Y los
recursos no aprovechables no corren mejor suerte; por ejemplo, la mayoría de
las aves no reportan un interés económico importante y, sin embargo, un estudio
del Bird Life International (Cambridge, Reino Unido), manifiesta que de las
aproximadamente 11000 especies reconocidas el 40 % están en declive poblacional
y una de cada ocho se encuentra seriamente amenazadas de extinción[4]. La "propiedad soberana" de los estados siempre
se ha manifestado contraria a la biodiversidad; el convenio, como muchos otros
acuerdos, es papel mojado.
Como
botón de muestra pueden servir estos datos, pero existen muchos otros ejemplos
del concepto mercantilista que sobre la naturaleza tiene nuestra civilización.
Para profundizar más les remito al artículo Economía, Lao-Tse y Ecología
publicado anteriormente en este blog.
No nos damos cuenta de que la Naturaleza es un ente vivo multiorgánico donde nosotros, los humanos, somo un orgánulo más que con nuestra actuación alteramos esa homeostasis que permite el equilibrio y que todo funcione adecuadamente.
ResponderEliminarCon nuestra tendencia a explotar todo y a buscar beneficio en todas partes a costa de lo que sea, lo único que conseguimos es matar la gallina de los huevos de oro.
Genial artículo, con una gran cantidad de referencias (las citas de las cartas a los Corintios me ha dejado con los ojos como platos).
Enhorabuena.
Un abrazo.