También en 1995 Publiqué un revelador artículo sobre el ya alarmante calentamiento global y el consecuente Cambio Climático. Los datos son demoledores y, aunque ahora los índices de CO2 en la atmósfera se han disparado respecto a los del aquél año y las temperaturas medias globales marcan récords nunca antes vistos, la profundidad de dicho artículo y su exhaustiva documentación lo convierten en una referencia que considero fundamental sobre esta catástrofe mundial. De hecho muchas de las predicciones que realicé en ese trabajo ya se han cumplido, y las que están por llegar resultan aterradoras.
El mundo de Arrhenius.
Ya en 1863, el físico inglés John
Tyndall, descubre que el dióxido de carbono arrojado a la atmósfera por los
nuevos centros de producción, junto con el vapor de agua, pueden producir un
cambio climático, lo que un siglo más tarde será denominado “efecto invernadero”. Este efecto se
basa en que la Tierra absorbe calor a partir de la energía irradiada por el
Sol; parte de esta energía se refleja al espacio exterior del planeta, es el
denominado “albedo”, o brillo reflejado por los astros no luminosos. Una
porción del calor recibido del Sol es retenido en la atmósfera por los gases
llamados “de invernadero”; los más conocidos son el dióxido de carbono y el
vapor de agua, aunque otros componentes atmosféricos como el metano, el ozono y
el óxido nitroso también contribuyen a esta retención de calor. Si la atmósfera
terrestre tuviera, de forma natural, una cantidad menor de estos gases, la
superficie del planeta sería mucho más fría que la actual, como ocurre, por
ejemplo, en Marte; por el contrario, si la concentración de los gases “de invernadero”
fuera mayor, se produciría un calentamiento que podría llegar a ser similar al
que aparece en Venus. La concentración de estos gases en la atmósfera terrestre
se mantiene en un justo “término medio” de efecto invernadero.
El aumento artificial en las tasas
de dióxido de carbono y el excesivo vapor de agua de origen industrial, entre
otros gases, permiten la absorción de energía solar, pero no la reflexión del
excedente, por lo que la temperatura global mantiene una tendencia al aumento
en base a esta energía acumulada. En 1907, el físico y premio Nóbel sueco
Svante August Arrhenius escribe[1]:
“El
consumo anual de carbón ha alcanzado en 1907 alrededor de 1.200 millones de
toneladas y aumenta rápidamente. Esta cantidad expande en el aire alrededor de
1/500 de su contenido total en dióxido de carbono. Aunque el Océano,
absorbiendo el gas, actúe como un potente regulador, que disuelve alrededor de
las cinco sextas partes de este producto, puede concebirse que la poca cantidad
contenida en la atmósfera puede ser modificada, durante los siglos, por la
producción industrial (...). Si el dióxido de carbono dobla su proporción,
ganaríamos cuatro grados. (...) A causa del aumento del dióxido de carbono en
el aire, podemos esperar períodos que ofrecerán al género humano temperaturas
más igualadas y unas condiciones climáticas más suaves (...). Estos períodos
permitirán al suelo producir cosechas mucho más abundantes que hoy, para bien
de una población que parece hallarse en vías de un crecimiento más rápido que nunca”.
Arrhenius es consciente de la
posibilidad real de alterar la composición atmosférica, y considera que tal
alteración sería beneficiosa, aunque los años siguientes a su vaticinio
demostrarán lo contrario, pero es la consciencia de esta intervención humana
sobre el ecosistema global lo que ya a finales del siglo XIX y principios del
XX resulta evidente. De hecho, el mismo Arrhenius, al observar que el aumento
en la tasa de dióxido de carbono responde a un factor geométrico, expresa su
preocupación proponiendo la búsqueda de energías alternativas que substituyeran
al carbón.
Actualmente, el efecto invernadero
es considerado como la alteración más grave producida sobre el planeta; mayor
aún que la destrucción de la capa de ozono, la deforestación, la contaminación
o la lluvia ácida; sus efectos podrían ser devastadores, algunos predecibles a
corto plazo, como la fusión de los hielos polares y el consiguiente aumento del
nivel del mar, sumergiendo ciudades y países enteros bajo sus aguas, y otros
impredecibles, como la respuesta que podría tener la vegetación a un cambio tan
brusco.
De hecho, la superficie terrestre ha
sido afectada durante millones de años por cambios climáticos sucesivos, en
base a los períodos glaciares, interglaciares y tropicales; incluso el relieve
actual está en gran medida condicionado por el avance y retroceso de los
glaciares durante el período cuaternario, fenómeno del que también depende la
fertilidad de los suelos, removidos por los glaciares. Desde los mismos albores
de la historia, hasta nuestros días, la variaciones del clima han dejado su
huella, pero estas variaciones siempre han sido lentas y progresivas.
Con posterioridad a la última
glaciación cuaternaria, aconteció una
época particularmente benigna, desde hace unos 5000 años hasta hace 2300, que
favoreció los primeros asentamientos agrícolas y el desarrollo de las culturas
clásicas: Egipto, Sumer, India, etc.; después se produce un paulatino
enfriamiento que alcanza los comienzos del primer milenio de nuestra era, promoviendo
el avance del bosque atlántico; una nueva fase templada que se prolonga durante
los siglos IX al XII, coincidiendo con el auge de la agricultura en Europa; un
posterior período frío, conocido como la "pequeña era glaciar",
fechado desde 1590 hasta 1750 (1850 en algunas regiones, como la Cordillera
Cantábrica); y de nuevo un recalentamiento durante los siglos XVIII y XIX,
prosiguiendo con un período de temperaturas más frescas durante los comienzos
del siglo XX.
Estos cambios de temperatura son fácilmente
identificables en las gestas heroicas de la antigüedad; es famoso el ejemplo de
Eric el Rojo quien, tras ser desterrado de Noruega e Islandia, viajó por el
Atlántico Norte, hasta llegar, en el año 982, a una nueva tierra por él
descubierta, a la que puso el nombre de Groenlandia, que significa "país
verde"; cualquier visitante actual a dicha región del globo se reiría ante
tamaña ocurrencia, como ya hizo Julio Verne en su día, pues un ingente depósito
de hielos, de varios kilómetros de espesor, ocupa en la actualidad la casi
totalidad de la inmensa isla.
En los últimos años, las tasa de
dióxido de carbono en la atmósfera está aumentando a un ritmo alarmante,
siguiendo una curva exponencial en la que se demuestra una tendencia alcista en
una línea con fluctuaciones rítmicas; estos altibajos son las oscilaciones
estacionales de la "respiración" terrestre, un mínimo de producción
de dióxido de carbono durante el invierno, con la vegetación aletargada, y un
máximo durante los meses cálidos del verano, pero siguiendo siempre una marcada
propensión ascendente.
Concentración del dióxido de carbono atmosférico medido en el observatorio de Mauna Loa, Hawai. Valor registrado antes de 1900: 290 partes por millón aproximadamente. |
Si bien los registros geológicos nos
muestran una paulatina variación climática, los valores de la composición
atmosférica han permanecido estables durante millones de años, desde la
aparición de la fotosíntesis y la respiración animal hasta prácticamente nuestros
tiempos. Estudios actuales sobre la concentración del dióxido de carbono
contenido en las burbujas de aire en los hielos polares y en los glaciares, y
referidos a tiempos geológicamente recientes, nos dan una buena fiabilidad en
este dato; el resultado es concluyente: hemos alterado artificialmente la
atmósfera a una velocidad tan desmesurada, que se calcula que para mediados del
próximo siglo, la Tierra se puede recalentar entre 2°C y 5°C, según sean las
fuentes de las que procede el cálculo; algunos autores estiman que el
recalentamiento, en caso de seguir la progresión geométrica actual de emisiones
de dióxido de carbono, podría alcanzar los 8°C; un ritmo inaudito en la
historia del planeta, sobre todo si consideramos que en los últimos 18.000
años, la temperatura global media del planeta apenas ha variado unos 2 grados
centígrados[2]
Desde que a finales del siglo XVIII,
con el nacimiento de la Revolución Industrial, se inició el consumo masivo de
los combustibles fósiles no renovables, principalmente el carbón, las emisiones
de dióxido de carbono a la atmósfera han ido aumentando desde las 280 ppm
(partes por millón) registradas en 1750 hasta las 356 ppm medidas en 1987[3]. Desde
1860 han sido emitidas a la atmósfera más de 185.000 millones de toneladas de
carbono, procedentes en su mayoría de las industrias occidentales, pasando de
los 93 millones de toneladas al comienzo de dicho período hasta los 5000
millones emitidos anualmente en la actualidad, con la tendencia a doblarse para
el año 2030[4].
Mucho se habla a todos los niveles
sobre la necesidad de reducir el consumo de combustibles fósiles; sin embargo,
la propia estructura económica, política y militar de las sociedades impide
llevar a cabo una reducción siquiera simbólica para dicho consumo. Se hace necesario
un completo cambio de dichas estructuras a nivel mundial, abandonando los
sistemas productivos basados en las emisiones de dióxido de carbono por la
utilización de sistemas de energías renovables, lo que supone un gasto
inabordable para los actuales sistemas económicos; por otro lado, la
investigación de tecnologías sobre energías "blandas", ha sido
deliberadamente retardada, con el fin de encauzar el crecimiento económico por
los canales de distribución de la energía; los sistemas de energías renovables
apuntan a una generación particularizada de las mismas y, aunque la tecnología
siga siendo suministrada por las multinacionales, éstas perderían el control
sobre la producción. Con este panorama a la vista, y aún siendo conscientes del
grave problema del recalentamiento global del planeta, los economistas calculan
que la actividad industrial, dependiente en su mayoría de los combustibles
fósiles, deberá aumentar al doble para mantener las previsiones de desarrollo
económico, lo que equivale a decir que las emisiones de dióxido de carbono
aumentarán al doble en aras de la acumulación de capital. El crecimiento
económico es imprescindible, el hecho de morir asfixiados pasa a un lugar
secundario en las prioridades de la sociedad.
Esta dependencia absoluta que la
investigación científica mantiene respecto del capital, se manifiesta
ejemplarmente en el desarrollo de la tecnología de los acumuladores solares. Si
los motores de gasolina han sido capaces de evolucionar en pocos años, hasta el
punto de disminuir su consumo en más de un 50%, no ha ocurrido lo mismo con la
eficacia de las células solares, cuya investigación se ha basado en la
utilización de tecnologías y materiales extraídos de recursos no renovables y
sumamente escasos. Un artículo publicado por Donald C. Winston[5] manifiesta
lo siguiente:
“Si la
mitad de la electricidad de Estados Unidos fuese generada por células de
combustible solar -los convertidores más eficientes de que actualmente se
dispone-, el esfuerzo de construcción exigiría anualmente más platino del que
se produce en todo el mundo. Asimismo, para construir una infraestructura solar
masiva, habría que utilizar cantidades verdaderamente descomunales de otros
recursos no renovables, tales como cadmio, silicio, germanio, selenio, galio,
arsénico y azufre, además de incontables toneladas de vidrio, plásticos y goma,
y enormes volúmenes de glicol etileno, metales líquidos y gas freón. Según
cierta fuente, si nos decidimos por las células de cadmio-sulfuro para la
conversión fotovoltaica directa... necesitaríamos toda la producción mundial de
cadmio del año 1978 para producir únicamente 180.000 megavatios de potencia
instalada, es decir, apenas un 10% de la potencia instalada que había en el
mundo el año pasado”.
Durante los últimos dos decenios, el
aumento de la temperatura global ha sido un hecho patente, alcanzando una
máxima histórica durante el verano de 1990. En 1991, la violenta erupción del
volcán Pinatubo, en Filipinas, expulsó a la atmósfera gran cantidad de
aerosoles (partículas pulverizadas casi a nivel molecular de substancias
sólidas y líquidas) que permanecieron en la atmósfera durante unos tres años,
reflejando al espacio una parte suficiente de la energía recibida del sol, como
para permitir un ligero enfriamiento de las temperaturas, algo que todos
agradecimos en su momento; sin embargo, los aerosoles se estabilizaron hacia
1994, reanudando el proceso de efecto invernadero en la atmósfera[6]. De hecho,
en aquél verano sobrevino una ola de calor que afectó principalmente a la
India, donde durante varias semanas se produjeron temperaturas de hasta 46°C,
ocasionando la muerte de gran cantidad de personas y ganado. Al mismo tiempo,
en Estados Unidos se produjo una ola de sequía y calor que ocasionó un número
alarmante de incendios forestales, algo parecido a lo que ocurrió en numerosos
países mediterráneos (España y Francia principalmente), e incluso
centroeuropeos[7].
Durante el año siguiente, 1995, la temperatura global mundial marcó un nuevo
récord histórico, alcanzando una temperatura media anual para todo el planeta
de 15° C. Los satélites artificiales han permitido detectar un paulatino
aumento de la temperatura de los océanos y una consecutiva subida del nivel del
mar de 0,21 cm anuales.
Una solución al problema de la
creciente acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera, por emisiones
humanas, la aporta el ecólogo estadounidense Daniel B. Botkin[8] en los
siguientes términos:
“Supongamos
que nos proponemos gestionar la biosfera plantando árboles para eliminar el
exceso de dióxido de carbono que se ha añadido cada año por la combustión de
combustibles fósiles. La cantidad total añadida anualmente es tal que los
árboles tendrían que recoger unos 4.000 millones de toneladas de carbono. En
términos optimistas, se estima que un kilómetro cuadrado de bosque tropical
húmedo produce anualmente una cantidad de materia orgánica que contiene unas
2.600 toneladas de carbono[9]. A este ritmo, alrededor de cuatro millones de
kilómetros cuadrados de bosque tropical podrían absorber el exceso de carbono.
Esta es un área tres veces mayor que la superficie de Perú, y supone cerca del
9% de la extensión total de bosques tropicales y húmedos estimada en 1973. Sin
embargo, esta es la mínima extensión de bosques que se necesitaría, suponiendo
que pudiera permanecer activa de forma estable, extrayendo continuadamente
dióxido de carbono de la atmósfera. Para que la zona reservada permaneciera a
un alto nivel de actividad, los bosques tendrían que mantenerse indefinidamente
en etapas medias de sucesión. Una zona recientemente cortada a matarrasa no
tendría ese elevado índice de actividad, ni tampoco un bosque muy viejo.
Considerando lo que sabemos sobre la variabilidad del clima, con la existencia
de años buenos y malos, y los cambios inducidos por el fuego, las tormentas y
las plagas, sería necesario preservar una zona mucho mayor. La extensión exacta
sólo puede estimarse aproximadamente, pero sería probablemente entre tres y
diez veces el mínimo.
Podríamos
adoptar una actitud más democrática e intentar replantar localmente plantas
leñosas por todas partes, y no sólo en los trópicos, para extender la
responsabilidad de eliminar el dióxido de carbono de la atmósfera a todas las
naciones del mundo, no sólo a las tropicales. Se estima que, por término medio,
la producción de nueva materia orgánica por parte de la vegetación natural
genera, en términos optimistas, el movimiento y almacenaje anual de unas 830
toneladas de carbono por kilómetro cuadrado, menos que la de los trópicos, de
elevada productividad. En base a esta medida, se necesitaría como mínimo un
total de unos 11 millones de kilómetros cuadrados de bosques para absorber el
aumento anual de dióxido de carbono en la atmósfera. Se estima que la masa
continental terrestre total, excluyendo las rocas desnudas, el hielo y la
arena, es de unos 126 millones de kilómetros cuadrados. Si tuviéramos que
reservar tierra y permitir crecer la vegetación solamente para que absorba el
carbono que nuestras otras actividades van añadiendo a la atmósfera, tendríamos
entonces que disponer del 10% de la masa continental terrestre que no es roca
desnuda, arena o hielo. Si aisláramos el terreno suficiente para reducir en un
20% la tasa de acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera, tendríamos
que reservar el 2% de la masa continental terrestre para este propósito. Y no
se podría permitir la quema o descomposición de materia orgánica que se produce
cada año. Esto es teóricamente posible, pero requeriría un enorme esfuerzo de
cooperación mundial”.
Sin embargo, no son únicamente las
emisiones de dióxido de carbono las causantes del efecto invernadero; un
cálculo estimativo en cuanto a los gases emitidos a la atmósfera, responsables
del recalentamiento de la Tierra, ofrece el siguiente baremo:
Los desiertos aumentan unos dos millones de hectáreas al año, favorecidos por las talas incontroladas, por las
masivas quemas de los distintos bosques del planeta y, sobre todo, por la
erosión del suelo, que avanza a un ritmo espeluznante, capaz de hacer totalmente
improductivas anualmente 12 millones de hectáreas. Así pues, no sólo hay que
considerar los gases emitidos a la atmósfera, sino también la cantidad de
dióxido de carbono que deja de asimilarse por la disminución de la cubierta
vegetal en la superficie terrestre. Otra causa que afecta directamente a la
desertización es la denominada "lluvia ácida", consistente en la
absorción por la atmósfera de grandes cantidades de diversos gases,
principalmente anhídrido sulfuroso y óxido nítrico procedentes de la industria,
que al reaccionar con el agua contenida en suspensión, o emitida por los mismos
centros industriales en forma de vapor de agua, da lugar a la creación de ácido
sulfúrico, nítrico y nitroso[10] que,
acumulado en las nubes, se precipita junto con la lluvia a favor de los vientos
procedentes de las zonas de emisión de dichos gases. Los bosques que reciben
tales lluvias van sucumbiendo paulatinamente a la corrosión del ácido, hasta el
punto de que, en pocos años, han muerto la mayoría de los árboles; los lagos y
manantiales que en dichos bosques pudieran existir se vuelven estériles y la
vida animal desaparece envenenada.
Si consideramos que la masa total
del biota, en relación con la masa total de la Tierra, es insignificante, tan
solo 1,2 billones de toneladas métricas para un total de seis mil trillones de
toneladas métricas, o incluso en comparación con la atmósfera, cuya masa es de
cinco mil billones de toneladas métricas, comprendemos la fragilidad de la
materia viva ante cualquier alteración seria del medio.
Un dato que puede parecer insólito
en cuanto a su intervención en el efecto invernadero, es el referido a la
agricultura y ganadería, actividades que consideramos tradicionales e inocuas;
sin embargo, la actual concepción de la agricultura y ganadería intensiva dista
mucho de ser tradicional, y más se parece a las fábricas de producción en
serie, basadas en los eficaces métodos productivos que hicieron famoso al
minero ruso Alexis Stajanov. Los abonos químicos, capaces de permitir la
superproducción mediante monocultivos, envenenan el suelo, haciendo que
desprenda gran cantidad de gases nocivos que aumentan el efecto invernadero,
destacando el óxido nitroso, que también participa en la lluvia ácida, con una
incidencia global de entre un 10 a un 20 por ciento con respecto a las
emisiones de dióxido de carbono[11]. Pero no
sólo el suelo y la atmósfera sufren este envenenamiento; según un informe de la
FAO, unos 40.000 agricultores mueren anualmente a causa de los pesticidas con
que fumigan sus campos, al tiempo que 5.000.000 de personas sufren
envenenamientos por la misma causa. También un informe de la Academia Nacional
de Ciencias de los estados Unidos, publicado en 1987[12],
comunicaba que el 90% de los fungicidas, el 60% de los herbicidas y el 30% de los
insecticidas son potencialmente cancerígenos.
Al mismo tiempo, en la biosfera han
sido catalogadas alrededor de 1,4 millones de especies, aunque se estima que el
número total de especies existentes es mucho mayor, entre cinco y treinta
millones, dependiendo de quién haga el cálculo; si consideramos únicamente las
especies animales, cada una tiene un modo distinto de metabolizar los agentes
nutritivos, por lo que las emisiones de dióxido de carbono y metano de origen
animal son sumamente dispersas y estables; si substituimos estas especies
-aniquilándolas- y las reemplazamos por especies productivas, hacinadas
masivamente en hediondas granjas especializadas, en un paisaje desforestado
incapaz de reciclar ni el dióxido de carbono emitido ni, sobre todo, la gran
cantidad de metano, con una fuerte incidencia en el efecto invernadero,
originado por el ganado y por la descomposición de los abundantes productos
residuales, sus efectos en el recalentamiento total del planeta no son nada
desdeñables; consideremos que cada molécula de metano es capaz de retener hasta
veinticinco veces más calor que una de dióxido de carbono. El metano es
producido también en grandes cantidades en los arrozales y los innumerables
vertederos que circundan las áreas industrializadas y densamente pobladas,
sobre todo cuando se produce una fermentación por bacterias anaerobias al ser
estos cubiertos por tierra para disimular su lamentable aspecto. En los últimos
350 años, la cantidad de metano emitido a la atmósfera se ha doblado, alcanzando
más de 140 millones de toneladas anuales, con un ritmo de crecimiento de entre
el 1 y el 2% anual[13]
Un recalentamiento de la atmósfera y
superficie terrestre como el previsto, implicaría la fusión de los hielos
polares, y la subida del nivel del mar en valores que podrían superar los
cuatro metros; ciudades como Génova o Venecia, y países como Holanda, Florida,
Bangla Desh y gran parte de la Polinesia, quedarían sumergidos. Simplemente con
que se fundieran los anclajes que fijan el hielo antártico a la roca
continental y a las islas intermedias, dejando la gran masa de agua helada
flotando a la deriva, su fusión provocaría un aumento en el nivel del mar de
entre 40 y 50 m., inundando vastísimos territorios que actualmente se
consideran a salvo de las catástrofes de origen marino. El aumento de calor
también provocaría una mayor evaporación del agua oceánica, con la consiguiente
interferencia en el ritmo de vientos y precipitaciones, pudiendo ocasionar una
caótica época de lluvias torrenciales y ciclones, muy lejos de la benignidad y
suavización del clima que esperaba Arrhenius. Por último, el creciente grado
térmico ocasionaría una adición de nuevo vapor de agua, de origen
principalmente marino, en la atmósfera, colaborando a su vez en el incremento
del efecto invernadero, sumiendo al planeta en una espiral de progresivo
aumento de la temperatura.
[10] También se originan
otro tipo de ácidos; algunos de ellos existentes de forma natural en la
atmósfera y en las proximidades del suelo, como los ácidos carbónico y oxálico,
pero a causa de los vertidos industriales, sus índices de concentración han
aumentado espectacularmente, sumándose a estos ácidos para generar la lluvia
ácida.
Brillante y muy completo artículo, gracias por el gran trabajo que has invertido en él. Creo que todos deberíamos reflexionar sobre el impacto de la especie humana en la naturaleza, y actuar en consecuencia.
ResponderEliminarPerdona si ves que borré un comentario, se trata de este mismo, que decidí borrarlo y volver a publicarlo porque se me escapó una falta ortográfica. Perdona las molestias.
Muchas gracias por tu comentario. El cambio climático ya está aquí y estamos sufriendo sus consecuencias. Pero todavía podemos limitar los daños si la comunidad internacional actúa con celeridad y firmeza. Deberíamos aprovechar la inercia de esfuerzo y concienciación que nos está dejando la actual crisis del coronavirus para seguir después con la principal amenaza de la humanidad, que no es otra que el cambio climático. Respecto a tu comentario borrado ya lo he eliminado del todo. Un saludo.
EliminarHola Jesús,
ResponderEliminarEl esfuerzo no solo tendría que ser de la sociedad, me llama la atención la cantidad de productos que se les echa a no solo por el dióxido. Queremos, o nos han hecho creer, que tenemos una sociedad sin enfermedades. El simple, por decirlo así, mero hecho de que la naturaleza este cambiando por la mano de le hombre nos hace tener esos desafíos naturales, que no creo que puedan revertirse debido al gran mercado económico en los sectores mencionados cómo el agrícola. Entonces, los distintos intereses ponen en jaque a la humanidad.
Me ha parecido muy interesante y el hecho de que muchas industrias, ya sea el cine, o la música hayan estado advirtiendo de los sucesos que se remontaban desde la llegada mercantil.
Aprendo mucho contigo. Un saludo!! (Excelente trabajo)
Una vez más, me quito el sombrero por tu excelente trabajo, con rigor y claridad meridiana.
ResponderEliminarMe has aportado algunos datos que desconocía por completo, como la utilización de recursos escasos para fabricar las células solares, no tenía ni idea, pero supongo que mientras se grave este tipo de energía con impuestos al sol, la investigación no está interesada en encontrar un mejor rendimiento.
Creo que el calentamiento global es más que un hecho que nos vienen advirtiendo desde hace años expertos y entendidos como tú, pero incluso ahora se puede 'palpar'. Los inviernos tan benignos son una muestra más que evidente. Yo tuve mi propia experiencia este verano cuando me bañé en el Cantábrico y lo encontré 'caliente', aunque esto pueda parecer una exageración. Por motivos familiares, todos los veranos de mi infancia los he pasado en playas del norte y sé lo fría que puede llegar a estar el agua, este verano, sin embargo, no me lo pareció, aunque a 'profanos' que no acostumbren a bañarse en esas aguas, no se lo parezca. Es preocupante.
Eso en el Cantábrico, en el Mediterráneo ya ni cuento, hace tres años en Mallorca tuve la sensación de estar bañándome en sopa de lo caliente que estaba el agua.
Enhorabuena por tan buen artículo.
Un abrazo.