viernes, 27 de marzo de 2020

ECOLOGÍA, ENTROPÍA Y EGOÍSMO


            Un famoso cuento hindú narra que, en cierta ocasión, había un monje que sólo poseía dos cosas: la túnica que llevaba puesta y otra suplementaria que mantenía doblada y guardada para cuando le fuera necesaria. Un día decidió retirarse para vivir como ermitaño en una cueva, meditando sobre las verdades transcendentes de Brahman. Así lo hizo durante algún tiempo; se dedicaba con gran intensidad a la meditación, y tan solo ocasionalmente, cuando la necesidad de alimento resultaba implacable, descendía por la ladera de la montaña para mendigar en la ciudad el sustento que necesitaba. Un día, cuando regresó a la caverna, descubrió que los ratones habían roído su túnica de repuesto, por lo que se vio obligado a comprar otra, con un gran esfuerzo para su mermada economía, junto con un gato para que le librara de los roedores. En poco tiempo, se dio cuenta de que necesitaba proveer de leche al gato todos los días, lo que le obligó a bajar continuamente a la ciudad para conseguirla, y así, gradualmente, su tiempo de meditación se fue haciendo más corto. Al darse cuenta de esta circunstancia, decidió adquirir una vaca que le suministrara diariamente la leche, evitando la necesidad de perder el tiempo en el largo trayecto que le separaba de la ciudad, pero la vaca precisaba importantes cuidados: había que ordeñarla, llevarla a beber, proveerla de comida durante el invierno... Para atender todas las necesidades del animal, se vio obligado a tomar esposa, y las responsabilidades del matrimonio le alejaron totalmente de la vida de contemplación y austeridad que se había propuesto.
            El ejemplo puede parecer pintoresco y exagerado a algunos lectores, aunque no podemos negar que, en muchas ocasiones, una necesidad lleva a la siguiente en un círculo vicioso interminable, pero, evidentemente, la mayoría de las personas ya han adquirido una serie de responsabilidades que les impiden limitar sus posesiones a una sola túnica. Aún así siempre hay un límite a partir del cual las necesidades pasan a ser caprichos, y son los caprichos los que nos someten a la segunda ley de la Termodinámica (ver entrada anterior: Orígenes de la ciencia ecológica).
            Los ecosistemas también generan unas necesidades que deben cubrir, y realizan un esfuerzo energético para satisfacerlas; pero en estos ambientes naturales, la ley de la entropía no funciona. Si extraemos a un animal o una planta de su ámbito natural, cualquiera de ellos, por sí solos, también se encontrarían ligados al ciclo de consumo entrópico; la degradación a la que someterían al medio sería mayor que el beneficio energético que el animal o planta obtiene individualmente; sin embargo, un ecosistema establecido como unidad singular encuentra la forma de sobreponerse a esta norma: produce tanta energía utilizable como consume -y en ocasiones incluso más-, consiguiendo organizar un sistema autorregulado en constante expansión; la única energía que no es capaz de producir es la que recibe de la radiación solar, y esta, de momento, no falta. Simplemente limitan la entropía a la utilización de la luz del Sol, igualando la degradación energética del entorno a la absorción de esta luz. Así pues, un ecosistema funciona, en primer lugar, porque limita su consumo a la cantidad de energía solar que asimila.
            Un ecosistema en estado natural, sin intervención humana, también está sometido a un importante control demográfico, limitando las diferentes poblaciones específicas a las posibilidades de utilización de la energía solar, captada exclusivamente por las plantas verdes, quienes transforman esta energía primordial en otra utilizable por las especies animales. Si una sabana de África se halla poblada, supongamos, por hierba y árboles, antílopes y leones, la población animal se encuentra totalmente supeditada a la presencia vegetal que los sustenta. En el caso de que los leones se reprodujeran alarmantemente, matando a todos los antílopes, pronto se quedarían sin alimento y se verían abocados a morir de hambre; sin embargo, en caso de que ocurriera lo contrario, que los leones dejaran de cazar, los antílopes se multiplicarían en tal número que acabarían con los pastos y también morirían de inanición al cabo de poco tiempo. Un número limitado de antílopes, controlados por una población de leones también limitada, es capaz de mantenerse gracias a una producción de pasto constante. En conclusión, tanto el número de leones como de antílopes se encuentra supeditado a la cantidad de hierba que la sabana es capaz de producir; y esto nos lleva a una segunda ley de funcionamiento de los ecosistemas: La supervivencia está condicionada por la cantidad de recursos renovables que se obtienen de la naturaleza.
            Si trasladamos estas dos premisas a la estructura social de la humanidad, nos encontramos con que, para conseguir un modo de vida armónico y compatible con las necesidades planetarias, hemos de limitar nuestro consumo energético y controlar el crecimiento demográfico.
            Sin embargo, la herencia histórica basada en la única pretensión de satisfacer nuestros caprichos -las necesidades auténticas están basadas en cosas muy distintas a las que nos rodean en nuestros modernos hogares-, es demasiado pesada. Llegar a planteamientos auténticamente conservacionistas supone contrariar una educación que, prácticamente, se halla incluida en nuestros genes.
            Inmediatamente nos asalta la siguiente duda: “Está bien preocuparse por la Naturaleza, pero nuestras necesidades, como seres humanos y pensantes, alcanzan más allá de la satisfacción de las simples exigencias orgánicas: agua, comida, abrigo, etc. Necesitamos cultivar nuestra mente a la par que nuestro cuerpo; necesitamos, cultura, esparcimiento”.
            Pero pensemos seriamente en este asunto; ciertamente necesitamos cultura y esparcimiento, ¿y quién lo niega? Volvamos nuevamente a fijarnos en los sistemas naturales. Ya expusimos anteriormente que los ecosistemas se limitan a equiparar su consumo energético a la cantidad de energía solar que son capaces de aprovechar; sin embargo, aún queda un elevado porcentaje, alrededor del 98% del total de esta energía, que permanece inutilizado. Además, aún con este mínimo consumo, los ecosistemas son capaces de producir excedentes que les ayudan a expandirse. Un bosque comienza por ser unos simples grumos herbosos extendidos a lo largo de un paisaje pedregoso; unas pocas hierbas, flores, y algunos animales como roedores, insectos y zorros, son capaces de producir sistemáticamente una mayor cantidad de humus de la que han consumido; este humus permite el desarrollo de plantas mayores y de un considerable número de especies animales, prosperando hasta constituir un gran ecosistema boscoso. Es cierto que el desarrollo de un bosque de estas características depende, en gran medida, de las condiciones climáticas de la región; pero a nivel global, recordemos que, antes de la aparición de la vida sobre el planeta, no había ni un gramo de humus en toda la superficie terrestre; y sin embargo, a lo largo de los millones de años transcurridos desde aquel remoto origen, gran parte de la Tierra se ha convertido en un vergel.
            Trasladando este planteamiento a la pregunta que nos hacíamos anteriormente, encontramos que una reducción de nuestro consumo energético, junto con un importante control demográfico, no nos impide cultivar nuestro intelecto y emociones al mismo tiempo que cuidamos de la salud de nuestro cuerpo, de la sociedad y del planeta.

            Si centramos la atención en nuestro propio mundo, encontramos que, al tiempo que las leyes universales actúan sobre él del mismo modo que sobre nosotros, el planeta, Gaia en la hipóteis de Lovelock y Margulis, ha sabido aprovecharse de ellas para favorecer el impresionante objetivo de proporcionar vida orgánica a un incalculable número de seres. Esta es la actitud de un verdadero sabio con respecto a la Vida.
            En otros post de este blog, contrapusimos a la sabia actuación de Gaia, la negligencia imperante en la conducta humana a lo largo de las épocas, alcanzando la cumbre de la estupidez en el momento actual. Vimos como son muchas las pulsiones que nos arrastran a la degradación del ambiente en aras de la satisfacción de nuestros caprichos; pero, sobre todo, estas se traducen en dos palabras: poder económico; y para conseguirlo hemos sido capaces de las mayores atrocidades. Hemos masacrado, envenenado y destruido. Hemos logrado refinar nuestro sadismo para que, unido a la capacidad de nuestra mente criminal, consigamos organizar el mundo y las sociedades en función de los intereses del capital multinacional. Guerras y hambrunas masivas han sido perpetradas por estas mentes.
            Pero el refinamiento ha llegado mucho más allá; incluso las tasas de incremento demográfico han sido obtenidas mediante un aleccionamiento sabiamente intencionado. Cuanto mayor sea la población consumidora, mayores ingresos obtendrán los productores de los útiles de consumo. Si a un país superpoblado de África o Asia, se le hace permanecer empobrecido, dependerá exclusivamente de la cantidad de alimentos que pueda adquirir a los países del primer mundo. Cuanto mayor sea el número de sus habitantes, mayor será el reparto de los escasos bienes que posee, lo que redundará en el empobrecimiento permanente del país (ver entrada anterior: Economía, Lao-Tse y Ecología).
            Los poderes que dominan el mundo son imperios económicos, y a estos poderes ocultos no les interesa el control demográfico, no les interesa la limitación del consumo ni tampoco la reducción de los sistemas de producción; por el contrario, el único interés del capital multinacional radica en su expansión a todos los niveles, y esta expansión de la riqueza, acumulada en manos de los poderosos, se traduce en expansión demográfica, expansión de los consumidores potenciales, y expansión de los productos de consumo, demostrando una vez más que las ecuaciones de Lotka-Volterra (ver entrada anterior: Orígenes de la ciencia ecológica) no son determinantes ni para la regulación de los depredadores naturales ni para los depredadores económicos.
            No obstante, la circunstancia más grave ocurre cuando nosotros, sumisamente, nos dejamos seducir por ellos, porque, en el fondo, prácticamente todos queremos ser como ellos. Son las pulsiones adquiridas por nuestra herencia histórica a lo largo de este Kali-yuga. Todos exigimos nuestro derecho a la riqueza; y si unos pocos, el diez por ciento de la humanidad, lo tienen en abundancia, y lo esgrimen como argumento en favor de la democracia y el progreso, inevitablemente el noventa por ciento restante demanda, con toda la razón del mundo, un trato similar.
            Desgraciadamente, esta posibilidad resulta inviable; el ritmo de consumo de los ricos no puede ser soportado durante mucho tiempo por el planeta en su estado actual, y mucho menos si dicho ritmo de consumo se generaliza a toda la humanidad. La única solución consiste en reducir el gasto del primer mundo, y elevar paulatinamente las posibilidades de los países pobres, hasta alcanzar un punto intermedio viable; por desgracia, esto topa con varios inconvenientes serios. Por supuesto, los imperios macroeconómicos utilizarán todo su poder para impedir una solución de este tipo, y a esa impresionante fuerza opositora habrá que sumar la reticencia que los ciudadanos de occidente mantendrán ante la disminución de sus posesiones y ritmo de vida; por otro lado, si ya se ha excedido el punto de equilibrio energético con la actual distribución del consumo, éste ha de ser reducido, inevitablemente, a valores muy inferiores a los actuales, lo que condicionará que el punto medio definitivo que solucionaría la discriminación en la distribución de la riqueza, deba ser obligatoriamente inferior a la media de consumo actual, lo que choca frontalmente con el derecho de los países pobres a exigir el nivel de vida que el primer mundo ostenta y promociona.
            Se plantea un problema que, aunque matemática y racionalmente parece simple, su solución resulta impresionantemente complicada. El gen del egoísmo, si es que este gen existe, ha de ser cambiado por el gen del desprendimiento. Los instintos de odio, agresión, recelo, junto con las pulsiones innatas de satisfacción de todos nuestros caprichos, han de ser reemplazados por la comprensión, la caridad, la verdadera justicia, la alegría de compartir, la moderada austeridad. En definitiva, hemos de modificar nuestros hábitos de vida a partir de un cambio radical en nuestras conciencias, desechando impulsos atávicos grabados firmemente en nuestros cerebros.

            Comencé este artículo contando la historia del monje que se vio obligado a abandonar la vida monástica por causa de la necesidad de posesiones. Existe otra versión de la historia con un final diferente: El monje estaba tan preocupado por la conservación de su túnica de repuesto que, cuando dejaba la cueva en la que vivía para mendigar comida, no podía permanecer en paz, además las horas que dedicaba a la meditación se veían constantemente turbadas por dicha preocupación. Un día, al regresar de mendigar el sustento en la ciudad, se encontró la túnica totalmente comida por los ratones; en ese momento se sintió en paz pues el motivo de su preocupación había desaparecido. A partir de entonces pudo meditar con tal claridad que alcanzó la iluminación.


2 comentarios:

  1. "reducir el gasto del primer mundo, y elevar paulatinamente las posibilidades de los países pobres", ufff qué complicado. Me parece toda una utopía, aunque sea una idea más que sensata,
    Otra cosa que me parece sensata pero también difícil de implementar es controlar la demografía.
    Estupenda leyenda y de los dos finales me quedo con el segundo, necesito agarrarme a historias felices.
    Un abrazo.

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    1. Hola Paloma, este mes he descuidado un poco el blog porque me he dedicado un poco más a mi próxima novela; así pues, con un poco de retraso, respondo a tu excelente comentario.
      En efecto, ante la situación ambiental actual sólo caben las protestas y la utopía, porque la realidad marca el camino que seguimos y nos conduce inexorablemente al desastre. La situación actual con la pandemia parece haber acercado la utopía un poco más, pero todo indica que cuando la pandemia esté superada las emisiones de GEI volverán a repuntar de forma exagerada y retornaremos al camino del desastre. Respecto al control demográfico me parece incluso más utópico que el control del gasto. Enhorabuena por tu blog que me parece excelente. Un abrazo.

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