lunes, 23 de marzo de 2020

DATOS FUNDAMENTALES SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO

            También en 1995 Publiqué un revelador artículo sobre el ya alarmante calentamiento global y el consecuente Cambio Climático. Los datos son demoledores y, aunque ahora los índices de CO2 en la atmósfera se han disparado respecto a los del aquél año y las temperaturas medias globales marcan récords nunca antes vistos, la profundidad de dicho artículo y su exhaustiva documentación lo convierten en una referencia que considero fundamental sobre esta catástrofe mundial. De hecho muchas de las predicciones que realicé en ese trabajo ya se han cumplido, y las que están por llegar resultan aterradoras.

El mundo de Arrhenius.

            Ya en 1863, el físico inglés John Tyndall, descubre que el dióxido de carbono arrojado a la atmósfera por los nuevos centros de producción, junto con el vapor de agua, pueden producir un cambio climático, lo que un siglo más tarde será denominado “efecto invernadero”. Este efecto se basa en que la Tierra absorbe calor a partir de la energía irradiada por el Sol; parte de esta energía se refleja al espacio exterior del planeta, es el denominado “albedo”, o brillo reflejado por los astros no luminosos. Una porción del calor recibido del Sol es retenido en la atmósfera por los gases llamados “de invernadero”; los más conocidos son el dióxido de carbono y el vapor de agua, aunque otros componentes atmosféricos como el metano, el ozono y el óxido nitroso también contribuyen a esta retención de calor. Si la atmósfera terrestre tuviera, de forma natural, una cantidad menor de estos gases, la superficie del planeta sería mucho más fría que la actual, como ocurre, por ejemplo, en Marte; por el contrario, si la concentración de los gases “de invernadero” fuera mayor, se produciría un calentamiento que podría llegar a ser similar al que aparece en Venus. La concentración de estos gases en la atmósfera terrestre se mantiene en un justo “término medio” de efecto invernadero.
            El aumento artificial en las tasas de dióxido de carbono y el excesivo vapor de agua de origen industrial, entre otros gases, permiten la absorción de energía solar, pero no la reflexión del excedente, por lo que la temperatura global mantiene una tendencia al aumento en base a esta energía acumulada. En 1907, el físico y premio Nóbel sueco Svante August Arrhenius escribe[1]:

            “El consumo anual de carbón ha alcanzado en 1907 alrededor de 1.200 millones de toneladas y aumenta rápidamente. Esta cantidad expande en el aire alrededor de 1/500 de su contenido total en dióxido de carbono. Aunque el Océano, absorbiendo el gas, actúe como un potente regulador, que disuelve alrededor de las cinco sextas partes de este producto, puede concebirse que la poca cantidad contenida en la atmósfera puede ser modificada, durante los siglos, por la producción industrial (...). Si el dióxido de carbono dobla su proporción, ganaríamos cuatro grados. (...) A causa del aumento del dióxido de carbono en el aire, podemos esperar períodos que ofrecerán al género humano temperaturas más igualadas y unas condiciones climáticas más suaves (...). Estos períodos permitirán al suelo producir cosechas mucho más abundantes que hoy, para bien de una población que parece hallarse en vías de un crecimiento más rápido que nunca”.

            Arrhenius es consciente de la posibilidad real de alterar la composición atmosférica, y considera que tal alteración sería beneficiosa, aunque los años siguientes a su vaticinio demostrarán lo contrario, pero es la consciencia de esta intervención humana sobre el ecosistema global lo que ya a finales del siglo XIX y principios del XX resulta evidente. De hecho, el mismo Arrhenius, al observar que el aumento en la tasa de dióxido de carbono responde a un factor geométrico, expresa su preocupación proponiendo la búsqueda de energías alternativas que substituyeran al carbón.
            Actualmente, el efecto invernadero es considerado como la alteración más grave producida sobre el planeta; mayor aún que la destrucción de la capa de ozono, la deforestación, la contaminación o la lluvia ácida; sus efectos podrían ser devastadores, algunos predecibles a corto plazo, como la fusión de los hielos polares y el consiguiente aumento del nivel del mar, sumergiendo ciudades y países enteros bajo sus aguas, y otros impredecibles, como la respuesta que podría tener la vegetación a un cambio tan brusco.
            De hecho, la superficie terrestre ha sido afectada durante millones de años por cambios climáticos sucesivos, en base a los períodos glaciares, interglaciares y tropicales; incluso el relieve actual está en gran medida condicionado por el avance y retroceso de los glaciares durante el período cuaternario, fenómeno del que también depende la fertilidad de los suelos, removidos por los glaciares. Desde los mismos albores de la historia, hasta nuestros días, la variaciones del clima han dejado su huella, pero estas variaciones siempre han sido lentas y progresivas.
            Con posterioridad a la última glaciación cuaternaria,  aconteció una época particularmente benigna, desde hace unos 5000 años hasta hace 2300, que favoreció los primeros asentamientos agrícolas y el desarrollo de las culturas clásicas: Egipto, Sumer, India, etc.; después se produce un paulatino enfriamiento que alcanza los comienzos del primer milenio de nuestra era, promoviendo el avance del bosque atlántico; una nueva fase templada que se prolonga durante los siglos IX al XII, coincidiendo con el auge de la agricultura en Europa; un posterior período frío, conocido como la "pequeña era glaciar", fechado desde 1590 hasta 1750 (1850 en algunas regiones, como la Cordillera Cantábrica); y de nuevo un recalentamiento durante los siglos XVIII y XIX, prosiguiendo con un período de temperaturas más frescas durante los comienzos del siglo XX.
            Estos cambios de temperatura son fácilmente identificables en las gestas heroicas de la antigüedad; es famoso el ejemplo de Eric el Rojo quien, tras ser desterrado de Noruega e Islandia, viajó por el Atlántico Norte, hasta llegar, en el año 982, a una nueva tierra por él descubierta, a la que puso el nombre de Groenlandia, que significa "país verde"; cualquier visitante actual a dicha región del globo se reiría ante tamaña ocurrencia, como ya hizo Julio Verne en su día, pues un ingente depósito de hielos, de varios kilómetros de espesor, ocupa en la actualidad la casi totalidad de la inmensa isla.
            En los últimos años, las tasa de dióxido de carbono en la atmósfera está aumentando a un ritmo alarmante, siguiendo una curva exponencial en la que se demuestra una tendencia alcista en una línea con fluctuaciones rítmicas; estos altibajos son las oscilaciones estacionales de la "respiración" terrestre, un mínimo de producción de dióxido de carbono durante el invierno, con la vegetación aletargada, y un máximo durante los meses cálidos del verano, pero siguiendo siempre una marcada propensión ascendente.
Concentración del dióxido de carbono atmosférico medido en el
observatorio de Mauna Loa, Hawai. Valor registrado antes de
1900: 290 partes por millón aproximadamente.
            Si bien los registros geológicos nos muestran una paulatina variación climática, los valores de la composición atmosférica han permanecido estables durante millones de años, desde la aparición de la fotosíntesis y la respiración animal hasta prácticamente nuestros tiempos. Estudios actuales sobre la concentración del dióxido de carbono contenido en las burbujas de aire en los hielos polares y en los glaciares, y referidos a tiempos geológicamente recientes, nos dan una buena fiabilidad en este dato; el resultado es concluyente: hemos alterado artificialmente la atmósfera a una velocidad tan desmesurada, que se calcula que para mediados del próximo siglo, la Tierra se puede recalentar entre 2°C y 5°C, según sean las fuentes de las que procede el cálculo; algunos autores estiman que el recalentamiento, en caso de seguir la progresión geométrica actual de emisiones de dióxido de carbono, podría alcanzar los 8°C; un ritmo inaudito en la historia del planeta, sobre todo si consideramos que en los últimos 18.000 años, la temperatura global media del planeta apenas ha variado unos 2 grados centígrados[2]
            Desde que a finales del siglo XVIII, con el nacimiento de la Revolución Industrial, se inició el consumo masivo de los combustibles fósiles no renovables, principalmente el carbón, las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera han ido aumentando desde las 280 ppm (partes por millón) registradas en 1750 hasta las 356 ppm medidas en 1987[3]. Desde 1860 han sido emitidas a la atmósfera más de 185.000 millones de toneladas de carbono, procedentes en su mayoría de las industrias occidentales, pasando de los 93 millones de toneladas al comienzo de dicho período hasta los 5000 millones emitidos anualmente en la actualidad, con la tendencia a doblarse para el año 2030[4].
            Mucho se habla a todos los niveles sobre la necesidad de reducir el consumo de combustibles fósiles; sin embargo, la propia estructura económica, política y militar de las sociedades impide llevar a cabo una reducción siquiera simbólica para dicho consumo. Se hace necesario un completo cambio de dichas estructuras a nivel mundial, abandonando los sistemas productivos basados en las emisiones de dióxido de carbono por la utilización de sistemas de energías renovables, lo que supone un gasto inabordable para los actuales sistemas económicos; por otro lado, la investigación de tecnologías sobre energías "blandas", ha sido deliberadamente retardada, con el fin de encauzar el crecimiento económico por los canales de distribución de la energía; los sistemas de energías renovables apuntan a una generación particularizada de las mismas y, aunque la tecnología siga siendo suministrada por las multinacionales, éstas perderían el control sobre la producción. Con este panorama a la vista, y aún siendo conscientes del grave problema del recalentamiento global del planeta, los economistas calculan que la actividad industrial, dependiente en su mayoría de los combustibles fósiles, deberá aumentar al doble para mantener las previsiones de desarrollo económico, lo que equivale a decir que las emisiones de dióxido de carbono aumentarán al doble en aras de la acumulación de capital. El crecimiento económico es imprescindible, el hecho de morir asfixiados pasa a un lugar secundario en las prioridades de la sociedad.
            Esta dependencia absoluta que la investigación científica mantiene respecto del capital, se manifiesta ejemplarmente en el desarrollo de la tecnología de los acumuladores solares. Si los motores de gasolina han sido capaces de evolucionar en pocos años, hasta el punto de disminuir su consumo en más de un 50%, no ha ocurrido lo mismo con la eficacia de las células solares, cuya investigación se ha basado en la utilización de tecnologías y materiales extraídos de recursos no renovables y sumamente escasos. Un artículo publicado por Donald C. Winston[5] manifiesta lo siguiente:

            “Si la mitad de la electricidad de Estados Unidos fuese generada por células de combustible solar -los convertidores más eficientes de que actualmente se dispone-, el esfuerzo de construcción exigiría anualmente más platino del que se produce en todo el mundo. Asimismo, para construir una infraestructura solar masiva, habría que utilizar cantidades verdaderamente descomunales de otros recursos no renovables, tales como cadmio, silicio, germanio, selenio, galio, arsénico y azufre, además de incontables toneladas de vidrio, plásticos y goma, y enormes volúmenes de glicol etileno, metales líquidos y gas freón. Según cierta fuente, si nos decidimos por las células de cadmio-sulfuro para la conversión fotovoltaica directa... necesitaríamos toda la producción mundial de cadmio del año 1978 para producir únicamente 180.000 megavatios de potencia instalada, es decir, apenas un 10% de la potencia instalada que había en el mundo el año pasado”.

            Durante los últimos dos decenios, el aumento de la temperatura global ha sido un hecho patente, alcanzando una máxima histórica durante el verano de 1990. En 1991, la violenta erupción del volcán Pinatubo, en Filipinas, expulsó a la atmósfera gran cantidad de aerosoles (partículas pulverizadas casi a nivel molecular de substancias sólidas y líquidas) que permanecieron en la atmósfera durante unos tres años, reflejando al espacio una parte suficiente de la energía recibida del sol, como para permitir un ligero enfriamiento de las temperaturas, algo que todos agradecimos en su momento; sin embargo, los aerosoles se estabilizaron hacia 1994, reanudando el proceso de efecto invernadero en la atmósfera[6]. De hecho, en aquél verano sobrevino una ola de calor que afectó principalmente a la India, donde durante varias semanas se produjeron temperaturas de hasta 46°C, ocasionando la muerte de gran cantidad de personas y ganado. Al mismo tiempo, en Estados Unidos se produjo una ola de sequía y calor que ocasionó un número alarmante de incendios forestales, algo parecido a lo que ocurrió en numerosos países mediterráneos (España y Francia principalmente), e incluso centroeuropeos[7]. Durante el año siguiente, 1995, la temperatura global mundial marcó un nuevo récord histórico, alcanzando una temperatura media anual para todo el planeta de 15° C. Los satélites artificiales han permitido detectar un paulatino aumento de la temperatura de los océanos y una consecutiva subida del nivel del mar de 0,21 cm anuales.
            Una solución al problema de la creciente acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera, por emisiones humanas, la aporta el ecólogo estadounidense Daniel B. Botkin[8] en los siguientes términos:

            “Supongamos que nos proponemos gestionar la biosfera plantando árboles para eliminar el exceso de dióxido de carbono que se ha añadido cada año por la combustión de combustibles fósiles. La cantidad total añadida anualmente es tal que los árboles tendrían que recoger unos 4.000 millones de toneladas de carbono. En términos optimistas, se estima que un kilómetro cuadrado de bosque tropical húmedo produce anualmente una cantidad de materia orgánica que contiene unas 2.600 toneladas de carbono[9]. A este ritmo, alrededor de cuatro millones de kilómetros cuadrados de bosque tropical podrían absorber el exceso de carbono. Esta es un área tres veces mayor que la superficie de Perú, y supone cerca del 9% de la extensión total de bosques tropicales y húmedos estimada en 1973. Sin embargo, esta es la mínima extensión de bosques que se necesitaría, suponiendo que pudiera permanecer activa de forma estable, extrayendo continuadamente dióxido de carbono de la atmósfera. Para que la zona reservada permaneciera a un alto nivel de actividad, los bosques tendrían que mantenerse indefinidamente en etapas medias de sucesión. Una zona recientemente cortada a matarrasa no tendría ese elevado índice de actividad, ni tampoco un bosque muy viejo. Considerando lo que sabemos sobre la variabilidad del clima, con la existencia de años buenos y malos, y los cambios inducidos por el fuego, las tormentas y las plagas, sería necesario preservar una zona mucho mayor. La extensión exacta sólo puede estimarse aproximadamente, pero sería probablemente entre tres y diez veces el mínimo.
            Podríamos adoptar una actitud más democrática e intentar replantar localmente plantas leñosas por todas partes, y no sólo en los trópicos, para extender la responsabilidad de eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera a todas las naciones del mundo, no sólo a las tropicales. Se estima que, por término medio, la producción de nueva materia orgánica por parte de la vegetación natural genera, en términos optimistas, el movimiento y almacenaje anual de unas 830 toneladas de carbono por kilómetro cuadrado, menos que la de los trópicos, de elevada productividad. En base a esta medida, se necesitaría como mínimo un total de unos 11 millones de kilómetros cuadrados de bosques para absorber el aumento anual de dióxido de carbono en la atmósfera. Se estima que la masa continental terrestre total, excluyendo las rocas desnudas, el hielo y la arena, es de unos 126 millones de kilómetros cuadrados. Si tuviéramos que reservar tierra y permitir crecer la vegetación solamente para que absorba el carbono que nuestras otras actividades van añadiendo a la atmósfera, tendríamos entonces que disponer del 10% de la masa continental terrestre que no es roca desnuda, arena o hielo. Si aisláramos el terreno suficiente para reducir en un 20% la tasa de acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera, tendríamos que reservar el 2% de la masa continental terrestre para este propósito. Y no se podría permitir la quema o descomposición de materia orgánica que se produce cada año. Esto es teóricamente posible, pero requeriría un enorme esfuerzo de cooperación mundial”.

            Sin embargo, no son únicamente las emisiones de dióxido de carbono las causantes del efecto invernadero; un cálculo estimativo en cuanto a los gases emitidos a la atmósfera, responsables del recalentamiento de la Tierra, ofrece el siguiente baremo:

            Los desiertos aumentan unos dos millones de hectáreas al año, favorecidos por las talas incontroladas, por las masivas quemas de los distintos bosques del planeta y, sobre todo, por la erosión del suelo, que avanza a un ritmo espeluznante, capaz de hacer totalmente improductivas anualmente 12 millones de hectáreas. Así pues, no sólo hay que considerar los gases emitidos a la atmósfera, sino también la cantidad de dióxido de carbono que deja de asimilarse por la disminución de la cubierta vegetal en la superficie terrestre. Otra causa que afecta directamente a la desertización es la denominada "lluvia ácida", consistente en la absorción por la atmósfera de grandes cantidades de diversos gases, principalmente anhídrido sulfuroso y óxido nítrico procedentes de la industria, que al reaccionar con el agua contenida en suspensión, o emitida por los mismos centros industriales en forma de vapor de agua, da lugar a la creación de ácido sulfúrico, nítrico y nitroso[10] que, acumulado en las nubes, se precipita junto con la lluvia a favor de los vientos procedentes de las zonas de emisión de dichos gases. Los bosques que reciben tales lluvias van sucumbiendo paulatinamente a la corrosión del ácido, hasta el punto de que, en pocos años, han muerto la mayoría de los árboles; los lagos y manantiales que en dichos bosques pudieran existir se vuelven estériles y la vida animal desaparece envenenada.
            Si consideramos que la masa total del biota, en relación con la masa total de la Tierra, es insignificante, tan solo 1,2 billones de toneladas métricas para un total de seis mil trillones de toneladas métricas, o incluso en comparación con la atmósfera, cuya masa es de cinco mil billones de toneladas métricas, comprendemos la fragilidad de la materia viva ante cualquier alteración seria del medio.
            Un dato que puede parecer insólito en cuanto a su intervención en el efecto invernadero, es el referido a la agricultura y ganadería, actividades que consideramos tradicionales e inocuas; sin embargo, la actual concepción de la agricultura y ganadería intensiva dista mucho de ser tradicional, y más se parece a las fábricas de producción en serie, basadas en los eficaces métodos productivos que hicieron famoso al minero ruso Alexis Stajanov. Los abonos químicos, capaces de permitir la superproducción mediante monocultivos, envenenan el suelo, haciendo que desprenda gran cantidad de gases nocivos que aumentan el efecto invernadero, destacando el óxido nitroso, que también participa en la lluvia ácida, con una incidencia global de entre un 10 a un 20 por ciento con respecto a las emisiones de dióxido de carbono[11]. Pero no sólo el suelo y la atmósfera sufren este envenenamiento; según un informe de la FAO, unos 40.000 agricultores mueren anualmente a causa de los pesticidas con que fumigan sus campos, al tiempo que 5.000.000 de personas sufren envenenamientos por la misma causa. También un informe de la Academia Nacional de Ciencias de los estados Unidos, publicado en 1987[12], comunicaba que el 90% de los fungicidas, el 60% de los herbicidas y el 30% de los insecticidas son potencialmente cancerígenos.
            Al mismo tiempo, en la biosfera han sido catalogadas alrededor de 1,4 millones de especies, aunque se estima que el número total de especies existentes es mucho mayor, entre cinco y treinta millones, dependiendo de quién haga el cálculo; si consideramos únicamente las especies animales, cada una tiene un modo distinto de metabolizar los agentes nutritivos, por lo que las emisiones de dióxido de carbono y metano de origen animal son sumamente dispersas y estables; si substituimos estas especies -aniquilándolas- y las reemplazamos por especies productivas, hacinadas masivamente en hediondas granjas especializadas, en un paisaje desforestado incapaz de reciclar ni el dióxido de carbono emitido ni, sobre todo, la gran cantidad de metano, con una fuerte incidencia en el efecto invernadero, originado por el ganado y por la descomposición de los abundantes productos residuales, sus efectos en el recalentamiento total del planeta no son nada desdeñables; consideremos que cada molécula de metano es capaz de retener hasta veinticinco veces más calor que una de dióxido de carbono. El metano es producido también en grandes cantidades en los arrozales y los innumerables vertederos que circundan las áreas industrializadas y densamente pobladas, sobre todo cuando se produce una fermentación por bacterias anaerobias al ser estos cubiertos por tierra para disimular su lamentable aspecto. En los últimos 350 años, la cantidad de metano emitido a la atmósfera se ha doblado, alcanzando más de 140 millones de toneladas anuales, con un ritmo de crecimiento de entre el 1 y el 2% anual[13]
            Un recalentamiento de la atmósfera y superficie terrestre como el previsto, implicaría la fusión de los hielos polares, y la subida del nivel del mar en valores que podrían superar los cuatro metros; ciudades como Génova o Venecia, y países como Holanda, Florida, Bangla Desh y gran parte de la Polinesia, quedarían sumergidos. Simplemente con que se fundieran los anclajes que fijan el hielo antártico a la roca continental y a las islas intermedias, dejando la gran masa de agua helada flotando a la deriva, su fusión provocaría un aumento en el nivel del mar de entre 40 y 50 m., inundando vastísimos territorios que actualmente se consideran a salvo de las catástrofes de origen marino. El aumento de calor también provocaría una mayor evaporación del agua oceánica, con la consiguiente interferencia en el ritmo de vientos y precipitaciones, pudiendo ocasionar una caótica época de lluvias torrenciales y ciclones, muy lejos de la benignidad y suavización del clima que esperaba Arrhenius. Por último, el creciente grado térmico ocasionaría una adición de nuevo vapor de agua, de origen principalmente marino, en la atmósfera, colaborando a su vez en el incremento del efecto invernadero, sumiendo al planeta en una espiral de progresivo aumento de la temperatura.



    [1] Cita en Jean Paul Deléage, "Historia de la Ecología". Icaria Editorial, S.A., Barcelona 1993.
    [2] Jeremy Rifkin, "Entropía", Op. cit.
    [3] Irving M. Mintzer: "A Matter of Degrees: The Potential for Controlling the Greenhouse Effect", Instituto para los Recursos Mundiales, Informe Nº 5, Abril de 1987, prefacio, letra i. Cita en: Jeremy Rifkin, "Entropía", Op. cit.
    [4] Jeremy Rifkin: "Entropía", Op. cit.
    [5] Donald C. Winston, "There Goes the Sun", Newsweek, 3 de Diciembre de 1979, p. 35. Cita en J. Rifkin, op. cit.
    [6] "Climate Group Rejects Criticism of Warnings", Nature 22 de Septiembre de 1994.
    [7] Dato tomado del Worldwatch Insitute: "La situación del mundo 1995" Op. cit.
    [8] Daniel B, Botkin, "Armonías discordantes". Acento Editorial, Madrid, 1993.
    [9] Cálculos más recientes estiman que es necesario el doble de bosque para dicha producción.
    [10] También se originan otro tipo de ácidos; algunos de ellos existentes de forma natural en la atmósfera y en las proximidades del suelo, como los ácidos carbónico y oxálico, pero a causa de los vertidos industriales, sus índices de concentración han aumentado espectacularmente, sumándose a estos ácidos para generar la lluvia ácida.
    [11] Jeremy Rifkin, "Entropía", Op. cit.
    [12] National Academy of the Sciences, "Pesticides: Need to Enhance FDA's Ability to Protect the Public From Illegal Residues", Washington D.C., Octubre de 1987. Cita en J. Rifkin, op. cit.
    [13] Consejo Nacional de Investigación, "Global Change in the Geosphere-Biosphere", National Academy Press, Washington D.C., 1986.

4 comentarios:

  1. Brillante y muy completo artículo, gracias por el gran trabajo que has invertido en él. Creo que todos deberíamos reflexionar sobre el impacto de la especie humana en la naturaleza, y actuar en consecuencia.
    Perdona si ves que borré un comentario, se trata de este mismo, que decidí borrarlo y volver a publicarlo porque se me escapó una falta ortográfica. Perdona las molestias.

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    1. Muchas gracias por tu comentario. El cambio climático ya está aquí y estamos sufriendo sus consecuencias. Pero todavía podemos limitar los daños si la comunidad internacional actúa con celeridad y firmeza. Deberíamos aprovechar la inercia de esfuerzo y concienciación que nos está dejando la actual crisis del coronavirus para seguir después con la principal amenaza de la humanidad, que no es otra que el cambio climático. Respecto a tu comentario borrado ya lo he eliminado del todo. Un saludo.

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  2. Hola Jesús,
    El esfuerzo no solo tendría que ser de la sociedad, me llama la atención la cantidad de productos que se les echa a no solo por el dióxido. Queremos, o nos han hecho creer, que tenemos una sociedad sin enfermedades. El simple, por decirlo así, mero hecho de que la naturaleza este cambiando por la mano de le hombre nos hace tener esos desafíos naturales, que no creo que puedan revertirse debido al gran mercado económico en los sectores mencionados cómo el agrícola. Entonces, los distintos intereses ponen en jaque a la humanidad.

    Me ha parecido muy interesante y el hecho de que muchas industrias, ya sea el cine, o la música hayan estado advirtiendo de los sucesos que se remontaban desde la llegada mercantil.

    Aprendo mucho contigo. Un saludo!! (Excelente trabajo)

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  3. Una vez más, me quito el sombrero por tu excelente trabajo, con rigor y claridad meridiana.
    Me has aportado algunos datos que desconocía por completo, como la utilización de recursos escasos para fabricar las células solares, no tenía ni idea, pero supongo que mientras se grave este tipo de energía con impuestos al sol, la investigación no está interesada en encontrar un mejor rendimiento.
    Creo que el calentamiento global es más que un hecho que nos vienen advirtiendo desde hace años expertos y entendidos como tú, pero incluso ahora se puede 'palpar'. Los inviernos tan benignos son una muestra más que evidente. Yo tuve mi propia experiencia este verano cuando me bañé en el Cantábrico y lo encontré 'caliente', aunque esto pueda parecer una exageración. Por motivos familiares, todos los veranos de mi infancia los he pasado en playas del norte y sé lo fría que puede llegar a estar el agua, este verano, sin embargo, no me lo pareció, aunque a 'profanos' que no acostumbren a bañarse en esas aguas, no se lo parezca. Es preocupante.
    Eso en el Cantábrico, en el Mediterráneo ya ni cuento, hace tres años en Mallorca tuve la sensación de estar bañándome en sopa de lo caliente que estaba el agua.
    Enhorabuena por tan buen artículo.
    Un abrazo.

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