domingo, 19 de enero de 2020

BAJO UN ROBLE VIEJO


BAJO UN ROBLE VIEJO

Escribo estas páginas sentado en una roca que fue desplazada con esfuerzo para ocupar la sombra de un roble viejo. Hace años que la moví aquí, ayudado por mi entrañable amigo Francisco, santero del Santuario de la Virgen de Montesinos, cuya ermita contemplo de forma privilegiada desde este asiento. Francisco ya no está entre nosotros, hace años que nos dejó; pero la vieja capilla transmite, a través de los siglos, el espíritu que le poseyó y que posee a quien aquí se detiene. Francisco vive en ese espíritu y en él se perpetúa.
A mis pies salta el río Arandilla, joven, alegre y fresco, separándome de la vereda transitada que discurre entre el final de la pista que viene de Cobeta y los edificios que conforman el conjunto de ermita, hospedería y cuadras aledañas. A mi espalda las rojas escarpaduras se yerguen imponentes hasta la meseta que culmina el cañón y, por todos lados, pinos, robles, fresnos y demás árboles que tapizan el valle, las laderas empinadas y los altiplanos cimeros que algunos llaman Parameras de Molina,  donde los pinos dan paso a las sabinas, al correr de ciervos y corzos y al hozar de los jabalíes. El cielo es azul intenso, de tono cobalto fuerte en el cenit y mutando a turquesa según descendemos la vista al horizonte.

Me acompaña la eterna brisa que desciende al tiempo que las aguas del Arandilla, suave en verano y bravía en invierno. Es difícil respirar un aire más puro y el bosque y sus habitantes lo saben; por eso acompañan al viento el aleteo de águilas y halcones, el planear de los buitres y los rápidos vuelos de ruiseñores, petirrojos, lavanderas, carboneros, herrerillos, piquituertos, abejarucos y tantas aves que el lápiz que mi mano maneja no tiene tiempo para describir.
Otro don del barranco de Montesinos es el sol, dulce, siempre dulce y suave, tamizado por la fronda. Incluso en días de calor intenso se siente más amigable que agresivo, más luminoso que ardiente y a su bondad se templan el lagarto ocelado, la víbora hocicuda y la culebra de escalera que he visto hoy, y muchos otros reptiles que se debieron ocultar cuando recorrí el camino hasta este lugar.

Por algún recodo junto al río se esconden el ratoncillo, el lirón y la musaraña. En las laderas tiene su madriguera el tejón y, en sus alrededores, sobre las ramas de los árboles, se camuflan el gato montés y la gineta. Los he visto, o me han dejado verlos, que no es lo mismo.
Os voy a contar una leyenda sobre este escondido barranco: Cuentan que, en tiempos de moros, gobernaba estos lares un caudillo musulmán de nombre Montesinos, dependiente de la Taifa de Valencia. Debía ser un cruel gobernante el capitán moro, que asolaba la comarca con brutalidad, según cuentan las crónicas cristianas que siempre tildan de inhumanas las acciones moriscas.
Una pastorcilla de las de cuento, como era de esperar, y manca por toda descripción, se encontraba desesperada buscando una res que había extraviado. Dice el relato ancestral que, cuando mayores eran su angustia y su soledad, fue testigo de la aparición de la mismísima Virgen María quien, con el animal extraviado paciendo a sus pies, se dirigió a ella en términos parecidos a los que aquí narro:
No temas, muchacha —dijo la luminosa Señora— Hoy cumplo tu deseo de recuperar a la bestia perdida pero, a cambio, has de hacer el mandato que voy a encomendarte.
—¿Quién sois vos, mi Señora de luz y a qué mandato os referís?
—Soy la Madre de Nuestro Señor, venida a tu tierra para acabar con las maldades que os afligen. Por eso te he elegido, pequeña pastora, para obrar el milagro de convertir a Montesinos a la verdadera fe.
—Mi Señora, Montesinos es moro y azote de la cristiandad. Desde su castillo de Alpetea manda partidas que nos roban y nos matan. Mucho mal hay en Montesinos. ¿Cómo puedo yo ayudaros para traerlo a la fe de Cristo?
—Irás a su castillo y le encargarás que venga a este lugar diciéndole que será testigo de maravillas como nunca ha visto. No temas por ti pues nada malo podrá ocurrirte. Serás recibida en su presencia, te escuchará y su curiosidad lo traerá a este apartado barranco donde obraré el milagro de su conversión. Ahora, pequeña niña, recoge a tu animal perdido, llévatelo de vuelta y cumple el encargo que te he hecho.
—Sois mi Señora —respondió la pastorcilla—, Reina del cielo y madre de Nuestro Señor. Cumpliré tal y como me habéis ordenado.
En todas las historias de apariciones de la Virgen, los niños, las pastoras o los santos ermitaños que reciben la visión, nunca dudan de ella, siempre tienen el espíritu resuelto para cumplir la tarea encargada, aunque su vida se ponga en juego, aunque la burla les azote desde sus propios deudos, o aunque la misma iglesia les ponga en riesgo de arder. —El destino de la cristiandad, atrapado en las malvadas manos del moro Montesinos, bien vale el sacrificio — debió pensar resuelta la niña.
Fue la pastora al castillo de Alpetea, entonces altivo y hoy una ruina casi desaparecida sobre la confluencia del río Tajo y su afluente el Gallo. Recorrió la cresta entre acantilados, se plantó ante la puerta guarnecida y pidió ver al comandante. Fue recibida y escuchada, tal y como la Virgen había anunciado; convenció al moro para acudir al lugar señalado y, en buena hora, la partida musulmana con su caudillo al frente escoltaba a la muchacha por el barranco escondido. 
No tardó en suceder el primer prodigio, una luz cegó a la comitiva y la Virgen apareció entre ellos creando una sorpresa tan terrible que los moros descendieron de sus caballos y cayeron de rodillas al suelo. Todos menos el fiero jefe, que permanecía orgulloso de su poder.

—¿Quién eres, Señora luminosa y a qué has venido? —Preguntó Montesinos.
—Soy la Madre del verdadero Dios, y te he traído aquí para que contemples el milagro que sólo la fe auténtica puede producir.
—¿Y cuál es ese milagro? Hasta ahora sólo la luz que casi nos ciega nos ha sorprendido, pero esa luz tan intensa también puede ser producida por el sol y sus reflejos.
—El milagro será obrado en esta muchacha que te ha traído hasta mi presencia—respondió la Señora—. Muestra, pastorcilla, el muñón de tu brazo tullido.
La niña, sorprendida y temerosa, pero obediente, mostró a la morisma su deficiencia. Todos comprobaron la ausencia del miembro y las cicatrices de su amputación.
Inmediatamente, ante la expectación de toda la concurrencia, el brazo se regeneró milagrosamente con un signo de la cruz grabado en la piel, delatando su sagrada recuperación. Tal maravilla hizo bajar a tierra el egregio Montesinos para comprobar con sus propias manos el prodigio. Como Santo Tomás, hasta que no vio y no tocó no creyó. Al ser testigo directo del milagro calló de rodillas ante la aparición.
—¡Creo en vos, mi Señora! —Exclamó el guerrero—. ¿Qué queréis de mí?
—Quiero que con tus huestes abraces la fe verdadera y dejes de perseguir, robar y matar a los cristianos de estas tierras. Gobernarás con justicia y construirás en este lugar un santuario dedicado a lo que aquí ha ocurrido, un lugar de veneración en el que instaurarás una costumbre que cumplirán todos los pueblos de alrededor. Sus habitantes vendrán una vez al año para celebrar este milagro de modo que no se olvide por los siglos.
Cuentan unos que Montesinos abrazó la fe cristiana y, a partir de ese momento, obró con justicia, construyó el santuario original, sobre cuyos cimientos se levanta el que hoy vemos, e instituyó la romería que hasta ahora se celebra cada tercer domingo de mayo. Otros difieren y comentan que Montesinos siguió siendo musulmán, pero que obró con prudencia desde que presenciara los sucesos narrados, tratando bien a los cristianos de su territorio, no volviendo a cometer maldades y, fiel a su promesa, construyó el santuario para que cristianos y musulmanes recordaran el milagro allí ocurrido.
Pienso yo que Montesinos nunca fue un mal gobernante, que no necesitó de milagros para obrar con justicia y que este lugar en el que escribo este relato ya era santo antes de él y lo siguió siendo después. No necesito, por tanto, los milagros de Dios o de la Virgen, como le pasó al segundo Montesinos de la historia, para creer que la realidad es una, la sabiduría es una y distintos los caminos que llevan a ella. Existe en el Tíbet un monte, el Kailash, sagrado para muchos credos. Todos los años organizan los diferentes fieles una peregrinación en la que deben rodear los cincuenta y dos kilómetros de perímetro de la montaña. Coinciden las personas hablando de sus respectivas doctrinas, pero nunca surgen conflictos entre quienes practican credos distintos porque todos son buscadores de lo mismo, iluminación, y cada uno sigue la fe que es más consonante con su naturaleza o su historia.
Algo así es el barranco de Montesinos. Refieren los historiadores supuestos ritos sufís que aquí tuvieron lugar, plasmados en lo que parecen signos arábigos grabados en la roca unos metros aguas arriba de donde me encuentro. Muy cerca de este lugar se mantienen las ruinas del castro celtíbero de Peña Moñuz, cuyos sacerdotes o druidas pudieron, a buen seguro, conocer este recóndito barranco y no dudo que lo venerarían como se merece. Además, no lejos del castro, puede encontrar el viajero los robles trasmochos de la Olmeda de Cobeta, con llagas penetrantes e inmensas que hieren sus troncos, convertidos desde tiempos remotos en pequeñas capillas vivientes, donde los piadosos habitantes de la zona colocan imágenes marianas, quizá rememorando y manteniendo los antiguos cultos a la Madre Tierra, pues esa es la esencia de la Naturaleza, siempre mujer y siempre madre.
No creo, pues, en los milagros inventados por una iglesia necesitada de prodigios para sustentar una fe en peligro, sino en los del día a día, los que me permiten sorprender la pesca que realiza la nutria para alimentarse, o contemplar el sol reflejándose en los ojos del azor, o el milagro de un niño sonriendo feliz en su juego, o el regalo de mantener una conversación inteligente con un viajero curioso a los pies de este roble, tan milagroso como la vida que albergan sus bellotas. Creo, en fin, en el milagro de estar en este lugar, sentado en esta piedra, contemplando este bosque, este río, estos animales, estas rocas rojas y este cielo azul. Por eso, la ermita que está frente a mí, cruzando el puente que antaño construyó Francisco sobre el río Arandilla, es la prueba de que no soy yo el primer creyente en este lugar. Y tampoco seré el último.


Esta entrada es el capítulo de introducción de mi nuevo libro que recibe el mismo título genérico: "Bajo un roble viejo", actualmente en elaboración.

4 comentarios:

  1. Hola, gracias por comentar. Acabo de visitar tu blog y ya me tienes como seguidor. Te espero de vuelta por el mío tantas veces como quieras. Nos leemos. Un abrazo.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Me gusta como relatas voy a tu lado por muchas partes, es que escribes tan claro que uno se visualiza en el lugar

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    1. Muchas gracias por un comentario tan agradable. Me alegro de que te guste lo que escribo pero el mérito lo tiene el lugar, que es verdaderamente inspirador y magnífico, así como Francisco, que en paz descanse, un personaje irrepetible.

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