BAJO UN ROBLE VIEJO
Escribo
estas páginas sentado en una roca que fue desplazada con esfuerzo para ocupar la sombra
de un roble viejo. Hace años que la moví aquí, ayudado por mi entrañable amigo
Francisco, santero del Santuario de la Virgen de Montesinos, cuya ermita contemplo
de forma privilegiada desde este asiento. Francisco ya no está entre nosotros,
hace años que nos dejó; pero la vieja capilla transmite, a través de los siglos,
el espíritu que le poseyó y que posee a quien aquí se detiene. Francisco vive
en ese espíritu y en él se perpetúa.
A mis
pies salta el río Arandilla, joven, alegre y fresco, separándome de la vereda
transitada que discurre entre el final de la pista que viene de Cobeta y los
edificios que conforman el conjunto de ermita, hospedería y cuadras aledañas. A
mi espalda las rojas escarpaduras se yerguen imponentes hasta la meseta que
culmina el cañón y, por todos lados, pinos, robles, fresnos y demás árboles que
tapizan el valle, las laderas empinadas y los altiplanos cimeros que algunos
llaman Parameras de Molina, donde los
pinos dan paso a las sabinas, al correr de ciervos y corzos y al hozar de los
jabalíes. El cielo es azul intenso, de tono cobalto fuerte en el cenit y mutando
a turquesa según descendemos la vista al horizonte.
Me
acompaña la eterna brisa que desciende al tiempo que las aguas del Arandilla,
suave en verano y bravía en invierno. Es difícil respirar un aire más puro y el
bosque y sus habitantes lo saben; por eso acompañan al viento el aleteo de águilas y halcones, el
planear de los buitres y los rápidos vuelos de ruiseñores, petirrojos,
lavanderas, carboneros, herrerillos, piquituertos, abejarucos y tantas aves que
el lápiz que mi mano maneja no tiene tiempo para describir.
Otro
don del barranco de Montesinos es el sol, dulce, siempre dulce y suave,
tamizado por la fronda. Incluso en días de calor intenso se siente más amigable
que agresivo, más luminoso que ardiente y a su bondad se templan el lagarto
ocelado, la víbora hocicuda y la culebra de escalera que he visto hoy, y muchos
otros reptiles que se debieron ocultar cuando recorrí el camino hasta este
lugar.
Por
algún recodo junto al río se esconden el ratoncillo, el lirón y la musaraña. En
las laderas tiene su madriguera el tejón y, en sus alrededores, sobre las ramas
de los árboles, se camuflan el gato montés y la gineta. Los he visto, o me han
dejado verlos, que no es lo mismo.
Os voy
a contar una leyenda sobre este escondido barranco: Cuentan que, en tiempos de
moros, gobernaba estos lares un caudillo musulmán de nombre Montesinos,
dependiente de la Taifa de Valencia. Debía ser un cruel gobernante el capitán moro,
que asolaba la comarca con brutalidad, según cuentan las crónicas cristianas
que siempre tildan de inhumanas las acciones moriscas.
Una
pastorcilla de las de cuento, como era de esperar, y manca por toda
descripción, se encontraba desesperada buscando una res que había extraviado.
Dice el relato ancestral que, cuando mayores eran su angustia y su soledad, fue
testigo de la aparición de la mismísima Virgen María quien, con el animal extraviado paciendo a sus pies, se dirigió a ella en
términos parecidos a los que aquí narro:
— No temas, muchacha —dijo la
luminosa Señora— Hoy cumplo tu deseo de recuperar a la bestia perdida pero, a
cambio, has de hacer el mandato que voy a encomendarte.
—¿Quién sois vos, mi Señora
de luz y a qué mandato os referís?
—Soy la Madre de Nuestro
Señor, venida a tu tierra para acabar con las maldades que os afligen. Por eso
te he elegido, pequeña pastora, para obrar el milagro de convertir a Montesinos a la verdadera fe.
—Mi Señora, Montesinos es
moro y azote de la cristiandad. Desde su castillo de Alpetea manda partidas que
nos roban y nos matan. Mucho mal hay en Montesinos. ¿Cómo puedo yo ayudaros
para traerlo a la fe de Cristo?
—Irás a su castillo y le
encargarás que venga a este lugar diciéndole que será testigo de maravillas
como nunca ha visto. No temas por ti pues nada malo podrá ocurrirte. Serás
recibida en su presencia, te escuchará y su curiosidad lo traerá a este
apartado barranco donde obraré el milagro de su conversión. Ahora, pequeña
niña, recoge a tu animal perdido, llévatelo de vuelta y cumple el encargo que
te he hecho.
—Sois mi Señora —respondió
la pastorcilla—, Reina del cielo y madre de Nuestro Señor. Cumpliré tal y como
me habéis ordenado.
En todas las historias de
apariciones de la Virgen, los niños, las pastoras o los santos ermitaños que
reciben la visión, nunca dudan de ella, siempre tienen el espíritu resuelto
para cumplir la tarea encargada, aunque su vida se ponga en juego, aunque la
burla les azote desde sus propios deudos, o aunque la misma iglesia les ponga
en riesgo de arder. —El destino de la
cristiandad, atrapado en las malvadas manos del moro Montesinos, bien vale el
sacrificio — debió pensar resuelta la niña.
Fue la pastora al castillo de
Alpetea, entonces altivo y hoy una ruina casi desaparecida sobre la confluencia
del río Tajo y su afluente el Gallo. Recorrió la cresta entre acantilados, se
plantó ante la puerta guarnecida y pidió ver al comandante. Fue recibida y escuchada, tal
y como la Virgen había anunciado; convenció al moro para acudir al lugar
señalado y, en buena hora, la partida musulmana con su caudillo al frente
escoltaba a la muchacha por el barranco escondido.
No tardó en suceder el primer prodigio, una luz cegó a la comitiva y la Virgen apareció entre ellos creando una sorpresa tan terrible que los moros descendieron de sus caballos y cayeron de rodillas al suelo. Todos menos el fiero jefe, que permanecía orgulloso de su poder.
No tardó en suceder el primer prodigio, una luz cegó a la comitiva y la Virgen apareció entre ellos creando una sorpresa tan terrible que los moros descendieron de sus caballos y cayeron de rodillas al suelo. Todos menos el fiero jefe, que permanecía orgulloso de su poder.
—¿Quién eres, Señora
luminosa y a qué has venido? —Preguntó Montesinos.
—Soy la Madre del verdadero
Dios, y te he traído aquí para que contemples el milagro que sólo la fe
auténtica puede producir.
—¿Y cuál es ese milagro?
Hasta ahora sólo la luz que casi nos ciega nos ha sorprendido, pero esa luz tan
intensa también puede ser producida por el sol y sus reflejos.
—El milagro será obrado en
esta muchacha que te ha traído hasta mi presencia—respondió la Señora—.
Muestra, pastorcilla, el muñón de tu brazo tullido.
La niña, sorprendida y
temerosa, pero obediente, mostró a la morisma su deficiencia. Todos comprobaron
la ausencia del miembro y las cicatrices de su amputación.
Inmediatamente, ante la
expectación de toda la concurrencia, el brazo se regeneró milagrosamente con un
signo de la cruz grabado en la piel, delatando su sagrada recuperación. Tal
maravilla hizo bajar a tierra el egregio Montesinos para comprobar con sus propias
manos el prodigio. Como Santo Tomás, hasta que no vio y no tocó no creyó. Al
ser testigo directo del milagro calló de rodillas ante la aparición.
—¡Creo en vos, mi Señora! —Exclamó
el guerrero—. ¿Qué queréis de mí?
—Quiero que con tus huestes
abraces la fe verdadera y dejes de perseguir, robar y matar a los cristianos de
estas tierras. Gobernarás con justicia y construirás en este lugar un santuario
dedicado a lo que aquí ha ocurrido, un lugar de veneración en el que
instaurarás una costumbre que cumplirán todos los pueblos de alrededor. Sus
habitantes vendrán una vez al año para celebrar este milagro de modo que no se
olvide por los siglos.
Cuentan unos que Montesinos
abrazó la fe cristiana y, a partir de ese momento, obró con justicia, construyó el santuario original, sobre cuyos cimientos
se levanta el que hoy vemos, e instituyó la romería que hasta ahora se celebra cada tercer
domingo de mayo. Otros difieren y comentan que Montesinos siguió siendo
musulmán, pero que obró con prudencia desde que presenciara los sucesos
narrados, tratando bien a los cristianos de su territorio, no volviendo a
cometer maldades y, fiel a su promesa, construyó el santuario para que cristianos
y musulmanes recordaran el milagro allí ocurrido.
Pienso yo que Montesinos
nunca fue un mal gobernante, que no necesitó de milagros para obrar con
justicia y que este lugar en el que escribo este relato ya era santo antes de él y lo
siguió siendo después. No necesito, por tanto, los milagros de Dios o de la Virgen, como
le pasó al segundo Montesinos de la historia, para creer que la realidad es
una, la sabiduría es una y distintos los caminos que llevan a ella. Existe en
el Tíbet un monte, el Kailash, sagrado para muchos credos. Todos los años
organizan los diferentes fieles una peregrinación en la que deben rodear los
cincuenta y dos kilómetros de perímetro de la montaña. Coinciden las personas hablando
de sus respectivas doctrinas, pero nunca surgen conflictos entre quienes
practican credos distintos porque todos son buscadores de lo mismo,
iluminación, y cada uno sigue la fe que es más consonante con su naturaleza o
su historia.
Algo así es el barranco de Montesinos. Refieren los
historiadores supuestos ritos sufís que aquí tuvieron lugar, plasmados en lo
que parecen signos arábigos grabados en la roca unos metros aguas arriba de
donde me encuentro. Muy cerca de este lugar se mantienen
las ruinas del castro celtíbero de Peña Moñuz, cuyos sacerdotes o druidas
pudieron, a buen seguro, conocer este recóndito barranco y no dudo que lo
venerarían como se merece. Además, no lejos del castro, puede encontrar el viajero los robles
trasmochos de la Olmeda de Cobeta, con llagas penetrantes e inmensas que hieren
sus troncos, convertidos desde tiempos remotos en pequeñas capillas vivientes, donde
los piadosos habitantes de la zona colocan imágenes marianas, quizá rememorando
y manteniendo los antiguos cultos a la Madre Tierra, pues esa es la esencia de
la Naturaleza, siempre mujer y siempre madre.
No creo, pues, en los
milagros inventados por una iglesia necesitada de prodigios para sustentar una
fe en peligro, sino en los del día a día, los que me permiten sorprender la
pesca que realiza la nutria para alimentarse, o contemplar el sol reflejándose
en los ojos del azor, o el milagro de un niño sonriendo feliz en su juego, o el
regalo de mantener una conversación inteligente con un viajero curioso a los
pies de este roble, tan milagroso como la vida que albergan sus bellotas. Creo,
en fin, en el milagro de estar en este lugar, sentado en esta piedra,
contemplando este bosque, este río, estos animales, estas rocas rojas y este
cielo azul. Por eso, la ermita que está frente a mí, cruzando el puente que
antaño construyó Francisco sobre el río Arandilla, es la prueba de que no soy yo
el primer creyente en este lugar. Y tampoco seré el último.
Esta entrada es el capítulo de introducción de mi nuevo libro que recibe el mismo título genérico: "Bajo un roble viejo", actualmente en elaboración.
Hola, gracias por comentar. Acabo de visitar tu blog y ya me tienes como seguidor. Te espero de vuelta por el mío tantas veces como quieras. Nos leemos. Un abrazo.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe gusta como relatas voy a tu lado por muchas partes, es que escribes tan claro que uno se visualiza en el lugar
ResponderEliminarMuchas gracias por un comentario tan agradable. Me alegro de que te guste lo que escribo pero el mérito lo tiene el lugar, que es verdaderamente inspirador y magnífico, así como Francisco, que en paz descanse, un personaje irrepetible.
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